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Villethund era una ciudad relativamente grande. Con una población que fluctuaba constantemente, era un centro de intercambio muy importante para las comunidades aledañas y los reinos más allá del Mar de las Tormentas. Su posición privilegiada, justo en el centro de tres importantes rutas comerciales, “los Tres Caminos”, la marcaba como una visita obligatoria no solo por los mercaderes, sino también por todos quienes buscan disfrutar de los placeres de buena calidad que la metrópoli le ofrecía a sus visitantes.

Los bares y tabernas servían solo los mejores licores y alimentos; los burdeles exhibían a las mejores prostitutas. Las camas en cada posada eran suaves y cómodas y los puestos en las ferias y mercados ofrecían lo mejor de los Tres Caminos. Los jóvenes de pueblos pequeños llegaban a Villethund buscando aventuras que muchas veces hallaban, aunque más seguido se topaban con problemas por el exceso de euforia y cerveza que les embotaba el juicio.

La casa de Ábbaro Stinge era una de las más llamativas de la ciudad. Las fiestas, el licor y las mujeres estaban a la orden del día; sus celebraciones de cumpleaños eran legendarias tanto en Villethund como en el exterior. Llegaban siempre los mercaderes más ricos, los aristócratas más estirados; todos querían besarle el trasero a Stinge a cambio de los beneficios que esto podría traerles en el futuro.

Todos menos Rylee.

Palpó la bolsita con el dinero que debía pagarle al maldito que le hacía la vida imposible. A pesar de todo su trabajo, era demasiado ligera, vacía en comparación a la cantidad de dinero que aún debía. Su padre había pedido un préstamo grande, tanto como para pagar sus deudas, mantener el nuevo terreno de cultivo y darle a Rylee una buena vida por un puñado de años. Sin embargo, luego del ataque, todo el esfuerzo se había ido a la basura. Obligada a pagar, comenzó a trabajar bajo las órdenes, y los deseos, de Stinge.

Al principio, la habían puesto a ayudar en uno de sus burdeles, el más grande de los dos que poseía Ábbaro, donde eventualmente se quedó a vivir. En ese tiempo, era una niña pequeña y debilucha, medio torpe y bastante insegura, por lo que dejaba una estela de platos rotos y momentos incómodos por donde quiera que iba. Intentaba pasar desapercibida; ganaba su dinero, que no era mucho, e intentaba disfrutar los pocos momentos agradables y sus ratos libres en la antigua biblioteca, paseando con Ánuk o leyendo con Anwir, quien se había trasladado con ella y trabajaba en el mercado de Villethund como ayudante de herrero.

Durante esos años, se había hecho amiga de una de las prostitutas, Ruby. Ruby era decente y agradable; la trataba bien y se había encariñado mucho con ella. Un día sufrió un contratiempo con un cliente; Rylee, a sus cortos quince años, la protegió con su poco conocimiento de defensa personal y su recientemente adquirida agilidad, luego de pasarse cuatro años intentando no botar las copas de cristal, de escabullirse de las palizas de su jefe y de aprender a pelear con los pillos de la ciudad. La joven estaba tan agradecida, que le pidió al administrador de ese entonces que le permitiese tener a Rylee como dama de compañía.

Por ese entonces, había comenzado a darse cuenta que su deuda no bajaba demasiado. Frustrada, había comenzado a practicar robando cosas pequeñas en el burdel; se dio cuenta entonces que era bastante buena en el rubro y decidió probar suerte. De vez en cuando usaba sus nuevas habilidades en el centro o en el mercado; con su cara de inocente, nadie la culpaba de nada. Finalmente su talento comenzó a ser notado y Rylee se dio cuenta que podía sacar provecho. Robar era sencillo y ganaba más dinero.

