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Capítulo VII
ОглавлениеAnte la mirada atenta del escritor, continué contándole mi vida. Le dije que, a pesar del trago amargo con Ezequiel, esa experiencia había dejado en mí un sabor muy dulce, me había gustado la idea de ser deseada, querida, contenida. Me sentía con más energía. Mi trabajo ya no me parecía rutinario.
El día después de la desilusión, llegué al departamento de Conce y abrí las ventanas. El sol de primavera cubrió el comedor y el canto de los pájaros rompió el silencio absoluto que tenía ese lugar siempre que César estaba presente. Qué hombre extraño. No lograba descifrar su personalidad. Aparecía, recorría con su mirada cada rincón, besaba a su madre en la frente, intercambiaba un par de palabras con ella y se iba.
—Pobre César—comentó Conce un día, luego de que él se retirara—. Tuvo un desengaño amoroso muy grande. Su mujer lo engañó con su hermano, se fugaron juntos y nunca más supimos de ellos.
—¿Tiene otro hijo?—atiné a decir, mientras dejaba de lavar los platos para sentarme junto a ella.
—Sí, Sebastián, diez años menor. César quedó destruido, se sintió culpable por esa infidelidad. Nunca más lo volví a ver con una mujer. Sí sale con amigos. Quizás cambió…—comentó en tono picarón—. Ese es un dolor muy grande que, como familia, nunca pudimos superar. Querida, no todo es lo que parece.
Quedé impactada por semejante confesión. Ahora entendía muchas cosas: su falta de sonrisa, su terquedad, su indiferencia. Al menos por unas horas había logrado olvidar mi angustia por Ezequiel. De a poco Conce fue contándome la historia de su vida. Sin embargo yo no estaba dispuesta a contarle la mía, solo lo justo y necesario.
Después de mi relato y de comer mi pizza favorita de rúcula y jamón crudo, acompañada por dos cervezas, la cena con el escritor en las cercanías del hotel que nos había asignado la empresa, había llegado a su fin.
—Lo que falta da para un postre u otra cena—interrumpió él.
—¿Aburrido?
—En absoluto, todo lo contrario, atrapado por la historia de tu vida—contestó mientras guardaba su grabador.
—Da para varios desayunos, almuerzos y cenas—contesté.
—Entonces qué te parece si la seguimos mañana, ahora te invito a tomar un helado.
El de flan que vendían en ese lugar era único, en mi vida había probado algo igual. Como tampoco imaginé, al salir de casa para tomar el avión, que iba a estar hospedándome en un hotel acompañada por un extraño, al cual le contaba todos los secretos de mi vida. Él ponía el grabador sobre la mesa y conversábamos en forma relajada mientras mis palabras quedaban marcadas en la cinta.
A la mañana siguiente me encontré con Leo para desayunar y, mientras probábamos las exquisitas tortas del lugar, me pidió que le contara cómo había superado el mal trance de Ezequiel. No fue fácil pasar ese momento, recordarlo me causaba angustia, respiré hondo, y se lo conté.
Por ese entonces mis vueltas a casa se habían convertido en algo triste, ya no iba a escuchar más su voz. La rutina se había apoderado de mi vida por enésima vez. Ese día, como de costumbre, me dirigí a mi cuarto, levanté el acolchado y me acosté. Iba a pasar otro fin de semana sola, ya que mis hijos se iban con su padre. Como todos los domingos, a la hora programada sonó la alarma del horno eléctrico indicándome que el pan estaba listo, era momento de levantarme. Tomé mi bata y me dirigí a la cocina para preparar el desayuno. Agarré el termo, el mate, las tostadas con mucha manteca, el edulcorante y, arrimando una silla para que me hiciera de mesa, me dejé caer sobre mi viejo sillón de cuerina blanca, justo al lado del teléfono. La tentación fue más fuerte. Marqué mi número de casilla y entré a la sala de chat, iniciando así un nuevo casting para elegir a mi futuro acompañante. A propósito, cuando me preguntaban por mi estado civil yo siempre decía: haciendo casting. Todos se reían sin imaginar que de verdad era así, estaba haciendo casting todo el tiempo.
