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CAPÍTULO 2

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Leandro

El domingo fue de descanso. Invité a Julián a la quinta de mis padres a pasar el día. Tomamos sol, nadamos en la pileta y nos deleitamos con el rico asado que había preparado papá. Por la tarde anduvimos a caballo, bordeamos el country que se encontraba al lado de la quinta.

—Tengo pensado hablar con mamá hoy mismo —dijo Julián.

—¿Seguro? Según me contaste, no te fue nada bien la vez anterior.

—Es que ella tenía muchos problemas en la cabeza. Sabés que me tiene que mantener. Además, todavía sigue pagando sus deudas.

—¿Por qué no dejás que te ayude?

—Mamá no quiere. Ya nos ayudaste mucho al pagarnos un par de cuotas del auto usado.

—Sabés que eso no fue nada, Juli —dije—. Quisiera poder hacer más…

—Lo sé, pero ya nos vamos a arreglar.

Nos apeamos de los caballos y bajamos hasta la orilla de un lago artificial para sentarnos a observar al sol ponerse. Julián tenía los ojos cerrados y sonreía. Deseaba poder ayudarlo. Había pasado por mucho, no se merecía tener esta vida tan ajustada.

Lo único que podía hacer por el momento era ser su mejor amigo. Más adelante encontraría la manera de que su mamá aceptara mi dinero. Porque si se lo daba a Julián, lo gastaría en cualquier otra cosa.

—¿Volvemos? —pregunté.

—Un ratito más. Me siento tan tranquilo…

Tomé su mano y la apreté. Lo quería mucho.


«Sos patético…»

«¿Pensabas que yo iba a estar con alguien como vos?»

Risas. De nuevo aquel fatídico día vino a mis sueños y arrebató mi serenidad.

«Mirá lo que soy yo. Mirá lo que sos vos…»

Abrí los ojos y me senté en la cama. Tenía el cuerpo empapado de sudor y la respiración agitada. Fui hasta el baño. Al mirarme al espejo me noté las ojeras marcadas y el pelo revuelto. Abrí la canilla y me mojé la cara con la esperanza de borrar las marcas del pasado.

Volví a acostarme, aunque no logré dormirme. Agarré la tablet que estaba en la mesita de luz. Navegué en YouTube con la ilusión de volver a conciliar el sueño.

Más despierto que nunca, miré el reloj: las cinco de la mañana. En dos horas tendría que estar listo para comenzar el segundo año de facultad.

Me levanté, tomé las llaves del auto y me dirigí al gimnasio.

Hacía tiempo que no sufría esas pesadillas. Creí que las había superado. Después de todo, ahora era una mejor persona.

Al llegar, estacioné el auto. No habría nadie más que el recepcionista y algún otro loco como yo. Disfrutaba entrenar solo, mi mente tenía tiempo para volver a armonizarse.

—Lorenzo —saludé—, ¿qué tal?

—Todo tranqui. Con sueño por tener que abrir el gimnasio a esta hora, pero ahora estoy mejor —contestó guiñándome el ojo.

Lorenzo todavía albergaba esperanzas de que volviera con él. Lo conocí en la pileta del club y al instante nos llevamos bien. Nos divertimos mirando a los que nadaban. Hasta le hicimos creer al guardavida que nos gustaba. Se había puesto tan tenso que terminó pidiendo el cambio de turno.

Una noche, después de nuestra rutina, estábamos en la ducha solos. Lorenzo se me acercó y me besó el cuello. No lo pensé dos veces y le devolví el gesto.

Salimos por dos semanas hasta que no aguanté más, era demasiado celoso.

Le di la típica excusa de que todavía no me sentía bien para encarar una relación, porque había salido de una muy extenuante y que quería que solo fuésemos amigos. A regañadientes lo entendió.

—¿Al menos con derecho a roce? —me había preguntado.

Le dije que sí por las dudas de que algún día lo volviera a necesitar como un caso de emergencia. Sin embargo, dejé de ir a la pileta e iba a entrenar al gimnasio en el turno en el que Lorenzo no trabajaba. Nunca pensé que lo encontraría a la madrugada.

—Me voy a entrenar.