A pesar de esto, no podía usar el dinero que robaba para pagar su deuda. Ábbaro la había hecho firmar un contrato mágico —que los prestamistas usaban bastante y era uno de los pocos hechizos que los civiles podían utilizar— en el cual se estipulaba que todo dinero que entregase debía provenir de su propio trabajo, lo que le impedía no solo el uso de dinero robado, sino de cualquier tipo de caridad. Ella no se había quedado tranquila, sin embargo, y encontró la única laguna legal del pacto: en ningún lado decía que no podía obtener dinero de lo que robaba, por lo que si vendía lo que hurtaba o si recibía un pago por escabullirse, técnicamente estaba ganando su dinero en base a su trabajo. Aprovechándose de eso, inició su carrera delictual.

Muchos comenzaron a llamarla la Chica Sombra; era ágil, silenciosa e imperceptible. Eventualmente comenzaron a solicitarla para robos mayores y se convirtió en algo similar a una mercenaria; al principio, Ábbaro se había opuesto a su nueva rama laboral, enojado además por haber sido burlado por la niña, pero terminó aceptándolo luego de darse cuenta de que la chica lo haría de igual forma, con o sin su permiso. Le puso algunas reglas (moverse dentro de los pueblos cercanos, no pasar demasiado tiempo fuera, reportarle con anticipación en caso de tomar algún trabajo) y la dejó ser.

—¡Rylee! Mi preciosa y escurridiza niña, que alegría me da verte —le sonrió Ábbaro en cuanto la vio entrar a su oficina

—Buenas tardes, señor. Vine a realizar un pago —respondió la muchacha, escueta.

—Así veo, así veo. Ven, siéntate por favor.

Rylee se sentó en el escritorio lleno de papeles y bolsas de dinero, frente a la enorme figura que era su interlocutor. Ábbaro era alto y fornido, todo músculo. Su largo cabello negro, atado con una cinta del mismo color, caía por su ancha espalda; su piel canela oscurecida por la sombra de una barba rala, sus ojos oscuros, inteligentes, fijos en ella y en la bolsa que tenía en las manos.

Las mujeres morían por él. Había algo exótico y peligroso en ese hombre, algo medio salvaje que lo hacía una fuente de fantasías para las que lo contemplaran. Varias chicas de los burdeles se le habían ofrecido, pero no muchas podían atestiguar los rumores acerca del desempeño de Stinge en la cama. “Nunca probarás hombre igual”, era lo que decían.

Extrañamente, Ábbaro prefería estar solo. Jamás se había casado, no mantenía relaciones amorosas, se centraba en los negocios y, a pesar de los rumores, sus andanzas por los burdeles eran inusuales. Era un rompecorazones y un coqueto sin pelos en la lengua y disfrutaba molestando a Rylee haciéndole cumplidos y propuestas indecorosas, pero eso era todo. Sin embargo, cuando se trataba de dinero, era un avaricioso y un cretino.

Una a una contó las monedas en la bolsa, descontando la deuda de Rylee de un enorme cuaderno.

—Muy bien, Rylee —sonrió—, ya has pagado casi exactamente la mitad de la deuda.

“¿Solo la mitad?”

—En unos años más estarás libre. Hasta entonces espero que sigas tan obediente como lo has sido hasta ahora trabajando para mí.

—Por supuesto, señor —replicó sardónica.

—Bien, puedes irte. Necesito que vayas al burdel; Tony contrajo gripe y no lo quiero alrededor de mis clientes.

Tony era el que preparaba los tragos. Era eunuco, igual que los otros tres hombres que trabajaban en el lugar.

—No derrames nada, hermosa —sonrió Ábbaro, mirándola descaradamente.


—Es un tarado —bufó Ánuk.

—Eso está más que claro. Lamentablemente, tengo que hacer lo que quiere.

Cuando llegaron, Ruby salió a recibirlas. Con un sencillo vestido, el cabello rubio suelto y un par de aretes de diamante, la ahora administradora del burdel era una belleza natural que no necesitaba grandes adornos para resaltar en la multitud. Ruby se había tomado a pecho su nuevo rango, mejorando notablemente el burdel y alejándose completamente del área de “atención al cliente” en la que se había desempeñado.

