Читать книгу El castillo de cristal I - Nina Rose - Страница 13

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Rylee estaba en su cama, contemplando el techo, absorta en el recuerdo de lo que había vivido esa noche. Por las Diosas, había sido maldecida por un nigromante, ¿cuánta mala suerte puede tener una sola persona?

—Soy un epítome. Un epítome de la mala suerte —se quejó tapándose los ojos con los brazos, frustrada.

—Y dime, Epítome —le contestó Ánuk— ¿Qué piensas hacer?

—Trabajar. El trato está hecho y la maldición lanzada. TENGO que hacer este trabajo, o...

—O eso. Bien —la cortó Ánuk—, te ayudaré. Duerme un poco y descansa, tenemos que ir a ver a Ábbaro, darle el adelanto y explicarle que debes viajar.

Rylee miró su bolso. Al llegar a casa, después de evitar por todos los medios posibles darle cualquier detalle a Ruby, se había dado cuenta de que el dinero que el nigromante le había prometido estaba guardado en una bolsa de cuero dentro de su morral. ¿En qué minuto lo había puesto? Y en verdad, ¿qué importaba? Era un maldito nigromante.

—Ruby está molesta. No me gusta que esté molesta conmigo.

—Con nosotras —acotó la loba—, ninguna le dijo lo que pasó, que era lo que ella quería saber. De todas formas, creo que deberías decirle.

—¡No! —saltó Ryle— ¡no, por ningún motivo! Nadie sabrá nada de lo que sucedió esta noche, nadie, ni Ruby, ni los Pezzis, ni Ábbaro, nadie. Promételo.

—Pero…

—¡Promételo! No seré la víctima de nada, no quiero dar lástima, no lo soporto. Por tu sangre de wolfire, por tu cariño hacia mi, prométeme que jamás le contarás a nadie lo que sucedió esta noche. Nunca. No importa lo que pase.

Ánuk suspiró. Rylee siempre había odiado sentirse indefensa. Era demasiado orgullosa para expresar sus debilidades o miedos e incluso de niña, en especial luego de la muerte de su padre, no dejaba que nadie sintiera pena por ella.

Solo con ella, con Ánuk, la muchacha se mostraba tal cual; Ruby había visto solo destellos de su verdadera personalidad. Todos en la ciudad veían a Rylee como una muchacha descarada, ingeniosa, inteligente y fuerte, que había superado como una roca todos los obstáculos de su vida y así pensaban aun aquellos que no sabían de su trabajo de Chica Sombra.

Esta pequeña muestra de inquietud, el deseo de mantener todo en secreto, le dijo a Ánuk que su amiga tenía miedo, aunque lo intentaba disimular siendo sardónica y parecer compuesta. La miró a los ojos y, no muy convencida pero de corazón, dijo:

—Lo prometo.

—Lo siento, no creo haber entendido bien. ¿Dos meses y medio fuera?

—Lo siento, señor. Pero es un trabajo importante

Ábbaro aún miraba, incrédulo, la bolsa de cuero con los ryales que Rylee había dejado sobre su escritorio.

—Y ese trabajo importante, que por lo demás cumple con todos los requisitos de lo que tienes PROHIBIDO hacer, involucra al tipo raro de la Posada de Nan.

Por supuesto que Stinge sabía del incidente. Casi la totalidad de la ciudad seguramente ya rumoreaba sobre el asunto; muchos habían visto a los gemelos que la llevaban escaleras abajo, desmayada; otros tantos habían oído a Ánuk ladrar o habían visto al forastero cuando llegó a la posada. Había tantas versiones de la historia como habitantes en la ciudad, pero obviamente Ábbaro tenía la única versión acertada, aunque incompleta, seguramente de boca de la propia Nan.

—Involucra a un cliente exigente, un trabajo demandante y una buena paga —respondió Rylee con firmeza—. Mi trabajo en el burdel no es urgente, y sabes de sobra que hay gente en Villethund que haría cola para trabajar cerca de Ruby o en cualquier lugar donde tu presencia y tu dinero estén de por medio.

—Aún así, dos meses y medio es demasiado, chica.

¿Era preocupación lo que captaba en su voz?

—Sé que nunca he estado fuera por más de un par de semanas, pero este trabajo me lo exige. Ya estoy comprometida con él y aunque no quieras tengo una... obligación moral.

—¿Y a ti desde cuando te importa la moral? —rió.

“Desde que mi vida depende de ello”.

—Que tú no sepas comprender el concepto no significa que yo no lo entienda —respondió.

