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Prefacio
ОглавлениеEl más fuerte no lo es jamás bastante para ser siempre el amo o señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber.
Rousseau (1984: 10)
En la segunda mitad de la finisecular década de 1990, el sistema político mexicano acogió los acuerdos electorales que terminaron por cambiar su rostro, cerrando un ciclo de veinte años de reformismo electoral. Con reglas acordadas un año atrás, en la elección de 1997, el todavía dominante pri perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, el control unificado del Congreso de la Unión y la jefatura de gobierno de la capital del país. Lo que en 1977 empezó como liberalización, pasando por la creciente competitividad y competencia electorales en contiendas locales, la crisis sucesoria de 1988 y el conmocionado final sexenal de 1994, terminó con la democratización efectiva de las reglas de competencia y acceso al poder.
No hubo guión –¿habría que decirlo?– ni el desenlace tendría que haber sido el que fue, pero al final de esta trama, la ciudad de México fue actor estelar, pues mientras las distintas reformas electorales incidían sobre las reglas de la competencia en todas las entidades de la república, en el D.F., a pesar de la gran competitividad electoral que experimentaba, o precisamente por ésta, sólo hasta 1996 se eliminó la excepción que impedía a sus pobladores votar por sus autoridades locales. Diez años después, cuando un partido diferente del pri ocupaba la titularidad del Poder Ejecutivo y la competencia democrática parecía normalizarse, una nueva distribución de fuerzas y un conflicto sucesorio pusieron en jaque la legitimidad presidencial, lo que a la postre condujo a una nueva reforma electoral.
Esta obra es una exploración de las actitudes, creencias y opiniones de los pobladores adultos del D.F. respecto de la autoridad del presidente de la república, el pri y el sistema político en los años de 1995 a 1997; dicho de otro modo, es un estudio sobre las creencias de los citadinos en la legitimidad y el desempeño del viejo régimen político y dos de sus figuras arquetípicas, antes y después de las reformas de 1996, y con mucha proximidad a la elección de 1997. Y aunque la legitimidad y el apoyo actitudinal fueron las variables dependientes del estudio, también examiné las consecuencias electorales de estas creencias. Finalmente, el modelo que utilicé para explicar la opinión pública frente al presidente Zedillo, también lo aproveché en esta obra para aproximarme a los niveles y formas de legitimación de los primeros presidentes de la postransición, los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón.
La primera intención de realizar algo parecido a esta investigación la concebí en 1991, gracias a la influencia eficiente del litigo electoral mexicano de 1988, la disolución del bloque soviético y, paradójicamente, la teoría de la cultura política. En ese entonces, me proponía estudiar los procesos de legitimación del sistema político mexicano —entre élites y ciudadanos ordinarios— postulando la secuencia causal entre pérdida de legitimidad y cambio político. La paradoja residía en que el cisma de 1988 en el país y el derrumbe del comunismo en el mundo desafiaban las teorías culturalistas y su capacidad predictiva, por lo que, tras mis primeras incursiones, las explicaciones contingentes de las democratizaciones vulneraron mi ingenuo tejido de intuiciones y herramientas, conduciéndome a una suerte de sustitución del instrumental, pues mi interés —el contexto actitudinal del cambio político— prevalecía.
De esta conversión, el individualismo metodológico y la teoría de la elección racional fueron los hallazgos clave, suscritos en sus versiones más débiles, pues acepto entidades agregadas en el análisis y renuncio al supuesto de monomotivación —racional— de la acción. El corolario no podía ser más que explicar mediante mecanismos, o lo que es lo mismo, dar cuenta de los macroestados sociales mediante la interacción de conductas y creencias individuales, identificando cadenas causales diversas y aceptando la indeterminación.
En medio de estos ajustes, la oportunidad de realizar doce estudios muestrales a pobladores adultos del D.F. entre 1995 y 1997, no podía más que traducir el estado de mis intereses, lo que me obligó a reducir mi campo de observación a las actitudes, creencias y opiniones de los ciudadanos ordinarios del D.F. Diez años después, terminada una primera versión de esta obra, tuve la oportunidad de replicar mis indicadores en dos muestras nacionales, cuando la cuestión de la legitimidad había vuelto al centro del debate, de la mano de las elecciones presidenciales de 2006.