Tengo cuarenta y cinco años, profesional, vivo en Lomas. Mmm..., puede ser, dije, y así comencé a intercambiar mensajes.
Era separado, tenía dos hijos, su mujer lo había abandonado por otro. A medida que pasaban los días, las conversaciones se hacían más que interesantes. Iba en el tren ansiosa por llegar cuanto antes a casa para hablar con él, al igual que con Ezequiel. Me contó que todos los domingos iba a la Laguna de Monte, cosa que a mí me seducía mucho, ya que disfrutaba del aire libre. Trataba de imaginarlo. Seguro que será gordo, debe estar comiendo todo el día, pero es dulce, me autoconvencía. Por lo visto tenía la glucosa muy baja en sangre ya que todos me parecían dulces, necesitaba comerme algo empalagoso todo el tiempo.
Después de casi un mes de charla me propuso conocernos e ir a Monte. Pasaría a buscarme por casa. Le dije que sí. Me entusiasmaba mucho la idea. Al fin alguien que me iba a hacer sentir una diosa.
Abrí mi placar y comencé a tirar ropa sobre la cama. Excepto el jean y la remera que me había comprado para ver a Ezequiel, solo tenía pantalones de vestir, camisas con jabot, suéteres de bremer y dos tailleur de gabardina. Nada acorde a la ocasión. Hurgando encontré una remera negra de algodón que usaba como camiseta, la cual combiné con los jeans nuevos. Chatitas, bolso de cuero al tono, apenas un poco de maquillaje y me sentí lista para conquistar al mundo, en realidad a una determinada persona de este mundo.
Era setiembre, y el color de las petunias y conejitos le daban un aspecto campestre a mi jardín, que contrastaba con la calle destruida sobre la cual vivía. La falta de lluvia hacía que mis zapatos se hundieran en el polvillo, transformando su color negro en un marrón tenue. Debía caminar ocho cuadras hasta el lugar donde nos íbamos a encontrar.
Mi imaginación no cesaba de elaborar imágenes sobre la posible cara de ese hombre. Qué locura la mía. ¿Qué pasa si no me gusta?, repetía una y otra vez. ¿Se lo digo o me banco el paseo a Monte con alguien que no me resulta agradable? De última hago de cuenta que voy con un amigo, esto lo tenía que haber pensado antes. Ya está. Enfrentemos la situación, el mundo será de los audaces, me autoconvencí.
A medida que me acercaba a su auto celeste, la respiración volvió al ritmo normal. El hombre que distinguía a la distancia no era nada desagradable. Tenía bigotes, pelo entrecano, estatura mediana y cuerpo algo grueso. Aceptable como para seguir participando. ¿Pasaría la prueba yo?
Nos saludamos con un beso en la mejilla y me abrió la puerta del auto invitándome a subir. Suspiré, era todo un caballero.
Durante el viaje hablamos como dos amigos, de la misma manera que lo hacíamos por teléfono. Me sentía feliz. Estaba segura de que me iba a enamorar de ese hombre.
Un espejo de agua nos indicaba que habíamos llegado a destino. Recorrimos la costa de la laguna hasta llegar al yatch club. Nos sentamos en una mesa con vista al agua y le propuse elegir la comida. De nuevo afloraba en mí esa costumbre de agradar a todo el mundo, esa necesidad de querer ser aceptada todo el tiempo. Nunca contradecía a nadie por miedo a perder su estima. Pidió asado y vino tinto para los dos. La brisa acariciaba mi cara mientras el sol iluminaba mi rostro. Me daba la sensación de que éramos pareja desde hacía mucho tiempo y que él cuidaba y contenía a su esposa con la mayor ternura.
