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Capítulo VI

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El vuelo se había postergado por cuarenta y ocho horas, los gritos, insultos y quejas del resto de los pasajeros iban en aumento, superando por mucho las mías. Debía esperar dos días más para tomar el avión. Lucy decidió volver a la casa de su hijo; mi compañero ocasional aceptó alojarse en el hotel que le ofreció su aerolínea y yo aún no había decidido qué hacer porque vivía a solo dos horas del aeropuerto, siempre y cuando no me interrumpiera ningún piquete.

—¿Qué vas hacer en tu casa? ¿Por qué no pedís una habitación en el hotel?—insistió mi acompañante, aumentando así mi indecisión. Quizás tenía razón, las horas en casa se iban a hacer interminables y la charla que estábamos teniendo me hacía mucho bien, hasta lograba ver con más claridad cosas que en el pasado no entendía.

—Lo acompaño a pedir el voucher—murmuré suspirando.

—Muy buena decisión—dijo tomando mi bolso de mano, y así juntos, nos dirigimos al mostrador.

Hasta ese momento, entre mi ansiedad y mi histeria, no había prestado atención a mi hombre de compañía. Era más alto que yo, mi cabeza llegaba a su hombro, quizás por eso, su mirada sobre mí generaba cierto poder que impedía decir no a sus propuestas. Sus ojos eran color miel, no superaba los cuarenta años, con un mechón de pelo constantemente sobre su cara, lo que le daba cierto aire de desenfado al tirarse el cabello hacia atrás.

En minutos llegamos al hotel. Se encontraba muy cerca del aeropuerto. Tenía un aspecto muy especial, semejante al Coliseo romano. Estaba ubicado dentro de un shopping lo que hacía suponer que la estadía no iba a ser tan aburrida. Su habitación estaba en el primer piso, la mía en planta baja. Dejamos las cosas y nos reencontramos en el hall central.

—¿Comemos algo?—preguntó.

—Lo que sea, pero comamos algo por favor—respondí mientras miraba absorta semejante obra arquitectónica.

Recorrimos el lugar en busca de una casa de comidas, no nos poníamos de acuerdo sobre qué comer. Al cruzar una calle interna nos encontramos con una pizzería, el olor que salía de allí me transformó la cara.

—¿Qué te pasa?

—Este aroma me recuerda a la primera relación que tuve después de separarme.

—Te escucho…—murmuró mientras me tomaba del brazo para cruzar la calle.

Y como una autómata continué mi relato. Por ese entonces, le dije, la cocina era mi refugio. Eso trajo a mi mente el recuerdo de cierto sábado que había amanecido más melancólica que de costumbre. El olor a pan casero que salía del horno no lograba cambiar mi estado de ánimo. Saqué la harina de la alacena y comencé a amasar pizzas. Hice varias para luego frizarlas. Era un salvavidas para los chicos cuando llegaban de la escuela, ya que con solo llevarla al horno, tenían la comida al instante. Guardé una para mí. Le puse rúcula, jamón crudo y abundante queso parmesano y la llevé a la mesa junto a una lata de cerveza. Sola frente al plato, como siempre, transcurrió mi cena de sábado. El único programa posible era mirar una película. Recorrí los canales de atrás para adelante, de adelante para atrás, y no encontré nada que me enganchara. A esa altura la soledad empezaba a tener efectos sobre mí. La única alternativa era recurrir al teléfono. Marqué el número de casilla y entré a la sala de chat. Las presentaciones se sucedían hasta que lo escuché a él, Ezequiel, treinta y seis años. Fue mi primer clic. Separado, un hijo de cuatro años, re dulce. Cuando me di cuenta, habíamos estado hablando durante dos horas, tiempo que aprovechamos para contarnos los pormenores de nuestras vidas. Corté la llamada con la promesa de seguir comunicándonos, ya que nos habíamos intercambiado los números de celulares. Eran tantas las mariposas que volaban en mi panza que no lo podía creer. Los días que siguieron fueron exultantes. Me llamaba varias veces y después de dos semanas de charlas telefónicas, decidimos conocernos. Pasó a buscarme por el trabajo. Esa mañana se me había hecho interminable, la hora del encuentro no llegaba nunca. Tenía muchas expectativas. Al recibir un mensaje de él, tomé mi cartera, y dando un saludo general, bajé corriendo las escaleras. Cuando me acerqué me encontré con un hombre robusto, musculoso, morocho, pelo corto, con el cuerpo cubierto de tatuajes. No era lindo, pero eso no me importaba porque ya me había enamorado de él. Nos abrazamos y sin necesidad de palabra alguna, me abrió la puerta y subí a su auto. No escuchaba lo que me decía, solo lo miraba absorta. Su dulzura era la misma que por teléfono. Me enterneció el asiento trasero lleno de juguetes de su hijo. Siempre hablaba de él.