Si la legitimidad es un mecanismo de la obediencia, la legitimidad misma es producto de sus propios mecanismos, de los que da cuenta la máxima interna carente de motivos utilitarios de Weber o su rival instrumental en las teorías de la elección racional, pasando por la posibilidad del juicio equivocado, la opinión racional construida por la heurística de los atajos, la ilusión, la reducción de disonancia moral o expresiva, la imitación, la interiorización, la redención, la voz o la salida, el uso social, la tradición o la costumbre, entre otros. Dicho de otra manera: en lo individual concedemos mayor o menor legitimidad al poder político que amamos, que tememos, que nos conviene, que juzgamos constituido y practicado conforme a reglas que compartimos racional, o emocionalmente, o ambas, al que antes descalificamos y ahora preferimos, del que nadie disiente en público, al que tuvo la oportunidad de inculcarnos sus valores, porque así lo hicieron nuestros antepasados, lo hacen los contemporáneos o suponemos que lo harán nuestros descendientes.
Y esta creencia en el derecho de mando y el deber de obediencia será más intensa en razón de los elementos afectivos, cognoscitivos, normativos y conductuales involucrados. Legitimar al partido Z, al gobernante Y o al régimen X, así como la solidez y el grado de la creencia, serán siempre un problema empírico que sólo podrá explicarse en las combinaciones peculiares de micromecanismos. Y si esta indeterminación fuera poca, no siempre haremos lo que creemos ni lo que sentimos, ni lo que creemos racionalmente concordará con sus antecedentes o productos emocionales, ni hacemos aquello por lo que ni para lo que, creemos, sentimos o verbalizamos.
En el agregado, el resultado de esta multiplicidad de disposiciones individuales no será que el gobierno en cuestión tenga o carezca por completo de legitimidad, sino que la tendrá en alguna medida, además de que no estará garantizada la supervivencia del dominio de los gobernantes legítimos —amados, temidos, reconocidos— ni el derrumbe de los ilegítimos —sólo temidos, odiados, reprobados—, por lo que atender satisfactoriamente el problema de la transformación política reclamaría una investigación más allá del respaldo actitudinal, lo cual no es el propósito de este trabajo, aun sabiendo que cuando el cambio político sucede, por una razón teórica casi en el sentido común más que evidente desde el punto de vista empírico, miramos a la legitimidad de la misma manera en que una sociedad cruzada por la discusión sobre la autoridad sugiere la posibilidad de experimentar cambios en su gobierno.
Para mi caso de estudio, puede suponerse que las transformaciones en el régimen pasaron, aunque no necesariamente iniciaron, por la erosión de su legitimidad — en este caso, la de una creencia compartida en la supremacía de una regla que concede derecho de mando y deber de obediencia — entre importantes segmentos de la élite política, quienes, quizá porque estratégicamente desde cargos de privilegio visualizaron el estrechamiento de la movilidad en las alturas —Jesús Reyes Heroles y los reformistas de 1976 — o porque bajo las viejas reglas no alcanzarían posiciones relevantes — la Corriente Democrática del pri en 1987—, apelaron a las normas democráticas, redimiéndose de las revolucionarias y sumándose a otros segmentos de la élite, antes marginales — los comunistas y la izquierda democrática, pero en especial los panistas — que también profesaban esas normas.
Las novedosas creencias de la élite y el declive en los rendimientos sociales del antiguo régimen se asociaron a problemas de respaldo actitudinal, que conforme a mi propia investigación en el D.F. de la década de 1990, no se dirigían a la legitimidad de las autoridades y a los mandatos del régimen, sino a la autoridad y popularidad del pri y la evaluación de los rendimientos gubernamentales, colocando al sistema en condiciones de un mediocre respaldo apático —aprobación racional sin involucramiento afectivo ni normativo— o bien, como en el caso del pri del D.F., en crisis de legitimidad. Así, quizá por esta dualidad — consenso en la legitimidad del régimen y el presidente, disenso en su evaluación instrumental y en la legitimidad del pri — y las probables características del respaldo —opinión racional desvinculada de cualquier carga afectiva— el cambio político transitó por las vías instituidas, pero en contra de la figura electoral del pasado.