Me dispuse a ir a la máquina de pecho cuando alguien entró y robó mi atención. Llevaba puesto una musculosa gris holgada, shorts azules y zapatillas. Parecía ser de mi estatura, aunque su cuerpo era un poco más ancho que el mío. El pelo rubio ceniza estaba lleno de bucles y tenía mentón notable, no era algo que me importara, pero me llamaba la atención.

Nos saludó con un movimiento de cabeza.

—¿Quién es? —le pregunté a Lorenzo.

—Es nuevo. Hace un par de días que viene. Es lo único que sé.

—Ay, Lorenzo, Lorenzo, Lorenzo… Tendrías que saber más sobre su historial.

—Dame unas horas. Me pongo en modo FBI y te averiguo todo.

—¿Su nombre?

—Gastón.

Gastón. Como el pretendiente de Bella en la película de Disney. Gastón, sonaba poético. Me gustaba, Gastón… bueno, no iba a ponerme a escribir una poesía justo ahora que se presentaba alguien interesante.

Le dejé las llaves del auto a Lorenzo y guardé mi celular en el bolsillo. Mi futura conquista estaba trabajando hombros sentado en una máquina. Al llegar a su lado, carraspeé un poco la garganta.

—Hola, te vi y…

—Disculpá, no es de mala onda, pero no tengo ganas de hablar con nadie. Me despertaron muy temprano, no pude volver a dormirme. Sinceramente, no estoy de humor.

Me dejó pasmado. Ni siquiera me había dirigido una mirada y me estaba rechazando.

—Pero…

—Por favor. En serio. Quiero estar solo.

—Es que…

—¿Cuál es tu nombre?

—Leandro.

—Leandro, entendés que cuando uno empieza a tener un mal día quiere estar a solas para poder calmarse, ¿no?

Asentí.

—Entonces entenderás también que estoy con mucha bronca, que me la quiero desquitar con las pesas, que no quiero hablar con nadie y que podrías llegar a recibir un buen insulto. ¿Está bien?

—Entiendo.

—Genial.

Me alejé anonadado. Se había presentado ante mí un nuevo desafío. Estaba emocionado por enfrentarlo.


Hacía mucho que no desayunaba pensando en alguien. Gastón se había estancado en mi mente y que me hubiera rechazado me atraía todavía más. Parecía ser un hombre varonil, bien educado, con experiencia. Bueno, en verdad no lo sabía… Me gustaba fantasear que lo era.

Para ir a la facultad elegí una remera verde ajustada, jeans azul oscuro y zapatillas blancas. Si bien a la noche me gustaba lucirme, durante el día prefería pasar desapercibido. Era como una especie de superhéroe. Esta era mi vestimenta de Clark Kent y a la noche sacaba mi Superman para salir de conquista.

Al llegar dejé el auto en el estacionamiento. Tuve suerte porque quedaba solo un lugar libre. Hablaría con el encargado y le pagaría para que me lo reserve por el resto del año.

En la puerta me esperaba Gustavo, un chico morocho, con peinado afro y unos labios carnosos que invitaban a besar. No era mi tipo, su inocencia me causaba tanta ternura que no podía verlo con mis ojos de depredador.

—¡Hola, hola! —saludó. Se apartó de un grupo de chicas y vino corriendo a abrazarme.

Gustavo me consideraba su hermano mayor. Al él también lo había animado a salir del armario, pero no tuvimos sexo. El año pasado lo encontré llorando en las escaleras de la facultad y me dio pena. Su padre lo había echado de su casa porque le parecía raro; no podía entender que su hijo amara la comedia musical y a Cher. Su hermano mayor trabajaba con el padre; era igual. Si bien en ese momento Gustavo no admitió ser gay, su padre lo notó raro y no le gustó.

—¿Cómo estuvo tu verano? Perdón que no pude estar más en contacto —dijo, como si los mensajes diarios hubiesen sido pocos—. Es que el viaje con mi prima a París me consumió mucho tiempo. Recorrí todo, absorbí la cultura de la ciudad. ¡Fue genial! Tendríamos que irnos los dos unas semanitas, ¿no te parece?

—Podría ser… Disculpame, llegó tarde.

—Pero falta como media hora para las clases.

—Sí, es que quiero averiguar un par de cosas antes. ¡Nos vemos!