—¿Qué te parezco?—me preguntó.

—Divino—le dije, y de verdad así lo veía.

Luego de algunos minutos borré de mi mente la duda sobre si su aspecto era tumbero o no. Me seducían sus brazos musculosos a pesar de estar cubiertos de tatuajes con la figura de una serpiente enroscada en una espada, telas de araña y puntos negros, cosas que yo detestaba, pero él me las hacía ver maravillosas.

—¿Adónde querés ir?

Muda solo recorría su cuerpo con la mirada.

—¿Adónde querés ir?

—Perdón. Girá a la derecha, cerca hay un lugar muy lindo.

Lo llevé a mi restaurante preferido. Sus paredes estaban cubiertas de objetos vintage y en su puerta, una exuberante glicina hacía las veces de techo, permitiendo disfrutar de la comida debajo de sus racimos lilas. Durante el almuerzo no podía dejar de fantasear con su cuerpo. Me atraía demasiado a pesar de la mala impresión inicial.

Aprovechamos el tiempo para seguir descubriendo nuestras vidas. Él tenía una agencia de autos usados y, según me había contado, hacía viajes al interior del país para ir a comprar vehículos. Después de saborear ambos un exquisito flan con dulce de leche me propuso tomar el café en un lado más “íntimo”. Sin dudarlo le dije que sí, hacía tres horas que estaba deseando tocarlo, acariciarlo, sentirlo. Pensar que yo me había casado virgen después de estar años de novia con mi exmarido y en ese momento accedí a tener sexo con un desconocido en la primera cita.

Fue alucinante. Sus brazos exuberantes rodeaban mi cuerpo, su respiración entrecortada sonaba en mis oídos, la humedad de su boca se desparramaba por toda mi piel y como dos gladiadores nos trabamos en lucha cuerpo a cuerpo, que terminó, cuando el éxtasis se apoderó de nosotros.

Después de muchos años volví a sentirme mujer. Al fin había conocido al hombre que me despertaba de mi letargo femenino. Nos despedimos con un beso interminable y la promesa de volver a vernos lo antes posible. Continuamos nuestras charlas telefónicas, pero con otro ingrediente, con el de conocer la cara del que estaba al otro lado del teléfono. Había descubierto el paraíso, pero al mismo tiempo, me generaba cierta desconfianza.

Teníamos la costumbre de hablar después de la cena. En esas charlas volvía a preguntar varias veces lo mismo para saber si me mentía. Había algo que no me terminaba de cerrar, hasta llegué a comentarle que tenía un primo policía para ver cuál era su reacción.

—Hola, amor, te extraño—me dijo, casi susurrando, del otro lado del celular.

—Igual que yo, amor. Hace una semana que no nos vemos—le comenté, sin animarme a decirle que quería verlo.

—Por ahora es imposible, mi vida. Me surgió un viaje de trabajo al sur. Tengo que ir a buscar unos coches. No te enojes.

—Cómo me voy a enojar—respondí con total seguridad—. Es tu trabajo, igual vamos a hablar todos los días, así se nos hace corta la espera.