La obra está organizada en nueve capítulos, cuyos contenidos podrían agruparse en tres divisiones imaginarias: este prefacio, la introducción y las conclusiones sintetizan el argumento, brindando elementos conceptuales, teóricos, operacionales y empíricos; los capítulos dos y tres son de naturaleza conceptual, teórica y operacional; y los capítulos cuatro al ocho, esencialmente empíricos, aunque convencido de la inexistencia de los hechos desnudos, las teorías y los conceptos que corresponden a sus contenidos amplían siempre lo esbozado en la parte teórica, que espero no resulte del todo separada de lo empírico.
En el capítulo introductorio, presento los temas que trataré a lo largo del texto, tanto conceptuales, teóricos e incluso operacionales, cuanto los empíricos. Pero, a la vez, ofrezco las preguntas generadoras de la investigación y añado dos fugas: una en que estipulo mi vocabulario básico y otra en que expongo mi comprensión y uso de la explicación mediante mecanismos. En ese capítulo, como en el presente prefacio y las conclusiones, hago un uso discrecional del aparato crítico, incluso omitiéndolo, pues en los capítulos dos al siete las referencias quedan completamente documentadas.
El capítulo segundo consta de tres partes: en la primera, exhibo la polisemia del concepto de legitimidad, intentando someterlo con tres criterios de clasificación, lo que me sirve para estipular mis propias definiciones y situarlo en el más amplio campo de las creencias. En la segunda, retomo creencias y preferencias, individuales y sociales: en este pasaje, mi objetivo no es definir operacionalmente o articular una teoría sobre las creencias y sus relaciones con la conducta, sino confeccionar la heurística de mi análisis, mediante la presentación de un amplio mas no exhaustivo elenco de micro-macro-micro mecanismos. En la tercera parte examino las motivaciones, vinculadas en su tratamiento al de las creencias. La segunda y la tercera partes se anudan en un mismo argumento: las formas y consecuencias de las creencias individuales y sociales subyacen a todo fenómeno social y constituyen uno de los ejes de una explicación sociológica mediante individuos.
Cuatro partes forman el capítulo tercero. En la primera resuelvo el componente operacional de la investigación, esto es, presento mis indicadores actitudinales de la legitimidad, para anotar algunas de las escalas de significación que utilizaré en la descripción de los datos. Después, ofrezco una primera estampa del respaldo político actitudinal de los pobladores adultos del D.F. al régimen y a sus piezas en 1997; sin embargo, me concentro en el asunto de las convergencias y divergencias entre los indicadores de legitimidad en sentido estricto y las evaluaciones utilitarias. En la tercera sección, describo la evolución de seis indicadores del apoyo actitudinal entre 1995 y 1997, recurriendo a comparaciones históricas e internacionales. Para terminar, repaso otros indicadores del apoyo que no fueron considerados para los capítulos siguientes.
Organicé el capítulo cuarto en tres partes, que van de las macrorrelaciones agregadas, a la heurística de los micromecanismos. En la primera presento el modelo de Weil, sus variables, relaciones y su traducción al caso mexicano, aunque también lo aprovecho para considerar algunas propuestas alternativas. En la segunda sección, describo el estado de las variables independientes del modelo en la ciudad de México en los años de 1995 a 1997, la mayoría actitudinales, aunque añadí tres situacionales para construir la primera variación, que consiste en una exploración longitudinal con datos agregados, en la que también comparo los indicadores situacionales y actitudinales de la marcha económica del país y sus efectos sobre la popularidad presidencial, la satisfacción con el funcionamiento del sistema y las actitudes hacia el pri. Y aunque se trata de relaciones entre variables agregadas, voy apuntando los micromecanismos que generarían el macroestado descrito. En esta parte no examino los indicadores de legitimidad estricta del sistema y la presidencia porque en mi serie de doce estudios muestrales sólo los apliqué cuatro veces y no existen razones teóricas para suponer grandes variaciones. Por último, en la tercera sección del capítulo, ofrezco la segunda variación del modelo, que se centra en el microanálisis, pues consta del tratamiento transversal de datos actitudinales individuales en los que, además, distingo los efectos de las evaluaciones de bolsillo en retrospectiva y prospectiva sobre los indicadores de respaldo político. Por último, reflexiono sobre las paradojas y los significados de los resultados que se presentan en las condiciones de transición que en esos años experimentó el régimen mexicano.
