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Capítulo IV

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—¿Tomamos un café mientras esperamos que nos comuniquen lo que va a pasar con nuestro vuelo?—dijo el escritor, luego de cruzar todo el salón para reencontrarse conmigo.

Dudé de si había sido buena la decisión de entablar conversación con ese desconocido, pero era lo que había. Caminamos unos metros y nos sentamos en la mesa ubicada frente al ventanal, mirando a la pista. Ahí estaba el avión que me iba a transportar rumbo al futuro, pero desconocía cuándo.

No sabía cómo catalogar nuestras charlas. Por momentos era una conversación entre amigos, a veces se asemejaba a una entrevista periodística, otras a un sesión con el siquiatra, pero llámese como se llame, me servía para desahogarme.

—¿Y, continuamos?—me dijo mientras esperaba que la moza acomodara la lágrima que le había pedido.

—Mi desorden mental es muy grande. Dame tiempo que tengo que ordenar mis ideas—contesté.

Ese reordenamiento trajo a mi mente mis primeros días de separada. Sin dudarlo ni pensarlo, comencé a contarle mis vivencias. Como en un sueño, recordé frente a su grabador que, por aquel entonces, lo principal era lograr mi independencia económica. No había dejado sin leer ni un solo aviso laboral que se hubiera publicado en la sección empleo del diario. Caminé, pregunté, me animé y desanimé durante mucho tiempo hasta que, por fin, la maestra de mis hijos me recomendó a una familia que necesitaba una persona para cuidar a una abuela de ochenta años.

La noche anterior a la entrevista no había dormido. A las cinco de la madrugada del día acordado, subí al colectivo con la convicción de que iba a comenzar una nueva vida. No era lo que me gustaba, pero tenía que dar el primer paso. Lo más importante era el sueldo, lo suficiente como para mantenernos.

Era invierno, el viento refregaba su dureza en mi cara, el barro había logrado humedecer mis zapatos y mi humanidad tiritaba de frío; sin embargo, un fuego interior iluminaba mi cara templando mi espíritu, con la certeza de que ese era el trabajo indicado. Acomodé mi pelo, traté de ponerme lo más presentable posible y toqué el timbre en el tercero B. Un apuesto caballero, de unos sesenta años, me abrió la puerta, invitándome a pasar.

En el lujoso living una anciana con rostro angelical se hundía en los apoltronados sillones de pana rojo.

—Esta es mi madre—me indicó César, su hijo, quien me había citado.

—Vení, hija—pronunció con voz firme la anciana mientras, con su mano llena de anillos, indicaba el lugar donde debía sentarme.

Conce era la viuda de un destacado empresario que les había dejado un complejo industrial muy importante como herencia. Su hijo vivía solo en el cuarto piso del mismo edificio, pero, debido a su actividad, pasaba muy poco tiempo con ella.

La piel tersa y blanca de la abuela dejaba en evidencia la falta de exposición al sol. De ojos verdes, boca alargada con labios finos y nariz pequeña, fruto de una cirugía que no podía ocultar, disimulaba su edad. Elegante, con cabellos plateados recogidos sobre la mitad de su cabeza, espalda derecha y mentón hacia adelante, no sacaba la mirada de mi figura.

—Tengo la impresión de que nos vamos a llevar bien, mi hijo me dijo que eras muy agradable—acotó.

Me sonrojé y les di las gracias a ambos con una tímida sonrisa. Yo también tenía la misma certeza, aunque me inquietaba la presencia de ese hombre. Tenía una mirada penetrante, gesto adusto, trato formal, vestimenta impecable, y nunca pronunciaba una frase sin antes haberse tomado la pausa suficiente como para analizarla. Durante la entrevista no dejó área de mi vida sin averiguar, pero siempre en forma impersonal. Me comentó que había llamado a teléfonos de referencia que le había dejado y que, si bien tenía algunas dudas por mi falta de experiencia en el rubro, le habían asegurado que era una muy buena persona, cosa que para él era lo más importante.

En ningún momento dejaba entrever que tenía posibilidades de tener el puesto. Solo se limitaba a preguntar y enumerar mis posibles tareas. Sí me recalcó que, si bien yo iba a estar sola, él o su secretaria llamarían durante el día.

—Quiero que me cuentes algo de tu vida, a partir de ahora vamos a compartir muchas cosas juntas—me dijo la abuela, en un tono maternal que me conmovió.

—Me separé hace dos meses, vivo con mis dos hijos en una casa heredada, y todavía me cuesta adaptarme a la nueva situación—le contesté, con voz temblorosa.

—Todo se supera, cuesta pero se supera—respondió mirando a su hijo—. Nunca dejes de soñar.—Conce hizo una pausa y, acomodándose el rodete, agregó–: Dirás que soy una vieja metida, pero una persona sin sueños es alguien que con el tiempo se marchita, todo le resulta igual. Al lado mío quiero una mujer alegre, emprendedora, que me apabulle todos los días contándome los pequeños pasos que la llevan a concretar sus metas. Así como me ves, tengo sueños por cumplir, como, por ejemplo, terminar mi libro.

Yo mientras tanto cruzaba las piernas hacía uno y otro lado, estiraba la pollera, y echaba el pelo para atrás. La mirada inquisidora de César me inquietaba. Se había sentado justo frente a nosotras y solo se limitaba a observarnos. Su cara imperturbable me impedía sacar una conclusión sobre su apreciación. Por suerte, si me tomaba, no lo iba a ver muy seguido. El trabajo consistía en ser dama de compañía de lunes a viernes de nueve de la mañana hasta las siete de la tarde. Después de casi treinta minutos que a mí me parecieron treinta años, miró a su madre, se levantó del sillón, me extendió su mano y me dijo:

—¿Puede comenzar mañana?

Me costó adaptarme, el viaje era cansador, dos horas de ida y dos de vuelta. Atender a la abuela, limpiar, hacer los mandados, cocinar, lavar, planchar y dejar todo preparado era agotador. Al llegar a casa me esperaba algo parecido, comida para hacer, cuadernos que revisar, guardapolvos para lavar, casa para limpiar, en fin, ocuparme de todo menos de mí. Pero no tenía por qué quejarme, era lo que había elegido.

Así transcurrió mi vida durante muchísimo tiempo, una perfecta vida de señora. Mis hijos y el trabajo ocupaban mis horas. De diversión ni hablar. De pronto me había dado cuenta de que sentía mucha culpa por haberme separado y que me había impuesto una especie de autoflagelación como castigo, que consistía en anularme como mujer. Y en una de esas noches en que el sueño tardaba en llegar, mientras analizaba el tema, decidí no dar lugar a ese mandato social impuesto a presión durante mi niñez y adolescencia por el cual una verdadera señora debía transitar la vida con mucho recato, reprimiendo sus sentimientos, atendiendo todo el tiempo el qué dirán. Ya sabía lo que quería, y para lograrlo tenía que instrumentar el cambio.

Diario íntimo de una mujer audaz

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