Читать книгу El castillo de cristal I - Nina Rose - Страница 10
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A través de los años, Rylee Mackenzie había aprendido cosas interesantes y bastante útiles, por lo demás: robar, pelear, mentir, estafar, ordeñar, hacer macramé... Pero tener paciencia, bueno, aún no dominaba por completo esa habilidad. Quizás por eso estaba tan cabreada.
Encaramada sobre una viga en el techo, no podía menos que maldecir al trío de estúpidos que discutían acaloradamente en la cabaña. Se habían estado gritando por casi media hora, intentando decidir en cuánto vender el botín que habían robado y cómo dividirían las ganancias una vez tuviesen el dinero. Rylee, entumecida y medio —bastante— sorda, esperaba que descuidaran por un momento para arrebatarles el pequeño paquete que reposaba sobre la chimenea, la fuente de todo el embrollo que se desarrollaba en el piso.
—¡20%! —gritaba el más grande.
—¡40! —vociferaba el pequeño y flacucho— ¡es lo justo! ¡Yo fui quien entró a robarlo!
—¡Por qué habríamos de darte más, sucia rata tramposa! ¡El acuerdo era 40-40 y 20 para ti! —terminaba el más gordo.
Y así seguían.
Ugh, Diosas, apiádense de mi cuerpo adolorido, pensaba Rylee.
De pronto, entre los gritos, se escuchó el fuerte ladrido de un perro ¿o era un lobo? No importaba, los tres ladrones se miraron, asustados, silenciosos por primera vez. Bien sabido por todos era el hecho de que los perros salvajes eran enormes y peligrosos, ¿había uno afuera? Los lobos, aunque escasos, eran igual de temibles.
El gordo se acercó lentamente a la ventana y espió el exterior.
—¿Ves algo, Roy? —preguntó el escuálido.
—No. No veo... espera. Hay algo allá. Allá —indicó— donde están colgados...
—¡Los conejos! —gritó el grande— ¡Mis conejos!
—¡Guno! ¡No seas idiota, espera! —gritaba Roy mientras Guno salía al exterior blandiendo un hacha.
—¡Shuu!¡Shuuu! ¡Vete, animal, vete! ¡Agh! —otro ladrido y Guno ahora gritaba por ayuda.
—¡Filly, trae el arco!
Los dos salieron disparados a ayudar al amigo en problemas. Rylee debía concederles la lealtad; otros hubiesen dejado al grande morir si ello significaba una mayor ganancia.
Sola, silenciosa y rápidamente, saltó al suelo, se guardó el paquete y salió como una sombra de la cabaña. Se escabulló por detrás de la estructura, dejando a su espalda, por fin, los gritos. Silbó dos veces y corrió, perdiéndose entre los árboles.
—Tenga.
—Ah, por fin —suspiró el hombre, examinando el libro con detenimiento—. Eres bastante rápida, creí que te tomaría más tiempo encontrarlo.
Rylee le sonrió, pensando en esa media hora encaramada a la viga.
—Bien, esto es lo que acordamos —dijo el hombre, pasándole un saquito— y cincuenta por ciento más por traerlo antes del atardecer, como lo prometí— un segundo saquito más ligero, fue puesto sobre la mesa—. Veo que tu reputación es justificada, Chica Sombra. Me alegra haberte contratado.
—Fue un placer, señor. Siempre es bueno hacer negocios con gente que cumple su parte. Disfrute su nuevo libro.
Salió de la posada y se estiró; había corrido con el cuerpo entumecido y se había tropezado varias veces por ello, por lo que, además de agotada, estaba sucia y rasmillada en las rodillas. Pero no importaba: había llegado a tiempo con su encargo y ahora cargaba con una buena cantidad de ryales1 de oro.
Caminó lo más rápido posible lejos de la posada, solo por si acaso el hombre que la había contratado se daba cuenta que el libro era falso. La cubierta era una original, pero el contenido era una copia muy mala del maggena. Quien fuera que lo hubiese hecho, tenía muy pocos conocimientos de la escritura de los magos.