Salí corriendo y subí la escalera de a dos escalones. Julián me esperaba en el bar. Su sonrisa lo decía todo.

—Te odio, Julián…

—No, me amás ¿Qué tal te fue con tu fan? Cuando lo vi en la entrada, no pude evitarlo.

—¿Por qué te gusta hacerme sufrir?

—¿Para qué están los mejores amigos? Ese Gustavo sí que está enamorado de vos, ¿eh? Cuando le dije que te esperara afuera porque llegarías en cualquier momento y querrías un lindo recibimiento, se le iluminó la cara.

—Sí, no sé cómo decirle…

—Si no lo hacés rápido, va a pasar algo. Después te vas a arrepentir.

Puse mi brazo sobre sus hombros y caminamos hacia el ascensor.

—Algo se me va a ocurrir. Contame un poco del chico que conociste la otra noche.

Julián me repitió que su nuevo chico era alto, morocho y de espalda ancha, su tipo ideal. Le gustaba mucho la natación, por lo visto competía. Hablaron poco porque a Julián le encantaban los nadadores y, rápidamente pasaron a la acción.

Me hizo reír. A mí me gustaba generar un juego previo, conocer a la persona. A él no, a él le interesaba saber pocas cosas e ir a un lugar más tranquilo.

Llegamos al quinto piso, la clase de Literatura.

—Quedamos con él para vernos al mediodía. Vamos a ir a almorzar acá por el centro. ¿Querés venir?

—Paso —respondí.

No me gustaba ser el tercero en discordia. Era cita doble o nada.

Una secretaria de la facultad abrió la puerta del aula y nos avisó que el profesor iba a llegar más tarde.

Nos sentamos mientras Julián seguía hablando de su chico. Se llamaba Martín y ya se había enamorado de él. Bah, en realidad se había enamorado de su cuerpo. Así como yo tenía mi radar gay bien afinado, él poseía un radar de cuerpos. Podía intuir si un chico tenía abdominales marcados aun si llevaba remera holgada. Me divertía y a la vez me sorprendía cómo era que siempre acertaba.

—No sabés lo lindo que es…

—Sí, ya me lo dijiste.

—Morocho, pelo oscuro con rulos, alto, ¡con una espalda…! Qué cuerpo, ¡papito!

De pronto el murmullo del aula se apagó. Oí la puerta cerrarse y a alguien caminando.

Cuando me di vuelta lo vi. Gastón.

Esta vez vestía elegante: una camisa blanca abrochada hasta el cuello con una fina corbata azul marino colgando, pantalones pinza azules y zapatos marrones. Muy sexy.

—Buenos días. Mi nombre es Gastón Martínez —anunció a medida que escribía en el pizarrón su nombre y el de la asignatura con un fibrón negro—. Soy el profesor de Literatura I, la primera parte de las cuatro que cursarán durante los próximos dos años.

¡No podía tener tanta buena y mala suerte a la vez! Iba a poder verlo más seguido, pero era un profesor. La facultad tenía reglas al respecto; si lo descubrían…

El desafío se hacía cada vez más atractivo.

—No quiero perder mucho tiempo en que cada uno hable sobre qué estudio en la secundaria o por qué eligieron esta carrera. Voy a pasar lista y empezaremos. Les voy a repartir el cronograma del cuatrimestre junto a algunas fotocopias con varias páginas de Romeo y Julieta.

Decidí que cuando llegara a mi nombre, respondería fuerte y claro. Lo obligaría a levantar la cabeza. En ese momento me vería y se sorprendería. Tenía que estar preparado para dirigirle mi mejor expresión de conquista. Él se daría cuenta de que éramos almas gemelas y, al final de la clase, me invitaría a tomar algo.

—García, Mariano…

—Presente.

—Hildebrant, Ignacio…

—Acá.

Estaba a punto de llegar a mi nombre. Preparados, listos… ¡ya!

—Méndez, Leandro…

Aclaré la garganta, puse voz grave, levanté la mano y respondí.

—Presente.

Nada. Como en el gimnasio, ni se había dignado a mirarme.

—Bueno, chicos —dijo apoyándose en la mesa— ¿Por qué piensan que quiero que lean Romeo y Julieta?

Nadie respondió. Esta era mi oportunidad para lograr llegar al profesor de alguna manera.

