Читать книгу Tabú. El juego prohibido - Nicolás Horacio Manzur - Страница 8
CAPÍTULO 4
ОглавлениеLeandro
Había descansado muy bien y mientras desayunaba pensé en las tantas estrategias que podría utilizar para averiguar más sobre Gastón, para desenmascararlo.
—¿Y esa sonrisa? —preguntó mi madre.
Levanté la vista. Estaba sentada frente a mí, con una taza de café entre las manos, ansiosa porque le contara algo de mi vida, pero no podía hablar con ella. Al menos no del todo. Mis padres no sabían que era gay y tenían una mente demasiado cerrada como para aceptarlo.
—Nada. Ayer sucedió algo gracioso en el club.
—¿Qué cosa?
—No tiene importancia —dejé la taza de café y me levanté—. Tengo que irme, ma. Llego tarde.
Le di un beso y salí del departamento hacia Brillantina Glamorosa.
El bar estaba cerrado. Sin embargo, gracias a una amistad que había establecido con el dueño desde hacía ya varios años, pude entrar.
Necesitaba seguir con la siguiente fase de mi plan.
El lugar parecía desolado y triste sin las típicas luces de colores alrededor de la pista, las personas ni la música a todo volumen.
Noté algunas manchas en las paredes causadas por el mal mantenimiento. El escenario estaba sucio y desordenado: repleto de cajas, una silla con el respaldo roto y una mesa de madera torcida.
Me senté en una banqueta de la barra. Golpeé tres veces, pero nadie apareció. Salté por arriba de ella y me acerqué a la heladera para sacar una botella de agua.
—Eso te va a salir caro, querido —dijo una masa regordeta que caminaba sobre el escenario.
—Tenía sed —indiqué apoyando la botella en la barra—. ¿Cuánto te debo?
Bajó con cierta elegancia los escalones del escenario y se acercó a mí. Era justo a quien había ido a buscar: Roberto. Lo conocí en mi época de cambio, en la noche en la que un incidente cambió mi vida. Me ayudó a seguir adelante y le tomé mucho cariño.
—Cien pesos.
—¡¿Cien pesos por una miserable botella de agua?!
—La situación no es buena… Si te gusta, entrá y si no, andate. Además, sabés cuál es nuestro nivel y a qué apuntamos.
—Es un robo —dije al sacar un billete de quinientos pesos.
—Es lo que hay. —Se echó a reír—. Pero si querés pertenecer, tenés que aceptar nuestras reglas. —Sacó el cambio del bolsillo y me los entregó—. Bueno, por el celular sonabas un poco desesperado, lindo. ¿Qué necesitás?
Roberto era dueño del bar y además una drag queen llamada Melody, quien luego de recorrer el mundo y ver diferentes espectáculos, decidió volver a Argentina y levantar un bar gay como nunca se había visto en el país.
Brillantina Glamorosa abría de miércoles a domingos. Cada día ofrecía un espectáculo diferente: karaoke, show de magia erótica y degustación de tragos.
Pero el gran espectáculo lo ofrecía los sábados la mismísima Melody. Acompañada de los mejores bailarines, ofrecía aquadance, circo y diferentes estilos de baile sobre pista en dos horas espectaculares. El show cerraba con tres canciones cantadas por Melody.
El bar era atendido por mozos con deliciosos cuerpos que vestían pantalones de traje con tiradores y boinas negras. Todo un espectáculo visual.
Durante quince años fue el bar más top de la Capital Federal. Luego comenzó a perder su brillo. Varios bailarines renunciaron por mejores trabajos y, debido al estrés, Roberto enfermó varias veces sin poder seguir adelante con su show.
Lo que más tiró abajo al lugar fue su caída durante el aquadance. Resbaló y cayó al piso quedando inconsciente. Al principio, muchas personas rieron hasta darse cuenta de que no era una broma. Esa misma noche una pared se quemó y el bar tuvo que cerrar por varias semanas.
Hoy en día ya no se ofrecían tantos shows y la entrada de dinero no era como antes.
—Necesito desenmascarar a alguien —le dije.
—Ah, entiendo. Un gay reprimido, ¿tengo razón?
—Sí. Es mi profesor de literatura y la verdad es que me irrita mucho.
—Apa… Eso sería señal de…
—No es señal de nada. Quiero sacar a la luz cómo es realmente, así me deja en paz.
—¿Y cómo pensás hacerlo? ¿Qué es lo que necesitás de mí?
—Tu espectáculo.
Llegué a la facultad justo antes de que comenzara la clase de Marketing. Mientras el profesor anotaba la tarea del día, le conté a Julián lo que tenía preparado para Gastón.
—Así que dejate libre este sábado, ¿ok? No vas a querer perderte esto.
—¿Seguro que querés hacer eso? Digo, te salvó la vida.