—Acordate que el teléfono que tengo no tiene señal por esa zona. Pero igual no te preocupes porque yo te voy a llamar a tu casa todos los días—dijo, tratándome de calmar.

Mientras tanto yo continué con mi vida normal. Nadie sabía mi historia con Ezequiel, era algo mío que no tenía por qué divulgarlo, además, ninguno me iba a entender, y en ese momento lo que yo menos pretendía era que la gente me entendiera, solo quería estar con él y repetir nuestros lujuriosos encuentros. Los días me parecían eternos. Actuaba como un robot, mi mente estaba centrada en el deseo de volver a escuchar su voz.

Aquella mañana me desperté tarde. Ezequiel era el responsable de mi insomnio, lo que hacía que me levantara más nerviosa y cansada de lo que me acostaba.

La oscuridad llenaba la habitación. Salté de la cama derecho a levantar la persiana. Necesitaba luz, mucha luz para despejar mi mente. Los vidrios estaban empañados. Sin pensarlo, escribí su nombre sobre las gotas de vapor, giré sobre mis talones para ir a buscar mi ropa, cuando me detuve a observar el lugar. La cama de pino sin pintar cubierta por un acolchado desteñido tenía que desaparecer. Ese cuarto necesitaba vida, necesitaba la vida que me había devuelto Ezequiel. El placar pedía a gritos un lavado de cara. Algo inventaré para convertir esa húmeda y desabrida habitación en nuestro nidito de amor, pensé.

Enchufé la plancha y la comencé a pasar sobre la blusa roja que me había puesto la primera vez que lo vi. Imposible no volver a pensar en él. Fui hasta el baño, llené la bañera, me quité el pijama de raso rojo y comencé a lavarme. El contacto de la esponja sobre mi piel me transportó a Puerto Madero, aquella hermosa tarde primaveral en pleno otoño. Frente al río disfrutamos de exquisitas ensaladas. No paraba de ofrecerme cosas, era imposible no sentirse halagada. Me tomó de la cintura y comenzamos a caminar.

—Bonita, cada día te quiero más. No pienso mi vida futura sin vos—escuché de su boca mientras el viento cálido rozaba mi cara.

Solo atiné a mirarlo, intentando buscar una respuesta que no encontré. ¿Iba todo muy rápido o era normal que las cosas se desarrollaran de esa manera? Después del paseo me llevó a mi casa. No hubo sexo. Y eso me gustó. Por lo visto no quería solo sexo, pensé.

El chorro de agua fría que se coló por la ducha me trajo a la realidad. Me envolví en el toallón para después embadurnarme de cremas, como era mi costumbre. Me senté en la punta de la cama y me puse las medias. Miré al espejo. Solo dos cosas ocupaban mi mente en ese momento: Ezequiel y mi trabajo. Me puse un conjunto de ropa interior de algodón blanco y me vestí. Mientras me peinaba imaginaba un Ezequiel enamoradísimo, tímido, tierno, inexperto, al cual yo me entregaba sin condiciones. Después de la vida que he llevado, pensaba convencida, viene muy bien un poco de locura. Será un amor extraordinario, esos que ya no existen. Tenía un insaciable deseo hacia él.

Como no podía ser de otra manera, luego del sueño siempre se vuelve a la realidad y la mía era dirigirme a casa de Conce. Al llegar comencé a observar su casa para tratar de sacar ideas para mi futuro lecho matrimonial. Y por qué no, pensar en mi vestido de novia. La habitación principal era blanca y roja. Rojos los tapizados y blancas las paredes, al igual que las cortinas. Un amplio ventanal permitía ver las barrancas de Belgrano. Conce era muy personal. Tenía un cesto para sus labores, una diminuta estantería que le recordaba sus viajes por el mundo y flores frescas que yo le traía día por medio. Ese panorama me hizo volver a mis fantasías tiernas, crueles y excitantes con Ezequiel y comencé a soñar: cuando vuelva de viaje lo voy a invitar a cenar a casa. Lo sentaré en el sillón y haré todo lo posible para entretenerlo durante la noche para que no quiera irse nunca. Le voy a cocinar lomo al champiñón, mi especialidad, frutillas con crema y vino, mucho vino. Una mesa rica, pequeña y romántica, para nosotros dos.