El capítulo quinto consta de tres partes. La primera es un relato, descriptivo e interpretativo, que da cuenta de las fuentes de legitimación que usualmente se atribuyeron al sistema posrevolucionario, entendidas como formas de la retórica pública o constelaciones de sentido y creencias colectivas, distinguiendo las democráticas de las que no lo son, planteando la manera en que se combinaron antes y durante los años de la democratización e identificando los posibles micromecanismos que explicarían sus transformaciones en la élite política. En la segunda parte, regreso a los ciudadanos ordinarios; para ello describo primero sus declaraciones en torno a los valores políticos que gravitarían en sus justificaciones del mando y la obediencia para después, en la tercera y última parte, examinar las diferencias que genera en los juicios sobre el desempeño y la legitimidad de la autoridad estar en una u otra de las constelaciones de sentido, abriendo mi foco de atención a los efectos de la confianza interpersonal, la orientación al cambio, la ideología, la identidad partidaria y la edad de los individuos sobre mis variables dependientes.
En el capítulo sexto, atiendo la información, una de las progenitoras, junto con las predisposiciones, de la opinión política según Zaller. Y de la muy amplia relación entre información y juicio político, especialmente respaldo actitudinal, particularizo en tres asuntos que trataré en otras tantas secciones: para empezar, describo tomando como eje mis propias fuentes primarias, el uso de los medios de información política, registrando los cambios en la disponibilidad de información ocurridos en esos años; en segundo lugar, presento los efectos del uso de distintas fuentes de información en las evaluaciones del régimen, la presidencia y el pri, y en tercer lugar construí un índice de conciencia política cuyos efectos sobre el respaldo actitudinal también se examinaron en interacción con las fuentes de información. En una cuarta y última sección, considero otros recursos, como la organización, la escolaridad, los ingresos e incluso el género de mis entrevistados. Finalmente, aunque mi interés principal eran las maneras en que las personas se informan, lo enteradas que están de los asuntos públicos y cuáles mecanismos explicativos de los vínculos entre información y juicio político podrían auxiliarme, referiré también macrovariables o estados estructurales asociados a los contenidos y formas noticiosas de los medios de comunicación, en especial la televisión, así como otros indicadores vinculados a la disponibilidad de recursos.
En la primera parte del capítulo séptimo, describo las respuestas de mis entrevistados respecto de las posibles conductas políticas que derivan de sus opiniones, y aprovecho para presentar mi argumento en torno al tránsito de las actitudes en acciones. En la segunda, describo las tasas de participación electoral y voto por el pri entre los mexicanos y particularmente entre los capitalinos durante la segunda mitad del siglo xx, significando el vínculo entre procesos electorales y legitimación política, lo mismo en el antiguo régimen que en los años de la transición, lo que implica reflexionar en torno a los incentivos que los cambios en el régimen electoral produjeron tanto para las élites políticas como para los votantes, así como en la semántica de la participación y preferencia electorales. En la tercera y última sección, mediante datos individuales, examino la relación entre los indicadores de apoyo político y las preferencias electorales de los capitalinos en junio de 1997, y controlo el análisis con la inclusión de otros indicadores predisposicionales, sobre niveles de información y sociodemográficos, sin pretender modelar el comportamiento de los capitalinos en la elección de ese año, sino identificar los efectos del apoyo político actitudinal a las autoridades en la conducta electoral.
Con la obra concluida, la competida y cuestionada elección presidencial de 2006 reiteró no sólo la relevancia sociológica de la legitimidad, sino el conflicto que envuelve y que acompaña las batallas políticas relevantes, por lo que al riesgo que impone la velocidad y la inmediatez, repliqué en el capítulo ocho de la obra algunos de los modelos construidos en los capítulos anteriores para examinar las fuentes, los niveles y las formas de la legitimidad de los presidentes Fox y Calderón.
En el capítulo noveno presento las conclusiones, divididas en dos partes: en la primera, ofrezco explicaciones alternativas de los generadores del respaldo actitudinal para distintas figuras de autoridad; en la segunda, intento resumir las limitaciones de la investigación, las preguntas que no pude responder y las nuevas interrogantes que derivan del trabajo. ◆