—Porque es un clásico.

Ahora sí me observó con detenimiento. Me pareció verlo esbozar una sonrisa, aunque tal vez fue mi imaginación.

—Eso es verdad. Pero ¿de qué trata ese clásico?

Mis compañeros seguían sin responder.

—¿El amor? —dije dudando. Jamás había leído la obra, pero sabía a rasgos generales de que trata. No podía creer que fuera a tratar un tema tan cursi.

—¡Exacto!

Gastón se puso de pie, fue al pizarrón y escribió la palabra «Amor». Sí, al parecer quería dar una clase melosa. Oí a un grupo reírse por lo bajo.

—¿Alguna vez se enamoró… —miró la lista y luego a mí—… señor Méndez?

—¿Cómo? ¿Yo? ¿Enamorarme?

—Sí, usted. ¿Por qué ve mi pregunta como algo malo?

—¿A qué se debe ese pensamiento?

—No respondió a mi primera pregunta.

—Y usted a la mía tampoco.

—El profesor acá soy yo —dijo riendo.

—Y, sin embargo, prefiere saber sobre mi vida privada y creo que eso no es muy apropiado, ¿no?

—Solo quiero generar un ida y vuelta, que no se convierta en una clase aburrida donde el profesor hable sin parar.

—Tal vez eso es lo que esperamos —dije. De repente, no pude detener mi explosión de palabras—. Creo que todos coincidimos acá en que esta materia no nos va a ayudar mucho en nuestra carrera y que es un desperdicio de tiempo.

Oí los «uuuuuuh» de mis compañeros. ¡Por Dios! ¿Dónde estamos? ¿En la secundaria?

La mirada del profesor se endureció.

—¿Por qué lo pone nervioso admitir que alguna vez se enamoró?

—Nunca me enamoré.

—¿Seguro?

—Claro. Es mi vida después de todo, ¿no? Creo que tengo una idea de lo que siento y de lo que no.

Una seguridad dentro de mí que me alentaba a seguir hablando y refutar todo lo que Gastón dijera.

Las miradas se encontraban posadas sobre nosotros. Me sentía como si estuviera dentro de un ring, solo que de palabras.

—Tiene razón, señor Méndez.

—¿Lo ve?

—Aunque pienso que no es un crimen admitirlo, cuando uno está enamorado o lo estuvo.

—¿Y usted? ¿Por qué no nos cuenta algo sobre su vida?

—De acuerdo. Me parece justo.

El profesor comenzó a caminar hacia la ventana del aula. Corrió las cortinas y dejó entrar el sol. Sus ojos color miel brillaron y me atraparon por un momento. Parecía sumido en algún recuerdo cuando sonrió.

—La conocí en un bar —¿Había dicho «la»? ¡¿LA?!—. Un amigo nos presentó. Yo pasaba por un momento muy turbio en mi vida. No me encontraba a mí mismo, parecía tomar decisiones equivocadas. En fin, estaba perdido. Hacía poco había terminado una relación y no quería saber más nada con nadie. Pero mi amigo insistió en que la conociera. La había halagado mucho, era escritora en una revista, por eso pensó que nos íbamos a llevar bien. En fin: fue amor a primera vista. Nos pasamos los números y seguimos hablando por teléfono, arreglando citas y ahora es mi futura esposa.

Oí suspiros. Gastón les regaló una sonrisa. Clásico movimiento de un rompecorazones. Clásico movimiento mío.

—Entonces, señor Méndez, ¿ahora se encuentra capaz de contarme algo sobre su vida?

Me quedé callado y lo miré. ¿Estaba dispuesto a hablar sobre mi privacidad? ¿Qué era lo que me provocaba Gastón? Era un hombre lindo y, para mí, un gay reprimido. Pero había algo más en él que me atraía. Eso me incomodaba un poco. Parecía capaz de derribar un muro impuesto años atrás.

—No.

Gastón asintió y se dirigió hacia una alumna.

—Una lástima. No sabe lo que se pierde.

Me miró una última vez antes de tomar la fotocopia de un compañero. Tal vez fuera mi imaginación, pero, por un breve instante, sentí una conexión: ambos vivimos una época oscura que queríamos olvidar.

Tabú. El juego prohibido

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