Ábbaro se levantó de su escritorio y se paseó por la habitación. Con su porte y esa aura casi erótica que emanaba, cualquier mujer se sentiría, por lo bajo, intimidada y acalorada. Pero Rylee, acostumbrada al “paso de la pantera en celo”, como la llamaba, se mantenía impertérrita en su asiento, esperando.

Francamente, le importaba un rábano y medio la respuesta. Tenía que ir a buscar ese objeto, ese cristal faucomosellamase y entregárselo al mo d’ahksue antes de sesenta días; había sobrevivido cosas difíciles y ésta no sería una excepción.

Se tocó el hombro izquierdo con cautela. Allí, donde el dolor y el frío habían sido casi insoportables, había ahora una larga rama de espino grabada en su piel, formando un espiral que terminaba —o empezaba, dependiendo— justo sobre su corazón. Habían exactamente sesenta espinas —las había contado todas unas cuatro o cinco veces para asegurarse.

—Bien —Ábbaro se había detenido justo tras ella, inclinándose hacia su oído para hablarle casi en un susurro— tienes mi permiso para ir. Pero te advierto que si no regresas pasado el plazo, iré personalmente a perseguirte, aunque tenga que recorrer medio Rhive para encontrarte —y con un movimiento rápido le cortó un mechón de cabello.

—¡Oye! ¡Pero qué...! —se dio vuelta sujetándose el cabello, que llevaba convenientemente amarrado en una coleta, para ver la sonrisa triunfal de Ábbaro.

—Un recuerdo. Vete entonces, querida, no querrás que el tiempo se te venga encima, ¿no?

Rylee se levantó ofuscada. Miró a Stinge con molestia y, con toda la dignidad que pudo, salió dando un fuerte portazo.


Rylee nunca se había cortado el cabello. Bueno, sí, pero solo cuando notaba que ya estaba demasiado largo; sin embargo, jamás lo había arreglado con esos cortes extraños con capas, colores y esas cosas que hacían otras chicas de la ciudad. Su padre siempre había dicho que Rylee había heredado el cabello de su madre y ella lo atesoraba como su único recuerdo; pero, como nunca había sido vanidosa, se limitaba a mantenerlo sano y limpio.

Así que cuando llegó a casa después de haber pasado por la peluquería, Ruby estuvo a punto de caerse de espaldas.

—Con un rostro tan bonito como el tuyo —le decía mientras bebían té—, es casi un pecado que jamás te hayas preocupado de cortarte el cabello acorde a tus atributos. Tenía que venir Ábbaro y robarte un mechón.

—Mi apariencia no importa con el trabajo que tengo, Ruby.

Ruby rió ante el desdén de Rylee por su apariencia. La niña nunca se había molestado mucho en arreglarse: usaba ropa cómoda, para nada ajustada (a excepción del traje de gatosombra que le había regalado en su décimo octavo cumpleaños) y mucho menos reveladora; se amarraba el cabello en trenzas o coletas, o lo sostenía con gorros cuando hacía frio para que no le molestara; tampoco se maquillaba. Habiéndose criado en un burdel, era muy extraño que jamás se hubiese preocupado de verse bonita, ni siquiera cuando estuvo enamorada de Anwir.

Rylee, por lo demás, no era consciente del efecto que podía tener sobre los hombres. Ruby la contempló, viendo esos hermosos ojos pardos; los rasgos finos y elegantes con su piel suave y ligeramente dorada por el sol. Con ese hermoso cabello, de un rico color caoba matizado con destellos rojos y dorados, Rylee podía ser considerada una de las muchachas más bellas de Villethund.

—¿Qué? —le preguntó Rylee al verla tan absorta en su imagen.

—Nada. Solo admiraba lo bella que eres —se levantó y se puso detrás de la muchacha, cepillándole el cabello con los dedos—. El corte te queda bien, te lo puedes sujetar en una coleta si lo necesitas —súbitamente se inclinó y abrazó a Rylee con ternura—. Prométeme que tendrás cuidado —le susurró acongojada.

—Lo prometo —respondió Rylee intentando no sonar compungida y aferrando fuertemente el brazo de su protectora.

—No rompas muchos corazones. Con ese corte de cabello nuevo dejarás una estela de hombres a tu paso.

—No digas esas cosas —sonrió—, es solo un trabajo.

Pero no era solo un trabajo. Había algo más en todo lo que estaba pasando y un horrible sentimiento de terrible inevitabilidad agobió a Ruby. “Diosas mías, protejan a esta niña”.


—¿Ya se fue?

—Acaba de partir.

—Te ves triste.

—Lo estoy. Ella es mi única familia. Ánuk también.