Estaba exultante. Hablaba, hablaba, hablaba.
Mi ánimo era tan brillante como el día . Tenía ganas de tocarle la pierna por debajo de la mesa, de agarrarle la mano y besársela. ¿Me invitará a dormir la siesta? Seguro que después del postre llegará la propuesta indecente, fantaseaba.
—Tengo un amigo que vive acá con su novia. ¿Vamos a verlo?– preguntó con total normalidad.
Respiré hondo deseando que la tierra se abriera y me chupara hacia el centro. No tenía opción. ¿Cómo quién me iba a presentar ante su amigo? ¿Armaremos una historia en común para contar?, pensé.
Mientras mi sonrisa seguía colgada en mi cara, me tomó del hombro y nos dirigimos al auto No podía dejar de pensar lo que le diría a su amigo ante la pregunta de cómo nos conocimos. Me avergonzaba mucho decir que nos habíamos conocido en un chat. Yo nerviosa y el tranquilo como si nada. ¿Quería adrenalina para mi vida? Había llegado y en dosis industriales. Me sentía algo nerviosa, sin embargo no le comenté nada a él.
Su amigo había dejado atrás Lomas para trasladarse a Monte en busca de la paz que en las grandes ciudades escasea. Llegamos a una casa blanca, ubicada al costado de un camino de tierra. Un perro bicolor nos dio la bienvenida. A pesar de la insistencia, nadie contestó los llamados. Qué suerte, pensé, acá no hay nadie. Pero Gabriel no se dio por vencido y lo llamó por teléfono. A los quince minutos me presentó a su amigo y a la novia, por mi nombre. Charlamos hasta que ambos nos propusieron ir a cenar. Luego de una suculenta comida regada por un refrescante vino blanco, emprendimos la vuelta.
Éramos dos amigos de regreso a casa. Ningún roce, ninguna insinuación. Seguro que no le gusté, deduje.
Durante varios domingos repetimos la rutina de ir a Monte, cenar con su amigo y regresar sin la más mínima acción. Confieso que a esa altura me moría de ganas de, al menos, tomarle la mano. Pero él no me daba ninguna señal, y yo no quería cortar esa “amistad” porque me interesaba.
Solo nos veíamos los domingos ya que por su trabajo era imposible vernos en la semana. Las idas a Monte se sucedían todos los fines de semana y la falta de una señal que me permitiera avanzar también.
Mientras tanto, mi vida transcurría de manera rutinaria. Una mañana Conce me pidió que la acompañara a comprar vestidos nuevos y, de paso, me regalaría uno a mí. Ella era muy coqueta. Entramos a la tienda y pidió probarse el vestido Chanel de vidriera. Eligió dos, uno celeste con pequeñas flores grises y uno verde botella de seda fría.
—¿Piensa viajar?—pregunté sorprendida por la calidad de los vestidos.
—No, querida, pienso disfrutar el poco tiempo de vida que me queda. Me sacrifiqué mucho para no pasar privaciones de grande. Además debo decir que un poco la culpable de estas compras sos vos—afirmó guiñando el ojo.
—Un día—continuó hablando mientras entregaba su tarjeta de crédito a la empleada– vos dijiste que renovarse es vivir. Y aquí estoy, haciéndote caso, renovándome para vivir.
—Me alegra, Conce, merece ser feliz, usted es muy buena.
—Ay…, querida, nada de eso, soy justa. Tanta charla, tanta charla y me olvidaba de vos. Quiero que te compres un vestido para lucirte en una ocasión especial.
—Ja… ja…—acoté– para hacer el jardín.
—Cuando menos lo esperes va a aparecer esa ocasión especial, elegite uno—ordenó.
Primero imaginé dónde lo usaría. Seguro que en una cena con Gabriel.
—Voy a llevar el palazzo negro con la remera de modal cruda bordada con lentejuelas que vi no bien entré.
Y así, con ropa e ilusiones nuevas, regresamos las dos a la casa.