Abrazó a Rylee con cariño y acarició a Ánuk entre las orejas, sonriéndoles de esa forma genuina que tenía ella, no solo con su boca, sino también con sus ojos.

—Me alegra tanto verlas. Las he extrañado mucho... Vengan, les serviré almuerzo.

Para Rylee, Ruby era una figura especial. Era una madre, hermana, amiga y confidente. Toda la valentía y la confianza que pudiese tener era gracias a ella; todos los traumas pasados, las penas y las heridas habían ido cicatrizando lentamente por su calidez y su cariño. Había crecido, en más maneras de las que se podía imaginar, con y gracias a ella.

—¿Fuiste a ver a Ábbaro? —le preguntó Ruby mientras servía sopa de cordero.

—Sí. Dice que llevo la mitad. Supongo que terminaré de pagarla de aquí hasta que alguien destrone al Yuiddhas, lo que significa que puedo comenzar a pensar cómo pagaré después que cumpla los ochenta años y ya no pueda ser la Chica Sombra.

—No seas exagerada, Rylee. En estos diez, casi once, años pagaste la mitad y en parte fue gracias a que comenzaste a trabajar afuera. Quizá en cinco años más ya estes libre. Y ten cuidado con los comentarios sobre el Rey, sabes que es peligroso.

—Estamos solas, Ruby.

—Ahora lo estamos, sí. Pero tienes la tendencia a decir demasiado —Rylee se sonrojó por la observación— a veces no filtras tus pensamientos. Puedes ser todo lo descarada que quieras, pero ten cuidado cuando hagas comentarios como esos en otros lugares, o incluso aquí. Nunca se sabe quién puede estar oyendo.

—La próxima vez —dijo Ánuk mordiendo un hueso de su enorme tazón de sopa— la morderé antes de que meta la pata.

La noche transcurrió tranquila. No había muchos clientes, ya que la semana era aún joven y los grandes mercaderes llegaban en dos o tres días más. Aun así, su cansancio iba en aumento; casi no había dormido, aunque gracias al cielo había podido tomar un baño. Finalmente, el burdel cerró sus puertas y todos se fueron a dormir.

Agotada, Rylee se acostó, con Ánuk descansando en el suelo a los pies de la cama, frente a la puerta, lista para defenderla. El aroma a lavanda y jazmín inundaba su habitación, un regalo de Ruby para que pasara una buena noche. Sin embargo, la mente de la chica, una vez más, le jugó una mala pasada.

Su padre estaba trabajando en su nuevo hogar, mientras que ella y su lobita jugaban con unos niños en un campo de suettas al otro lado del pueblo. El sol caía y uno a uno los niños comenzaron a irse a sus hogares, exhaustos pero felices.

Rylee se quedó a solas con Ánuk; había descubierto que su amiga emitía sonidos similares a palabras humanas, por lo que había determinado que le enseñaría a hablar como correspondía y así, algún día, podrían conversar. De pronto comenzaron los gritos.

Al principio eran sonidos aislados; Ánuk los percibió, levantando las orejas con atención y buscando la fuente del alboroto; luego, Rylee también los pudo escuchar, elevándose entre el viento y los pájaros. De pronto, una luz comenzó a titilar en el horizonte; Ánuk se enderezó y gruño, sintiendo el aroma inconfundible del humo y el fuego, colocándose inmediatamente frente a la niña en clara pose protectora.

—Papi —Rylee se levantó del suelo y echó a correr con toda su energía, seguida de su loba, que, inquieta, no se apartaba de su lado.

Cuando logró salir del campo se topó cara a cara con el fuego, que consumía rápidamente la casa del dueño del terreno. Donde mirara había gente corriendo y gritando; hombres de ropa oscura y espadas se enfrentaban a los pueblerinos que caían inertes y sangrantes al suelo, suplicando misericordia, gritando y pidiendo por sus familias, luchando hasta el último aliento.