—Hubiera salido del agua sin problemas solo, Juli. No me dio tiempo a recomponerme.
—Seguro…
—¿Qué querés decir con eso, tarado?
—¡Nada, nada! En fin, no puedo el sábado. Tengo una cita.
—Vení con él.
—No, gracias. Prefiero que sea una velada romántica.
—¡Dale, che! Sabemos que no podés llevar adelante algo así. Solamente querés tener su tremendo lomo en la cama.
—Las personas pueden cambiar.
—No en tu caso.
—¿Qué me querés decir? —dijo golpeando el banco.
Todos nos observaron. El profesor nos dirigió una mirada autoritaria para demostrarnos quién mandaba. Me hubiera reído sino hubiera sido por la reacción de Julián. No estuvo bien, por un breve segundo me transportó al pasado, pero me di cuenta de lo que había dicho y quise que la tierra me tragara en ese instante.
Prestamos atención al resto de la clase sin dirigimos la palabra.
Cuando finalizó la hora intenté hablar con Julián, pero salió corriendo. Aunque quería arreglar las cosas, no tenía tiempo para perseguirlo.
Iba hacia las escaleras cuando vi a Gastón salir de un aula. Al reconocerme, se interpuso en mi camino.
—Hola —dijo. Asentí y esbocé una pequeña sonrisa forzada—. ¿Cómo te sentís?
—Mejor que nunca.
—¿Fuiste al médico?
—¿Por qué? Si me siento bárbaro.
—Solo quería…
—No se preocupe, profe. —Le di una palmada en el hombro—. Está todo bien.
Seguí avanzando hacia las escaleras. Cuando salí de su campo de visión me detuve y bajé la mirada; cerré los ojos de la emoción. Se había preocupado por mí. Eso me gustaba.
De todas formas, debía que seguir adelante con el plan. Una vez que lo desenmascarara estaríamos a mano y veríamos qué tipo de relación podríamos llegar a tener.
—¿Para qué necesitás ver su archivo? —me preguntó la joven secretaria de admisiones, con una carpeta que contenía toda la información de Gastón en su mano—. Sabés que no puedo mostrárselo a los alumnos.
Me levanté de la silla, caminé hacia la ventana y cerré las cortinas.
—Dale, Carla. No podés a negarme este favor…
Me acerqué hasta quedar a escasos centímetros de ella. Le sonreí y centré mi mirada en la suya.
—¿Te pensás que tu cara bonita me va a poder convencer? —preguntó.
Puse un dedo en su mentón.
—Yo creo que sí.
—Ay, pero que dulce… —dice dando un paso hacia atrás—. Salí de acá, ¿querés?
Unos gritos se oyeron en el pasillo.
—¿Qué es eso…?
Carla salió corriendo hacia el hall, dejando la carpeta sobre el escritorio. Rápido, saqué el celular y tomé fotos a todas las páginas. Para cuando ella regresó, todo estaba en su lugar.
—¿Qué pasó? —pregunté haciéndome el preocupado.
—Unos alumnos se están quejando con el director sobre un profesor que aplazó a todos por una boludez.
—¿No tendrías que ir a ayudar al director?
—Es un nene grande. Él puede solo.
—Ah, ok. Entonces…
—Lo siento, Leandro. No te puedo dar información confidencial.
—Está bien, te entiendo —dije antes de irme.
Cerré la puerta de mi habitación con llave para que nadie me interrumpiera. Saqué el celular y empecé a observar las fotos que había sacado. Eran solo cinco páginas.
La primera constaba de una foto que no le hacía justicia y sus datos personales.
La siguientes tres, su curriculum vitae. Leí por arriba y noté que Gastón había pasado por varios colegios. Mi universidad era su primer trabajo como profesor de nivel superior. Lo raro estaba en su trabajo anterior: no había conseguido terminar el ciclo lectivo. Renunció cinco meses después de haber ingresado a la institución. Ahí podía encontrar la pista que necesitaba. Anoté el nombre del lugar en el buscador y guardé la página web para hacerle una visita.
La última página solo era una planilla de contenidos. Sonreí al ver el tema: «Romeo y Julieta. Significado de la obra»
Estaba emocionado, ahora sí tendría municiones en contra de Gastón. Aún necesitaba conocer los detalles a fondo, pero sabía por dónde empezar.
Llegó el viernes y, con él, la segunda clase de literatura. Gastón sacó un ejemplar de Romeo y Julieta y leyó en voz alta.
—«El amor, que a inquirir me impulsó el primero; él me prestó su inteligencia y yo le presté mis ojos. No entiendo de rumbos, pero, aunque estuvieses tan distante como esa extensa playa que baña el más remoto Océano, me aventuraría en pos de semejante joya». —Cerró el libro y nos observó—. Hermosa frase, ¿no es cierto?
Nadie respondió.
Levanté la mano.
