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Capítulo V

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En lo mejor de la conversación con el futuro relator de mi vida se acabaron las pilas del grabador. Mientras él salió en busca de un kiosco, yo aproveché a terminar la última medialuna de manteca cubierta por almíbar que me quedaba.

Llegó algo sorprendido por el precio elevado que tuvo que pagar, aunque comentó que se justificaba hacer semejante gasto, ya que la historia lo valía.

Para seguir el hilo de la conversación le recordé que mi palabra clave era el cambio, pero que no sabía por dónde empezar. A continuación le conté que lo que más ruido me había hecho en aquel momento era no haberme sentido valorada como mujer durante mi matrimonio, quizás era por eso por lo que había en mí una necesidad enorme de tener un hombre a mi lado. Y cuando la incertidumbre aparecía, me gustaba ir a visitar a mi amigo tarotista. Más que a tirarme las cartas, iba a hacer catarsis. Era muy particular: extrovertido, divertido, muy ocurrente, con los consejos más disparatados.

—Nena, vos no necesitás que te adivine el futuro, lo que necesitás es un hombreee que te desempolve tu femineidad, por no decir una grosería—me gritó Luisito mientras desparramaba el mazo sobre la mesa.

—No es fácil, sino en este momento estaría disfrutando de ese hombre en vez de venir a llorar a tu casa. Amigo, decime, ¿dónde están los hombres? Sabés que no tengo tiempo para andar mirando...

—Una clienta mía, cuando quiere estar con alguien, llama a un chat telefónico y nunca le faltan los chongos. Animate.

Cortó un trozo de papel de la pastaflora que le había llevado y escribió el número. Lo acepté por cumplido. ¿Cómo iba a hacer eso? Si bien extrañaba la compañía de un caballero no estaba desesperada por acostarme con alguien. Eso hizo que recordara que los sábados a la tarde, mientras ponía en orden mi casa, escuchaba un programa de radio donde la gente llamaba y se concertaban citas. Eso también me parecía patético, era como pedir limosna; pero todos en la vida tenemos un clic y en la mía llegó el día en que me conmovió la llamada de un profesor universitario que se sentía solo y dejó su email para que le escribieran. Despojándome de mi poder de raciocinio fui corriendo a la computadora y, tras crear una dirección de correo donde no se me pudiera identificar, le envié un mensaje: “yo también me siento sola”. La posibilidad de conocer a alguien a través de esa vía se había convertido en una opción para mí.

Era lunes, volver a la rutina era mi única opción, levantarme a las cuatro de la madrugada, correr el colectivo, viajar apretada en el tren y llegar sin aliento a tocar el timbre a las ocho menos cuarto. La computadora ubicada frente a la mesa donde desayunaba Conce me recordó el email enviado al desconocido.

Ese día, como todas las tardes, la abuela hacía su siesta mientras yo aprovechaba a mirar los programas de chimentos, leer alguna revista o tejer; pero esta vez la curiosidad pudo más, me senté frente al monitor e ingresé mi casilla de correo. Al leer, mi corazón se aceleró, había respondido: “me gustaría conocer a una mujer para compartir con ella mi vejez”. Me enterneció tanto que le contesté con frases muy dulces, aunque la experiencia terminó mal, ya que luego de varios intercambios me dijo que había conocido a otra señora.

Fiel a mi estilo no me amedrenté y seguí escuchando el programa sábado tras sábado en busca de una nueva oportunidad. Mientras tanto, yo continuaba trabajando sin parar. Llegaba muy tarde a casa. A esa hora las calles estaban desoladas y los chicos sentados en la esquina tomando cerveza me daban algo de temor, por lo que viajaba en remís.

—Qué vecina limpia tiene usted—me dijo un día el remisero mientras yo revolvía mi cartera en busca de plata—. Hasta de noche barre la vereda.

—Imagínese: vecina nueva, separada y llegando siempre de noche con autos distintos—le comenté.

Sabía que todo el barrio se moría por saber qué hacía de mi vida, y la conversación que tuvieron un día el abuelo con mi vecino me lo confirmó.

—¿De qué trabaja la señora?—preguntó.

—No sé, ahora le pregunto—contestó el abuelo.

—No hace falta, está bien, solo pregunté por curiosidad—insistió don Raúl, tratando de convencerlo para que no me dijera nada.

A los pocos minutos apareció detrás de mí una figura desgarbada, con su típico camperón de corderoy, a pesar de los treinta grados de temperatura, y me preguntó:

—¿De qué trabajás vos, nena?

—De prostituta—contesté sin dudarlo. ¿O acaso no era eso lo que pensaban los vecinos de mí?

Sin emitir palabra, dio media vuelta, se asomó a la casa de al lado a través del alambrado, golpeó las manos y dijo:

—De prostituta trabaja la chica.—Luego de esa situación, durante mucho tiempo el curioso vecino trató de no cruzarse conmigo. Por su parte, el abuelo vino hacia mí para preguntarme en qué consistía ese trabajo. Su mal de Alzheimer le había jugado otra mala pasada.