Solo los miembros de la Orden eran instruidos en aquella críptica amalgama de símbolos, los que eran utilizados para esconder los hechizos del público general. Los Altos, aquellos de mayor rango, tenían la autoridad para crear símbolos nuevos, los que solo podían ser descifrados por un selecto grupo. Rylee entendía algunos; conocía lo suficiente como para distinguir los buenos de las falsificaciones. Era un requisito de su trabajo.
El libro en cuestión había pertenecido a un coleccionista quien, a pesar de tener mucho dinero, carecía de todas las cualidades de un buen aficionado; por otra parte, el hombre que la había contratado, un mercader de poca monta, ante la negativa del dueño a venderle la “reliquia” había decidido robárselo. El trío de idiotas, sin embargo, se le había adelantado, con el plan de venderlo en el mercado negro. Pero como dicen, ladrón que roba a ladrón...
Rylee se adentró en el bosque y silbó dos veces. De entre los árboles salió una loba parda, quien, uniéndose a la caminata de la chica y con un leve tono de sorpresa, exclamó:
—Eso fue bastante rápido.
—Era solo el pago. Me fui antes que comenzara a revisar demasiado el libro.
—¿Otro falso?
—Sí. Creo que la moda de esta temporada en el mercado negro son los libros de magia. ¿Tienes hambre?
—No —sonrió la loba—, me comí los conejos de esos tontos de la cabaña.
—¿Te lastimaron? —había preocupación en su voz.
—¿Cómo crees? Entre los tres no hacían uno. Los derribé, agarré los conejos y galopé tranquilamente lejos de la cabaña para que me siguieran.
—¿Cómo supiste que estaba en apuros? No era el plan que los asustaras. No me gusta que te expongas de esa forma —dijo Rylee, molesta.
—Te estabas demorando demasiado. Y no seas boba, Rylee, estamos hablando de mí. Los que peligran son ellos, no yo.
—Con mayor razón, Ánuk. Si te enojas demasiado y dejas ver esas marcas tuyas la gente sabrá que no eres una loba normal. Ya una vez casi te descubren y no quiero que pase de nuevo. No vuelvas a mostrarte así.
—Si, mamá —replicó sarcástica la loba, igualmente molesta.
Ambas siguieron caminando calladas y enfadadas. Cuando alcanzaron un pequeño claro, fue Ánuk la que rompió el silencio.
—Lo siento.
—Lo sé, también yo. Gracias por ayudarme. Si no fuera por ti, posiblemente seguiría encaramada en la viga esperando que esos tipos se callasen.
Ambas rieron. Rylee comenzó a recoger madera para una fogata, mientras que Ánuk se escabullía entre los árboles para buscar algo de comer. Era ya casi una rutina para ellas, acampar en el bosque, merodear por ahí; lo habían hecho durante los últimos años y no parecía que fuera a terminar demasiado pronto. Tenía que saldar la deuda que su padre le había dejado y aún no completaba la mitad.
Abstraída, pensó en dónde había nacido, un pequeño pueblo agrícola llamado “El Huerto”, al sur de la ciudad comercial más grande de Rhive: Villethund. El Huerto era popular en la región por las suettas, una especie de fresa dulce y ácida de color rosa pálido que era la base de las mejores lociones, perfumes y jabones.
Huérfana de madre, su padre la había criado solo. Rylee pensaba que no había hecho tan mal trabajo: le había enseñado a leer y escribir, además de matemáticas, algo de botánica y arquería. Si no fuese por los apuros económicos que vivían, debido a lo poco fértil del terreno que poseían, la muchacha hubiese dicho que su vida había sido de lo más tranquila y feliz. Lamentablemente, las deudas se acumulaban cada vez más; su padre le debía dinero a más personas de las que podía contar con una mano y, lentamente, la desesperanza lo iba consumiendo.