Entonces, entre el caos, escuchó a su padre gritando su nombre. Lo buscó entre la multitud, cegándose a la matanza, enfocándose solo en verlo y encontrar sus ojos entre las llamas y la sangre, esos ojos que le había regalado a ella... Entonces lo vio: luchando entre los asesinos, sacándoselos de encima; corriendo hacia ella, desesperado gritando su nombre y que se escondiera, “escóndete hija o te matarán”.

Rylee era como de piedra, estaba pegada al piso y temblaba. Ánuk la tironeaba del vestido, gruñendo furiosamente, forzándola a moverse y huir, hasta que finalmente reaccionó y se escabulló tras una carreta caída.

Y desde allí lo vio.

Una figura se acercó a su padre, quien intentaba ir hacia ella, a socorrerla; vio cómo la espada desaparecía en la espalda de Ewan, atravesándolo y haciéndolo caer de rodillas. Ella había gritado, saliendo de su escondite, lanzándose hacia ellos con lágrimas en sus ojos; entonces la figura desapareció. Rylee colapsó contra el cadáver de su padre; temblaba sin control y lloraba.

—Oye, aquí hay una —escuchó. Dos hombres se acercaban a ella con espadas desenfundadas.

—Me gustan las pequeñas —sonrió uno de ellos—, se ve sana y fuerte, probémosla.

“Papá, sálvame papi, tengo miedo, despierta”

En shock, no se movió mientras ambos hombres la agarraban de las muñecas, tirándola al suelo y entonces, un fuerte aullido se escuchó, justo detrás de ellos; una llama se había elevado y Rylee había contemplado cómo su pequeña cachorra de lobo se cubría de un brillante fuego, creciendo; tres colas envueltas en llamas se agitaban amenazadoramente. Gruñendo, mostrando sus enormes caninos, saltó hacia adelante derribando a uno de los hombres y encajando sus dientes justo en la yugular; de su hocico ensangrentado había lanzado una llama de fuego que impactó en la cara del otro, mientras le desgarraba el estómago.

“Huir”, le había oído decir Ryle a su loba, “huir”. Sin miedo, corrió hacia ella, y se subió a su lomo, sin sentir siquiera el calor abrasador que despedía su cuerpo. Corrían hacia Villethund, corrían por ayuda tanta desolación muerte, en todos lados .

“Papá, dónde estás Papá, tengo miedo, no quiero estar sola, papi, sálvame“.

—¡Rylee! ¡Rylee, despierta!

Rylee despertó, jadeando fuertemente y dando un salto que la levantó cinco centímetros de su cama.

—Ugh, mi cabeza —se quejó la muchacha, llevándose la mano a la frente—, ¿qué hora es?

—¿Qué hora es? Pues es hora de que me expliques la razón de por qué has estado llorando y gritando en sueños, esa hora es —le contestó enfadada Ánuk.

—¿Yo llorando?

—No, la carnicera de al lado. Por supuesto que tú, tarada. ¿Es que no me dirás qué sucede? Creí que estabas simplemente teniendo un mal sueño, pero esta porquería es como lo que sucedía antes y sabes lo mucho que detesto verte lastimada. ¿Qué estabas soñando?

—Ah —Rylee suspiró, masajeándose las sienes—. No es nada. Solo... recuerdos, es todo. Del ataque.

Los primeros meses luego del incidente habían sido los peores. Rylee despertaba gritando, llorando, agitando los brazos como si quisiera sacarse a alguien de encima. Por momentos, no reconocía su entorno o a Ánuk y muchas veces la loba debía soportar los golpes asustados de la pequeña, quien intentaba defenderse de un enemigo invisible. La intensidad de las pesadillas había disminuido gradualmente, hasta que, por fin, habían desaparecido.

—Han pasado años desde que tuviste pesadillas como esas. ¿Sucede algo? No entiendo por qué de pronto regresaron.

