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Capítulo I

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—Necesito llegar al aeropuerto, por favor, tiene que haber un lugar por dónde pasar.

—No se puede. Hay un piquete que obstruye el tránsito—dijo el oficial con cara de resignación, pero transmitiendo calma a la vez.

Estaba muy nerviosa, había trabajado mucho para poder viajar. Juntar el dinero del pasaje no había sido fácil. Mis ojeras me delataban, ni el corrector ni el maquillaje en exceso habían logrado disimular el insomnio de la noche previa.

Aquellas imágenes que una y otra vez repetían los noticieros, estaban frente a mí. La columna de humo impedía ver la ruta. Las llamas envolvían en cámara lenta los neumáticos esparcidos sobre el asfalto. Hombres con capuchas, palos en mano y actitud desafiante trataban de imponer autoridad ante el puñado de personas indignadas que rodeaban al policía, exigiéndole una solución que no dependía de él.

Una señora con el mate en la mano, ropa gastada por el paso del tiempo y pechera fluorescente que la identificaba se me acercó. Tapándose la cara con un pañuelo y dejando al descubierto su pelo despeinado, me dijo:

—Bajate de esos zapatos y caminá..., mamita.

La miré, y mientras las lágrimas corrían sin ningún pudor por mi rostro, salí del auto y acercándome a ellos les dije:

—Necesito pasar sí o sí. Ustedes no pueden arruinarme el viaje que tanto soñé y por el cual me sacrifiqué mucho. Déjenme pasar. El derecho a reclamar termina donde empieza el mío de circular por las calles.

No podía creer lo que me estaba pasando, ¿sería una señal?

Mis tacos ya no me hacían sentir segura, mi pelo comenzó a enredarse con el viento y el olor a goma quemada había tapado mi costoso perfume importado. Las manos no me alcanzaban para bajar los volados de la pollera que dejaban al descubierto el borde de mi ropa interior. Como hormigas, los autos trataban de huir del lugar originando un congestionamiento aún peor. Todo era caos.

Cuando mi cabeza estaba a punto de estallar, el oficial se acercó y en tono cómplice me dijo:

—La única manera de llegar es caminando. Yo que usted me saco los tacos y aprovechando las rueditas de las valijas, empiezo a caminar. Y si por esas cosas del destino pierde el avión, acá tiene un servidor que la va a estar esperando.

—¿Me está hablando en serio?

Acomodó su visera y esbozando una sonrisa dijo:

—Por ahora es lo único que tengo para decirle.

Antes de reaccionar, el remisero que me llevaba comenzó a bajar el equipaje del auto.

—No se preocupe, señora—dijo, y alcanzándome el bolso de mano agregó–: yo la acompaño, usted va a tomar el avión.

¿Por qué?, ¿para qué?, siempre qué… todos los qué posibles retumbaban en mi cabeza. Mientras tanto, el hombre caminaba a paso acelerado y yo corría zapato en mano, para no pasar sola la barrera humana que se encontraba a metros de las llantas humeantes.

Media hora después llegamos al aeropuerto. Saqué unos billetes de mi cartera y pagué el viaje, mucho más de lo estipulado. Se lo merecía. Su actitud no tenía precio.

Otra vez el desconcierto.

Era la primera vez que estaba ahí. No sabía qué hacer. Traté de relajarme, tenía que llegar al lugar de embarque. Cientos de personas se cruzaban por el amplio salón. Algunos sonrientes, otros con cara adusta, vaya uno a saber qué historia personal había detrás de cada uno de ellos. La mía era muy simple, me había enamorado de un hombre que vivía en el exterior y tenía que optar por dónde vivir. Y para llegar a eso fue necesario hacer un trabajo emocional muy profundo, y un ajuste económico descomunal a mi vida para poder juntar los cinco mil dólares que me había costado ese viaje.

Me desplomé sobre uno de los sillones de la zona de embarque implorando que todo pasara lo más rápido posible. A pesar de la comodidad no podía permanecer sentada durante mucho tiempo. A través del ventanal miré al avión maniobrar en la pista. Me acerqué al monitor que estaba ubicado en el centro de la sala de espera y pude ver que anunciaba el vuelo 2383 con destino a Yakarta para las ocho y treinta a. m. Mi estómago se estrujó.

Las nubes comenzaron a dar paso a los rayos del sol. Estaba comenzando el día, el más importante de toda mi existencia. Iba a encontrarme con el amor de mi vida. Un mundo nuevo se abría ante mis ojos. Los pisos brillantes de la sala, los amplios cristales, gente vestida con ropa de marcas conocidas, señoras con olientes perfumes, hombres luciendo oro en sus muñecas y las avenidas linderas ocupadas por un enjambre de autos contrastaban con el barrio que había dejado atrás.

—¿Te vas para siempre?—preguntó mi compañera de banco ocasional, luego de levantar la vista que hacía tiempo tenía clavada en su celular.