Finalmente, Ewan Mackenzie había tomado una decisión que cambiaría para siempre la vida de Rylee: se endeudó con Ábbaro Stinge, el prestamista más rico e infame de Villethund. Con el dinero pagó sus deudas y compró un nuevo terreno, planeando devolver poco a poco el dinero a Stinge con las ganancias que le dejaran los futuros cultivos, que se veían más auspiciosos que nunca.
Sin embargo, el destino tenía preparado una última sorpresa para el buen hombre. Durante un saqueo al Huerto, dos días antes de que el Rey fuera derrocado por el Yuiddhas, su padre había sido asesinado; Rylee, con once años, había sobrevivido solo gracias a Ánuk, la pequeña loba que había hallado herida en el bosque dos años atrás.
—¿Qué, ahora planeas convertirte en estatua? —la voz de Ánuk sacó a Rylee de sus pensamientos— Aún no enciendes el fuego y yo que me molesté en cazarte la cena.
—Creo que se me atrofiaron los músculos en esa viga —rió; rápidamente encendió la fogata y puso a asar las aves que su loba había cazado.
—¿Estás pensando en ese niño de nuevo? —preguntó Ánuk notando pensativa a la chica—, ha pasado casi un año desde que se fue.
“Ese niño” era Anwir, su amigo de la infancia, un muchacho de veinticinco años que se había marchado en busca del padre que lo había abandonado luego de los saqueos. Rylee lo extrañaba; era un amigo, la había apoyado mucho y se preocupaba por ella. Y lo había querido, lo había querido mucho, pero él pensaba en ella como una hermana y cuando a los catorce ella se le había declarado, él, cándidamente, la había rechazado.
—Rylee, hay algo que debo decirte. Es importante.
—¿No me lo puedes decir luego?
—Necesito que lo sepas. Ahora.
—De acuerdo. Dime.
—He tomado una decisión.
—Cuál exactamente.
—Me iré.
—¿Qué quieres decir con que te irás?
—Que me voy, Rylee. Me voy de la ciudad. Ya no puedo quedarme aquí.
—Ah. Nada de lo que diga te hará cambiar de opinión, ¿verdad?
—No.
—Te mataré si no regresas.
—Lo sé —sonrió el muchacho.
Para cuando Anwir se fue, sus sentimientos por ella habían cambiado y Rylee lo sabía. Ella ya no era una niñita y tampoco era tonta: notaba el cambio en las actitudes de su amigo, las inusuales atenciones, los halagos menos inocentes, incluso los celos. Pero ella ya había olvidado ese enamoramiento por él y le dolía no poder volver a sentir ese cariño especial. En su interior, tenía la sospecha de que Anwir se había ido en parte para alejarse de ella.
—No es nada, Ánuk. Solo estoy cansada. Quiero llegar pronto a casa y darme un buen baño caliente.
Rylee se acomodó en un tronco y con cuidado movió las aves para que se asaran parejo. El movimiento hizo que un pequeño colgante que llevaba al cuello se asomara por los pliegues de su camisa medio abierta.
—¿Qué es eso? —Ánuk se acercó y olfateó el objeto.
—Ah, esto. Estaba enganchado en el libro de magia que robé. Es lindo, ¿no?
—Sí, lo es. Parece una especie de hoja, tal vez una ramita de inusual forma
—olfateó—, no huele como plata ni como ningún metal valioso que haya olido antes. Me extraña que te lo hayas quedado.
—Pensé que me lo merecía, por las molestias —sonrió con suficiencia—, después de todo el tipo me pidió el libro, no el separador de páginas del dueño anterior. Probablemente ni siquiera sabe que este objeto era parte del libro. Además —continuó—, no parecía ser de suficiente valor para venderlo y me gustó, así que decidí dejármelo. Si Ábbaro pregunta, lo compré en un puesto en el pueblo, aunque no creo que le dé más de una mirada teniendo en cuenta que es una baratija cualquiera.
—Bueno —dijo estirándose la loba—, allá tú. Será mejor que te comas pronto esas aves. Tenemos un largo camino por delante.