—No lo sé, Ánuk. No pasa nada. Son solo sueños, se irán, como siempre. Por favor no hablemos más de esto, ¿sí?

—Deberías ir a hablar con Ruby.

—No es nada.

—No digas que no es nada. Habla con Ruby.

Ánuk tenía a Ruby en alta estima: era una mujer inteligente, sensible y se preocupaba por Rylee. Era extrañamente perspicaz, tanto que a la wolfire le daba la impresión de que había algo de magia involucrada en el asunto. Ruby no le tenía miedo; tampoco la trataba como una mascota o un animal estúpido, le hablaba como le hablaba a Rylee y a Ánuk le gustaba eso. Sabía que era una wolfire y era la única persona en el entorno de Rylee en la que realmente confiaba; ni siquiera Anwir gozaba de ese honor y si de ella hubiese dependido, el niñito ese nunca se hubiese enterado de qué era ella. Pero las cosas se habían dado simplemente.

—Habla con Ruby —repitió Ánuk más calmada— por mí.


—¿Tus recuerdos? —la pregunta había sido formulada con una mezcla de tonos y emociones, tan típico de Ruby: molestia, sorpresa, temor y una sincera preocupación.

—No es nada. Son solo algunas imágenes sueltas de esa noche. Seguramente salieron a la luz porque estoy frustrada de que aún me falte tanto para desligarme del cretino ese de Ábbaro, es todo.

Ruby estaba desconcertada; los recuerdos, en especial los de ese tipo, no resurgían solo porque sí. Sabía lo mucho que la lastimaban; recordaba aquellos días, cuando la pequeña era una recién llegada, en que se despertaba en medio de la noche escuchándola llorar y gritar de miedo en la habitación contigua.

Por eso, en secreto y paulatinamente, Ruby los había sellado, alejándolos de los sueños de Rylee; aunque no era poderosa, tenía la suficiente magia natural, y conocimientos básicos que su madre le había enseñado, para poder ayudarla a mantener esos demonios lejos del único lugar donde podía tener un escape de la vida que le había tocado llevar luego de los saqueos.

Pero claro, no le diría a Rylee que había estado en su cabeza de esa forma. Las hechiceras, aunque fueran débiles como ella, eran perseguidas sin tregua por los adeptos al Yuiddhas; ser descubierta no solo significaba su propia muerte, sino que también ponía en peligro a Rylee y Ánuk e incluso a Ábbaro.

—Hoy me tomaré una infusión de tus hierbas. Dormiré sin sueños o pesadillas, Ruby, así que estaré bien. Bastante tienes con manejar este lugar como para que te estés preocupando por mí a estas alturas.

—Yo siempre me preocuparé por ti —contestó Ruby con dulzura—, por ambas —agregó mirando a Ánuk—. Ustedes son el tesoro más valioso y lo más cercano a una familia que tengo. Si algo les llegase a suceder, me destrozaría el alma.

—Tú también eres importante para nosotras Ruby —contestó Ánuk—, más de lo que piensas.

Rylee le sonrió, afirmando con sus ojos lo que su loba había dicho. Miró hacia afuera distraída y se sorprendió de lo rápido que había pasado el tiempo.

—Es casi media tarde. El sol no tardará en bajar. Tengo que ir al mercado, le prometí al señor Greyson que le ayudaría con las velas que debe hacer para mañana.

—Ve con cuidado.

—Siempre.

Era casi medianoche cuando Rylee salió por fin del taller de Greyson. Sus pantalones se le habían ensuciado con cera, pero afortunadamente no era muy notorio; además, el señor Greyson le había regalado varias velas perfumadas para que llevase al burdel —o más específicamente a Ruby, que parecía ser el amor platónico de medio Villethund.

—¡Qué hambre! —le dijo a Ánuk—, hagamos una parada donde Nan. Me muero por un trozo de su pastel de pollo.

—Y yo por un estofado de conejo.