—Esa chica sabe cuidarse —dijo Ábbaro Stinge mientras terminaba de sacar unas cuentas en un enorme libro. Miró a Ruby, que se sentó frente a él con la preocupación estampada en el rostro.

—No dudo eso. Pero, ¿será suficiente? ¿Qué sabemos de ese hombre? Que tenía dinero y que la mandó a hacer algo peligroso, lejos. Pensé que no le darías permiso.

—Rylee no es tonta, no haría nada que no se supiese capaz de lograr. Además, la conoces mejor que yo: de habérselo prohibido, esa necia simplemente se hubiese escabullido fuera de la ciudad en cuanto tuviera la oportunidad.

Ruby se mantuvo en silencio, pensando en lo que Ábbaro acababa de decir. Rylee era inteligente; sabía muchas cosas porque leía mucho y escuchaba aún más. No era imprudente al punto de la estupidez, aunque a veces su espíritu aventurero le jugaba en contra.

—Ten —Ábbaro le lanzó un pequeño frasco; dentro había...

—El cabello de Rylee.

—¿Creíste que se lo había cortado por nada? Sé que puedes hacer algo con él; he leído de esas cosas. Lo mantendremos aquí —indicó una de las repisas, mientras seguía anotando en el enorme cuaderno— si algo pasa, te avisaré.

Ruby sonrió.

—Gracias.

Volvió a mirar el frasco con el mechón de Rylee. “Un mechón de cabello tomado sin permiso”, pensó. No se le había ocurrido esa idea y se sorprendió de que Ábbaro se hubiese tomado la molestia de obtenerlo para ella. Ahora podría, al menos, saber si Rylee se encontraba bien. Se preguntó por qué su jefe había sido tan atento.

Cerró los ojos, concentrándose en el hechizo, sin percatarse de la discreta mirada y la sonrisa cálida y satisfecha de Ábbaro Stinge.


Rylee tenía mucho que hacer antes de irse. Tras despedirse de Ruby se dirigió inmediatamente al único lugar de la ciudad donde podría encontrar la información que necesitaba: la Casa del Conocimiento.

Ubicada al noreste, casi en el límite con el Bosque de Marfil, la biblioteca era la construcción más antigua de la ciudad. Era una de las Cinco Salas del Saber, siendo las otras el Salón de los Sabios en Anthar, el Reino del Hielo; la Cámara Blanca en el Castillo de Cristal; la Gran Biblioteca en Athak-Hamman, el Reino de Arena y la Sala de las Palabras en la Isla de los Elfos.

El Yuiddhas, que tenía (por ahora) el control sobre dos de ellas, había cerrado la Cámara y la Casa del Conocimiento en cuanto derrocó al Rey; ésta última trabajaba hoy en la clandestinidad y solo aquellos que conociesen la clave tenían permitido el ingreso, por la parte de atrás, claro está.

Rylee, asidua visitante de la biblioteca aun antes del Yuiddhas, se las había arreglado para conseguirse, hace varios años, la contraseña para entrar. Desde entonces había sido una de los pocos clientes que mantenía el lugar.

Se colocó frente a la puerta correcta y dio dos golpes secos. Un momento después, tres golpes sonaron desde el otro lado y alguien bramó:

—Duh igh seh? —“¿Quién eres?”

Rylee se aclaró la voz y pronunció:

—Vah igh shibban —“Soy un amigo”

Un cerrojo abierto y el sonido de cadenas le indicaron a la muchacha que era bienvenida. Pasó veloz y fue directo a la oficina de Sahra, la encargada de la biblioteca, una mujer mayor, descendiente de los Sabios3, los mensajeros de las Diosas. Ellos habían trasmitido los conocimientos a las tribus primigenias; las Hermanas habían encomendado a cinco de ellos que se quedasen y protegieran el saber, estableciéndose luego las Cinco Salas.

Sahra tenía los rasgos de sus ancestros: bajita, un poco rechoncha, de manos largas y fuertes, ojos grandes y brillantes que podían ver hasta en la más absoluta oscuridad y pequeñas plumas de color blanco que salían de sus pómulos. En cuanto Rylee entró, su pequeña boca esbozó una sonrisa.

—Señorita Mackenzie, ¿cuál es el apuro?

—Sahra, no tengo tiempo de leer nada. Necesito que me responda algo usted misma —se sentó frente al escritorio, abarrotado de libros y pergaminos.

—Por las Diosas, niña, ¿qué sucede?

—Necesito saber cualquier cosa que pueda decirme acerca de la Piedra del Guerrero.

El castillo de cristal I

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