—Buena pregunta, pero no lo sé.

—¿Por qué?—retrucó.

—Voy a encontrarme con el que creo que es el amor que siempre soñé. Lo conocí acá y por problemas laborales volvió a Indonesia.

—Tienen costumbres, religión y valoración de la mujer opuestas a las de los occidentales. No será fácil—suspiró en un castellano trabado, pero entendible.

Lucy, la señora en cuestión, volvía a su país de origen, Indonesia, luego de visitar a su hijo quien, a diferencia de lo mío, encontró su amor en la Argentina y acá se quedó.

De entrada me pareció entrometida pero, a medida que transcurría la conversación, sus comentarios me parecían sinceros. Su cara de pergamino delataba unas cuantas décadas de experiencia. Su sonrisa diáfana jamás desaparecía de sus labios, incluso cuando trataba de convencerme de que no sería fácil adaptarme a la sociedad asiática. Su paz me envolvía, pero no lo suficiente como para permanecer sentada por largo tiempo, aunque ahora era ella la que se había levantado. En su lugar se había sentado un joven con una valija y una mochila que apretaba sobre su pecho. Lo noté algo inquieto. Se movía todo el tiempo, cruzaba las piernas para un lado y otro. Su nerviosismo aumentó más el mío. Quería saber cuál era la causa de su ansiedad, quizás estaba viviendo una historia igual a la mía y ambos nos podíamos consolar al mismo tiempo.

—¿A dónde viajás?—le pregunté.

—A España—me contestó por compromiso.

—Qué lindo, no conozco España, pero he leído revistas en las que muestran a los artistas en sus playas paradisíacas.

—No voy en viaje de placer—me contestó, ahora de manera más amena, dejando de mirar de un lado hacia otro—. Un amigo me espera allá porque me consiguió un trabajo temporario. Tengo a mi hijo con cáncer y necesito plata, acá no encuentro trabajo. Me ofrecieron un muy buen sueldo.

Pobre hombre, pensé. En ese instante me hubiese gustado ser una persona con mucha plata para poder ayudarlo, sin embargo se me ocurrió otra manera de hacerlo.

—¿Tenés abierta alguna cuenta bancaria para depositar plata?

—Sí, mi hermana me la abrió.

—Pasame por favor el número así lo replico en las redes sociales. Acá hay gente muy solidaria.

Mientras conversaba con él, observaba cómo tres personas no nos sacaban la vista de encima. Un par de veces cruzamos la mirada. Me sentía importante, seguía siendo apetecible para los hombres, pensaba, y esos eran tres confituras rellenas de dulce de leche. Me sonrojé cuando vi que se acercaban. A pesar de hacerme la mujer fatal y sostenerles la mirada a los hombres, sentí un poco de vergüenza y bajé la vista.

—Policía—dijo el morocho musculoso al que no le había sacado la vista de encima en ningún momento—, me tienen que acompañar.

—¿Yo? ¿Por qué?—contesté sin dejar hablar a mi compañero de banco—. Hace un rato largo que estoy acá rumiando rabia, haciendo ohm…, hablando con la gente para pasar el tiempo. ¿Qué hice?

—Necesitamos que ambos pasen sus equipajes de mano por los escáneres.

—Esto es un sueño. ¿Para qué pasarlo de vuelta?—contestaba mientras él no decía palabra alguna.

—¿Hacia dónde se dirigen?—preguntó el más bajito de los tres.

—A Indonesia—contesté.

—A España—dijo él.

—Viajan separados por lo visto.

—Sí, señor. Yo voy a Indonesia a encontrarme con mi novio y él, según me dijo, va a trabajar allá para juntar plata para curar a su hijo que está enfermo.

—Es un trámite sencillo, acompáñenme por favor—insistió el musculoso.

Yo iría con vos al cuarto para que me palpes de pies a cabeza, pensé, pero me di cuenta de que la cosa no iba por ese lado. Habían logrado ponerme más nerviosa de lo que estaba pero los seguí con mucho fastidio, a pesar de mis pensamientos morbosos.

Entramos a un cuarto donde pusieron los equipajes sobre la mesa. Al dar vuelta el mío se desparramaron todas las cosas que había adentro: toallas femeninas, protectores diarios, jabón, toalla, maquillajes y mis remedios. Abrieron todas mis cremas y las pasaron por el escáner. Mi presunción de mujer fatal se diluyó. Me di cuenta de que sospechaban algo. Mientras tanto yo discutía argumentando que era un atropello porque ya lo había pasado. Luego abrieron la valija de mi acompañante ocasional y encontraron un doble fondo lleno de pastillas de éxtasis. Después de media hora, disculpas mediante, y luego de comprobar que no tenía nada que ver con ese hombre, me liberaron mientras él quedó detenido. Corrí hacia la sala de espera. Lucy estaba desesperada porque faltaba poco para la partida del vuelo y no me encontraba.

Diario íntimo de una mujer audaz

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