Cierto día, cuando me crucé al almacén para hacer unas compras, y mientras hablábamos de la vida, los precios y el tiempo, la almacenera me comentó:

—Qué tarde que viene usted, debe tener un trabajo muy sacrificado.

—Sí, es verdad, cuido a una abuela en Capital—le respondí sin dar demasiada importancia al tema.

De a poco mi vecina dejó de barrer la vereda, las cortinas no se corrieron más y las ventanas empezaron a permanecer quietas cada vez que el remís me dejaba en la puerta de casa.

Mientras tanto, yo seguía con la necesidad de una compañía masculina. Una noche en que los chicos se habían quedado en lo del padre y no sabía qué hacer, tomé un libro y comencé a leerlo, a la décima página lo dejé y agarré nuevamente el tejido, a los quince minutos lo dejé, no había nada que calmara mi ansiedad. Llamé a mi amiga y le dije:

—Necesito romper la rutina ya.

—¿Alguna idea en mente?

—No y eso es lo peor. Este fin de semana estoy sola, ¿qué podemos hacer?—le pregunté.

—¿Qué te parece si vamos a bailar a uno de esos lugares de solos y solas? Conozco uno que es espectacular.

Primero dudé, pero al fin y al cabo yo solo quería un poco de diversión, así que acepté. Me produje para la ocasión con todo esmero, fui a la peluquería, cambié de color y le pedí a Edith que me hiciera un peinado recogido, ya que eso me favorecía. Desempolvé mis stilettos y con fórceps me puse la pollera de cuero que me habían prestado.

Cuando subí al remís que nos iba a llevar, el chofer que me conocía, me miró asombrado al ver mi producción. Le guiñé el ojo recibiendo como respuesta una sonrisa cómplice y un “esto queda entre nosotros” con su mirada.

Llegamos y fuimos a la barra. Me sentía rara, como presa de un coto de caza en exhibición. Quería una vida distinta, pero eso no significaba que estuviera loca por un hombre, y que esa noche, sí o sí, debía salir con un acompañante. La música retumbaba en mis oídos y el humo que cubría la pista me provocaba tos; sin embargo acepté varias invitaciones para ir a la pista de baile, pero todos querían llegar al mismo final, ir a un lugar más íntimo para conocernos.

Después de una noche decepcionante, al amanecer tomamos mate en el jardín, juntas, y mate va, mate viene, le comenté la sugerencia de Luisito con respecto al chat telefónico.

—¿Qué te pasó, amiga? ¿Te volviste loca? ¿Cómo vamos a buscar hombres por teléfono? Anoche me hiciste volver antes del boliche porque te parecía degradante conocer gente de esa manera y ahora me venís con esto.

—Ah…, bueno, tampoco somos carmelitas descalzas, dale—insistí—, probemos ahora mismo, quién te dice que quizás esta noche tengamos con quién salir.

Y haciendo caso omiso a los dichos de mi amiga, agarré el teléfono, grabé mi presentación y comencé, de esa manera, una carrera sin fin.

Si bien han cambiado los medios a través de los cuales se puede conocer personas, el comienzo de las charlas telefónicas era igual a la de los bailes en mi adolescencia. ¿Cuántos años tenés? ¿Dónde vivís? ¿De qué signo sos? ¿Estudiás, trabajás? Y así fue como mensaje va, mensaje viene, concerté mi primera cita. Tenía treinta y seis años, era de San Martín, pero no le importaba la distancia y a mí me seducía la idea de salir con un hombre diez años menor. Quedamos en encontrarnos en la plaza que estaba frente a mi trabajo. A la hora indicada me mandó un mensaje de texto:

—Estoy sentado en el banco con una funda de bajo rosa.

El mensaje me hizo dudar, ¿cómo es eso de la funda rosa? ¿Tendrá sus neuronas en orden este chico? Pero cuando llegué, él estaba ahí, como un soldado, sentado en el banco sujetando un bajo con funda rosa. La que tenía las neuronas desordenadas era yo. Y así nos fuimos a comer pizza. Tuvimos una charla agradable pero nada trascendente. Con la excusa de que iba a ser complicado vernos debido a la distancia que nos separaba, le dije que era mejor no seguir viéndonos.

No le daba demasiada vuelta al hecho de tener una cita a ciegas, no me ponía nerviosa ni me atemorizaba, al contrario, me revitalizaba.

Y mientras yo le contaba mis vivencias con lujo de detalles a un desconocido, no sacaba la mirada de la pantalla que se encontraba a la izquierda de nuestra mesa, esperando la aparición, en letras luminosas, del horario de partida del vuelo que me iba a llevar a Indonesia para terminar de instrumentar el cambio de mi vida.

Diario íntimo de una mujer audaz

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