A todo esto él seguía en el sur y para probar que no mentía, cada tanto, llamaba a su celular obteniendo como respuesta el típico “está apagado o fuera del área de cobertura”. Qué bueno que me haya sido sincero, me repetía una y otra vez.

A pesar de mi efervescencia interna, Conce no lograba descifrar mi secreto. Día a día, la vuelta a casa se me hacía interminable, solo deseaba llegar y chequear el contestador con la esperanza de encontrar un mensaje suyo. Parecía una eternidad pero solo habían transcurrido cuarenta y ocho horas de su partida. Abrí la puerta y corriendo me dirigí al teléfono, marqué la clave del contestador y apareció en mi oído una voz suavecita que me decía: “Hola, amor, ¿Cómo estás? Te extraño. Más tarde te llamo”. Era él, Ezequiel. Pero algo extraño ocurrió. Según el contestador, el teléfono desde donde me llamaba no era de la zona sur del país. Sentí anudarse mi estómago, no dudé en llamar a un amigo para que averigüe de quién era ese teléfono. Mientras golpeaba la milanesa como si ella fuera responsable de mi angustia, mi amigo me contestó: era del sur, pero del conurbano, no de la Patagonia, más exacto de Ciudad Evita. Tomé coraje y llamé. Pregunté por él. Me contestaron que no vivía allí, y que ése era el domicilio de su hermana. No entendía nada o sí. Siempre dudé de si no se trataba de alguien que estaba al margen de la justicia. Su ocupación, la venta de autos, su cuerpo tatuado, su aspecto…

Al día siguiente un nuevo mensaje de él contándome que estaba bien y que pronto volvería. Volví a llamar al teléfono desde donde procedía el llamado y le dejé dicho que me llamara. Así fue. Al día siguiente me llamó, pero de su celular.

—Hola—esbozó a secas.

—Hola, ¿cómo estás? ¿No era que habías viajado?—le contesté tratando de mantener la calma y no decir todas las cosas que había pensado decirle si llamaba. Después de un profundo silencio me contestó:

—Sí, pero me surgieron problemas y tuve que regresar.

—¿Y por qué llamaste desde la casa de tu hermana?

—Te dije que tuve algunos inconvenientes y me fui a su casa. Cuando nos encontremos te cuento bien.

—¿Cuándo nos vemos?—pregunté, olvidando mis temores y preguntas sin respuestas.

—Mañana hablamos, ahora me duele mucho la cabeza. No quiero hacerte daño. Hasta mañana, mi amor.

—Hasta mañana… No sé qué decirte.

Las historias más disímiles se cruzaron por mi cabeza tratando de explicar lo que había pasado. ¿Me mintió? ¿Viajó de verdad? ¿Qué pasó?

Por primera vez después de mi separación lloré. Había sido todo tan lindo… Pero tampoco era cuestión de prejuzgarlo sin antes escuchar su verdad.

Al día siguiente, no aguanté y lo llamé desde el trabajo. Me atendió un supuesto sobrino diciéndome que ese teléfono ya no pertenecía más a Ezequiel.

Así pasó mi primera gran frustración. Pero más allá de eso, me cambió la vida. Rejuvenecí. Después de años comencé a usar jeans ajustados, tacos, ropa que marcara mi figura y presté más atención al cuidado de mi pelo, pero siempre, dentro de un estilo formal. Nada de escotes estridentes ni jeans que marquen la tanga, ni actitud de come hombres. Estilo jovial pero sobrio. Fue una inyección de energía. Mi transformación estaba en marcha.

Diario íntimo de una mujer audaz

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