—¿Sí, señor Méndez?
—Creo que es una estupidez.
—¿Perdón?
—Me refiero a toda la obra. ¿El amor los llevó al suicidio? A mí no me parece que la obra hable de la gran historia de amor de todos los siglos, sino más bien de la gran estupidez de todos los siglos. ¿Cómo van a matarse?
—Si hubiera leído el libro…
—Lo hice —Mentí, levantándome de la silla—. No me identifico con la historia y no pienso quedarme acá sentado para revivir un pasado que no va a ayudarme a avanzar hacia mi futuro.
Abrí la puerta y salí del aula sonriendo. Si todo salía como lo había planeado, Gastón me acompañaría este sábado al bar.
Estaba sentado en la escalinata de la salida de la universidad, mirando al piso, tratando de sacar alguna que otra lágrima. ¡Era difícil! ¡¿Cómo hacían los actores?!
—¿Le sucede algo, señor Méndez?
Sonreí por dentro.
—No, nada —respondí en un sollozo fingido—. Déjeme solo.
Percibí que titubeaba, pero se sentó al lado mío.
—Aunque sé que no empezamos bien, puede hablar conmigo.
—Es que… me siento avergonzado…
—¿Por qué? —Noté que amagó con poner la mano en mi espalda, pero se arrepintió—. ¿Qué lo llevó a sentirse tan mal?
—Primero, la humillación en la pileta. Usted no sabe lo que fue ser rescatado: yo soy una leyenda en el club.
—¿En serio? —Noté una pequeña risa. Me ofendió, pero se la dejé pasar—. No lo sabía.
—Yo iba a salir, usted no me dejó reaccionar a tiempo.
—Pensé que…
—Eso no fue lo que más me dolió, sino lo que hizo en la primera clase. Hizo aflorar algo de mí pasado que creía que estaba enterrado.
—¿Un mal amor? No tiene de qué avergonzarse.
—Usted no entiende —continué. Gastón me alcanzó un paquete de pañuelitos descartables y rocé sus dedos al tomarlos. Todo salía como lo había planeado—. Usted nunca nos va a entender…
—¿Por qué no?
—¿Tiene amigos o familiares gay? ¿Algún conocido?
—No.
Giré la cabeza y lo miré.
—Ahí tiene la respuesta.
Gastón suspiró.
—Puede ser que no los entienda, señor Méndez. Pero me gustaría hacerlo…
Perfecto, picó.
—¡Guau! Había oído de lo espectacular que era este bar —dijo Gustavo mientras entrábamos en Brillantina Glamorosa—, pero nunca imaginé encontrarme con algo así.
Un mozo pasó a su lado y la mirada de Gustavo se posó en él.
—Que ni se te ocurra, ¿o querés que llame a tu tía para que te eche de su casa también? Conmigo no vas a venir a vivir —murmuré.
—Pero, pero… ¿no vinimos a disfrutar acaso?
—Sos muy chico todavía.
—¡Tengo diecinueve! Soy mayor de edad.
—Mi invitación, mis reglas.
—Está bien…
Roberto apareció de la nada, maquillado y con una peluca rubia platinada demasiado inflada. Llevaba puesto un vestido de seda color rosa chillón, con un enorme cinturón turquesa. Esa noche era Melody, la famosa drag queen de Brillantina Glamorosa.
—Veo que no vas a hacer el aquadance hoy.
—Nah… Ya estoy muy viejo. Decime, ¿quién es tu amigo?
Gustavo le estrechó la mano.
—Gustavo —contestó nervioso.
Melody se rio y le dio una palmada en la cabeza.
—Tan chiquito. —Se acercó a mi oído—. Es mayor de edad, ¿no?
Asentí.
—Perfectoooo. Bueno Gus, te va a encantar lo que tengo preparado. ¿Los llevo a la mesa? No siempre se tiene la suerte de ser escoltado por el dueño del bar.
Caminamos hacia una mesa situada frente al escenario.
—Muchas gracias, Roberto —dije.
—¡No me llames así cuando estoy toda producida!
Nos sentamos y Gustavo observó la silla extra.
—¿Esperamos a alguien más?
—Sí, a mi profesor de literatura.
Gustavo abrió la boca.
—¿El potro de tu profesor es gay?
No respondí. Miré hacia atrás y vi a varias personas entrar, pero Gastón no era uno de ellos. En ese momento me arrepentí de no haberle pedido el celular.
Después de dos copas de cerveza, me puse impaciente. Oí varios chistidos provenientes del escenario: Melody se asomaba por entre el medio del telón. Su expresión de fastidio me obligó a acercarme.
—¿Cuánto más hay que esperar? ¡Los chicos están como loca enjaulada!
—Perdón, no sé dónde se metió.