La Posada de Nan era la más famosa del sector del puerto. Legendarias eran las sopas de mejillones y albacora cuyo ingrediente secreto ni el más experimentado paladar había podido descifrar. El lugar funcionaba como un enorme barco, donde Nan era la Capitana y su familia, su leal tripulación; pero también eran el tesoro más grande de la buena mujer y eso hacía que el lugar fuese seguro y cómodo.

Evanna “Nan” Pezzi tenía ojos despiertos y severos y sonrisa franca. Sus brazos estaban curtidos por los costales de harina y los cajones de verduras que cargaba sin resoplar, pero también estaban entrenados para abrazar a su familia como solo una matriarca de tomo y lomo era capaz de hacer. Su corazón era del tamaño de una montaña; era del tipo de persona que acogía a los desesperados y tristes, daba comida a los pobres —nunca sobras, lo consideraba un insulto— y protegía a sus clientes como extensiones de su familia. Por eso último en la posada jamás se armaban trifulcas, pues bastaba una palabra dura, un grito obsceno o un amago de puñetazo para que Nan abandonara su cocina y saliera a sacar a punta de patadas y cucharazos a quien fuera que estuviera alterando los ánimos.

Viuda hacia diez años, Nan tenía cinco hijos: las mellizas Netty y Lianna y sus muchachos Tristán, Moses y Leo; entre todos le habían regalado catorce nietos y dos bisnietos. Todos trabajaban allí pues no querían dejar a su madre sola; la amaban con el alma y deseaban aprovechar todo tiempo que tuviesen con ella. Ya habían perdido esa oportunidad con su padre y no querían repetir el mismo error.

Cuando entró, a Rylee la recibió el aroma a especias, vino dulce y sal y los ojos vivaces del pequeño hijo de Leo, Robi.

—“¡Daili!”—le sonrió sin poder pronunciar correctamente su nombre— ¡”benvenida” posada nana!

—Gracias pequeño señor —rió Rylee acuclillándose frente al pequeño—, ahora ve a la cocina y dile a Nan que quiero un trozo de pastel de pollo y un plato de estofado de conejo. ¿Puedes hacer eso por mí?

—“¡Clado!” —aseguró el pequeño Pezzi— ”¡Podllo” y conejo “pada” “Daili!” —se alejó gritando hacia la cocina.

Se sentó en una mesa vacía, la más alejada del fuego. El calor no era un problema cuando una tiene a un wolfire al lado, se dijo. Su pedido llegó un rato después, servido por Dominic, un muchacho de 17 años, hijo de Tristán, quien siempre se las arreglaba para llevarle la comida cuando iba y así tener una excusa para hablarle. Sin embargo, el pobre era tan torpe y tímido, que terminaba botando comida en la mesa y saludándola de forma incómoda antes de irse colorado como un tomate, con la cabeza gacha y chocando con todo el mundo.

—Pobre —dijo Ánuk mientras lo veía alejarse— me pregunto si alguna vez te alcanzará a preguntar cómo estás antes de botar alguna cosa.

El pastel estaba delicioso y, por lo rápido con que Ánuk lo devoró, también el conejo. Rylee se estiró satisfecha y se dispuso a disfrutar lo último de su cerveza cuando Moses llegó a su mesa, luciendo un poco pálido.

—¡Moses! ¿Cómo estás?

—Bien, Rylee, gracias. ¿Todo bien con la comida?

—Todo perfecto —le dijo mientras le pagaba.

—Bien, bien —se veía nervioso.

—Oye, ¿estás bien?, ¿pasa algo?

—Hay un cliente que está preguntando por la Chica Sombra. Dice… dice que tiene un trabajo importante que ofrecer.

—De acuerdo, iré a verlo, ¿dónde está? —dijo mientras se bebía la cerveza de golpe.

—Arriba. Rylee —le dijo deteniéndola mientras ella se levantaba de la silla—, él es extraño. Es un forastero, parece peligroso, me dieron escalofríos de solo oírlo hablar, nena, ten cuidado.