Llegó el fin de semana largo de octubre y Gabriel me propuso ir a Mar del Plata. Acepté. Fuimos con un matrimonio amigo de él. Ellos nos trataban como si fuéramos pareja pero no lo éramos.
Llegamos al hotel y reservaron dos habitaciones. ¡Qué momento!, ¿qué hago?, pensé.
Cenamos y luego nos fuimos a la habitación de nuestros acompañantes, tomamos champán, y, después a dormir cada uno a su cuarto.
Confundida, por primera vez en mi vida no sabía cómo actuar, qué hacer, qué decir. Ninguno de los dos había tocado el tema de dormir juntos. Desde la ventana se veía el mar, el espectáculo era tan imponente como la confusión que se había apoderado de mí. Agarré el camisón y me fui a cambiar al baño. No me animaba a salir, conté hasta diez, y sin emitir palabra alguna, me acosté muy al borde de la cama. Luego se acostó él, también muy al borde de la otra punta. No podía creer lo que me estaba pasando. Casi no respiraba, no quería moverme, pretendía que él tomara la iniciativa; sin embargo, para mi sorpresa, se dio vuelta y se durmió. ¿Y ahora qué?, me pregunté.
El viento marplatense movía la ventana generando un ruido molesto. Eso fue lo que me despertó. Miré la hora, eran las nueve de la mañana, y la situación seguía igual: uno bien alejado del otro pero, a esa altura, yo no podía contener mis ganas (acumuladas durante dos meses) de besarlo, abrazarlo, acariciarlo. Se levantó, agarró una pastilla del cajón de la mesa de luz cuyo color no pude ver, fue al baño y, cuando volvió a acostarse, lo mismo: distancia, silencio, frialdad. Me puse mal porque, más allá de todo, si un hombre no se excita con una mujer ligera de ropas a su lado es porque esa mujer no le provoca nada, y lo único que pretende es su amistad. Pero yo con mis amigos no me acostaba y además, solo buscaba pareja.
Me despojé de todo cuestionamiento y de a poco me fui acercando hasta él, tomando su mano. Fue como una chispa que encendió el fuego, de pronto nuestros cuerpos comenzaron a crujir como los leños de la chimenea que se consumen al ser alcanzado por las llamas.
Por suerte dejó de lado su timidez logrando satisfacer mis bajos instintos una y otra vez. Durante horas recuperamos el tiempo perdido, confesando ambos la falta de coraje para tomar la iniciativa mucho tiempo antes.
—Me sorprendiste—acotó Gabriel después de habernos animado—. Tenés pinta de mujer estructurada, formal, como de bibliotecaria, pero al final resultaste una leona en la cama.
Eso era lo que me gustaba: sorprender a los hombres, dar la imagen de Heidi para convertirme en una loba en celo durante la intimidad.
A partir de allí nuestras escapadas a Monte se transformaron en fines de semana. Nos quedábamos a dormir y después, el lunes a la mañana, me dejaba en el trabajo. A pesar de ser un hombre cincuentón, sexualmente era muy potente. Pasábamos horas en el hotel disfrutando del buen sexo, solo salíamos para almorzar y cenar. Después la sorprendida fui yo.
Por ese entonces todavía no existía el WhatsApp, nos comunicábamos con mensaje de texto. Un domingo como cualquier otro, después de haber estado mensajeándonos hasta altas horas de la noche del sábado, recibí un mensaje que decía: “me voy a dormir porque estoy muy cansado”. Interpreté que no íbamos a salir y me puse muy mal porque solo nos podíamos ver los domingos. Lo llamé, lo insulté y lo dejé. Con el tiempo descubrí que el mensaje había sido escrito el sábado a la noche y en ningún momento me decía que no nos íbamos a ver. El error ya había sido cometido, no tenía vuelta atrás. Hoy, a la distancia, me arrepiento mucho de ese malentendido.