Giré de nuevo hacia la entrada y lo vi. Gastón por fin había llegado. Levanté el brazo para que me viera. Cuando lo hizo, sonrió. Pero no venía solo, sino con una mujer. Probablemente su prometida.
—Ahí está —le dije a Melody—. Dame cinco minutos más.
—En cinco empiezo, preparalo.
Volví rápido a la mesa, aunque no me senté hasta que llegaron.
—Disculpen la tardanza, tuvimos unos problemas con el auto —dijo.
—¿Qué pasó? —pregunté.
—Al señor se le había olvidado llenar el tanque —respondió la mujer que lo acompañaba—, así que tuvo que ir con un bidón a la estación de servicio más cercana.
—¿Y vos sos?
—Ah, perdón. ¿Dónde quedaron mis modales? —dijo con una sonrisa y un tono de voz suave—. Leticia —se presentó.
La tomé de la mano y le di un beso caballeroso. La vi ruborizarse.
Leticia parecía ser una mujer amorosa, algo que me estaba poniendo nervioso porque era un obstáculo más en mi misión. No es que llamara la atención, tenía el pelo oscuro largo y sus ojos eran del mismo color que los de Gastón, sino que sus movimientos tenían cierta sensualidad. Si yo fuera heterosexual, estaría con ella.
Los invité a sentarse y llamé a un mozo para que tomara el pedido. El guiño que le dirigió a Gastón no fue planificado, pero la diversión parecía haber empezado.
—¿Qué vamos a ver? —me preguntó Leticia.
—Sí —dijo Gastón—. ¿Qué esperamos?
—El mejor espectáculo de la ciudad —respondí.
Las luces se apagaron. Las cortinas del escenario se abrieron y la banda sonora de Chicago comenzó a sonar. Una luz blanca apareció en el escenario iluminando a Melody, que se había cambiado el vestido por uno negro ajustado que hacían juego con las medias de red y sombrero oscuro. Tenía que admitirlo, se veía muy bien.
—Vamos ven tomemos la ciudad… y siga del jazz. Con algo más de rouge, mis medias rodarán… —Se inclinó y con sus dedos recorrió la pierna—. ¡Y siga el jazz!
Varios mozos en el público dispusieron las bandejas en sus costillas, subieron al escenario y se colocaron detrás de Melody. El que le había guiñado un ojo al profesor acarició los hombros de Gastón antes de subir. Leticia, lejos de ponerse celosa, se echó a reír.
—¡Vamos, ven!, bailemos sin control. Yo llevo en mi sostén las sales y el mentol, por si desfallecés, te quiero en pie otra vez… y siga… el…. Jazz…
Mientras los bailarines realizaban piruetas y levantaban a Melody en el aire, de reojo observé las reacciones de Gastón. Estaba sonriendo.
—Sin marido voy, amo lo que soy. ¡Y siga, el Jazz!
El público aplaudió de pie a la puesta original de la obertura de un clásico del musical, Gustavo y Leticia no fueron la excepción. Esa canción nunca fallaba. Ambos mostraban una enorme sonrisa mientras aplaudían sin parar. Gastón, por su lado, me dirigió una sonrisa. En ese momento, nuestras miradas se conectaron.
Una melodía de piano se empezó a oír de fondo.
—Bueno, bueno —dijo Melody con el micrófono en la mano. Gastón me dejó de mirar y volvió su atención hacia el escenario—. ¿Qué les pareció el comienzo del show?
Todos respondieron con un fuerte y claro «Bien».
—¿Solo bien? ¡Ay, chicos! ¡Pueden hacerlo mejor!
Volvieron a responder con un «Bien», solo que más energético. Leticia rio y tomó el brazo de Gastón. Él le respondió con una sonrisa y un beso en la mejilla.
—Así me gusta. Bueno, pero ¿a quién tenemos acá? —Melody miraba hacia nuestra mesa.
Melody bajó las escaleras sin apartar la mirada de Gastón, quien de los nervios tensionó la mandíbula y tragó saliva. Le acercó el micrófono y le preguntó el nombre.
—Gastón.
—¿Cómo? Hablá más fuerte, nene, que no te oigo.
Todos rieron.
—Gastón.
—¡Ay! ¡Como el de La Bella y la bestia! Escuchame, ahí abajo tenés a la bestia, ¿no papito? —El público se rio. Melody miró a Leticia—. ¿Vos quién sos?
Todos estallaron a carcajadas. Leticia se acercó al micrófono.
—Me llamo Leticia, soy su futura esposa.
—¿Segura que querés casarte con él? Mira que es un gay reprimido. Los conozco. Se tooooodo sobre ellos. Buenos en la cama, pero solo con lo que quieren.
—Nos vamos —anunció Gastón llevando de la mano a su prometida.
Antes de irse, me dirigió una mirada cargada de decepción.
Giré y, moviendo solo los labios, le agradecí a Melody.
—Espero que haya valido la pena —me dijo.