—Ánuk me protegerá.

—Me temo que este tipo puede lastimarlas a ambas si se lo propone —dijo con preocupación—. Si sucede algo, grita. Estaré al pendiente y mantendré a un par de los chicos al pie de las escaleras solo por si acaso. No confío en él.

—Gracias —desde que era pequeña, antes de irse a vivir a la ciudad, los Pezzi habían cuidado de ella. Ahora, aún sabiendo a qué se dedicaba, no la juzgaban tampoco, aunque siempre le decían que sus cualidades podían ser mejor utilizadas en trabajos más honrados.

Llegaron a los pies de la escalera que daba a la azotea, un lugar privado y exclusivo, lo que significaba que era costoso. Era para clientes adinerados que buscaban intimidad y aislamiento y que, a su vez, deseaban disfrutar de la vista al mar y el espacio relajante de la terraza abierta. Los gemelos de Netty, enormes y musculosos, estaban a cada lado y la miraron de forma significativa, comunicándole en silencio que estarían atentos a cualquier eventualidad.

A Rylee le sorprendió un poco la seguridad. Había tenido clientes peligrosos y complicados, pero esta vez los Pezzi parecían sentirse realmente amenazados por el tipo que la esperaba arriba. Subió los peldaños seguida de Ánuk, a quien podía escuchar olfateando el aire.

—No lo huelo, Rylee —susurró.

Silencio. Demasiado silencio. Había algo extraño en el ambiente, una sensación de ser observada.

—¿Hola? Me dijeron que me buscaba —le dijo al aire.

De ninguna parte, apareció a su lado una figura alta y delgada; Rylee sintió como si alguien hubiese abierto de repente una caja llena de hielo. Ánuk gruñó hacia el hombre, consternada a su vez por no haberlo sentido acercarse.

—Me dijeron que la famosa Chica Sombra era joven —su voz era suave y profunda—, pero es agradable ver que además es hermosa.

—La famosa Chica Sombra es eficiente también —agregó Rylee molesta—. Si no le importa me gustaría que habláramos sobre el trabajo que desea encargarme. Es tarde y estoy cansada.

—Ah, una joven directa —se admiró el hombre—. Muy bien, sentémonos —le indicó la pequeña mesa de la terraza. De manera cortés le ofreció la silla, la acomodó y se sentó frente a ella, bajándose la capucha negra y soltándose del cuello una bufanda del mismo color.

Rylee pudo ver entonces el rostro de su interlocutor. No debía tener más de cuarenta años, pero su pelo era blanco y reluciente, corto a excepción de una trenza que le colgaba tras la oreja izquierda. Era guapo, de rasgos suaves y afilados pero masculinos; una cicatriz marcaba su mejilla derecha y, extrañamente, lo hacía ver aún más atrayente. Sus ojos eran verdes, alargados y penetrantes; a Rylee le parecieron fríos y peligrosos. Se sentía intimidada y eso la enojaba; ni siquiera la presencia de Ánuk, sentada erguida a su lado, la calmaba.

—Hay un pequeño... —hizo una pausa como pensando en qué palabra elegir— tesoro, que me gustaría recuperar. Me fue arrebatado hace tiempo, es una reliquia, tiene valor sentimental, como se dice. Me ha sido imposible reclamarlo, pero sé quién lo tiene. Quisiera que lo obtengas para mí.

—¿Puedo preguntar por qué no lo ha podido reclamar usted mismo?

—Está custodiado. Un grupo bastante grande lo protege y desconozco dónde lo guardan. He enviado agentes pero han fallado. Necesito a alguien que se infiltre y lo saque con la mayor discreción posible.

—¿Infiltrarme? —el espíritu aventurero de Rylee saltaba de anticipación, pero su cerebro le enviaba señales de cautela—. ¿Infiltrarme dónde exactamente?

El hombre sonrió.

—Ah, pues, querida. Necesito que te infiltres en una tropa de rebeldes.

El castillo de cristal I

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