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Capítulo II
ОглавлениеMientras esperaba la salida del avión, los recuerdos se sucedían de manera vertiginosa. Las preguntas salían a borbotones. De a poco iban asomando las respuestas. Trataba de recordar cómo había tomado la decisión de viajar y si era correcto lo que estaba por hacer.
No había tenido una infancia feliz, tampoco una adolescencia para recordar. Pero ahí estaba, sentada en los sillones del aeropuerto, convertida en mujer. Mi vida no había sido fácil. Estaba separada pero feliz, luego de haber cumplido con los mandatos de la sociedad y casarme con libreta, vestido blanco, fiesta y virgen, tal cual lo estipulaban los mandatos de la época, cosa inentendible para los jóvenes de ahora. Siempre me esforcé en agradar a los demás, traté de ser la chica perfecta primero y la mujer maravilla después. Mis recuerdos de la infancia no eran los mejores: frío, hambre, madre con tendencia suicida y abandono. Algunas terapias posteriores me hicieron ver que esa obsesión por agradar a los demás había nacido en mi niñez, al sentirme desvalorizada por mi entorno familiar. Esas son heridas imperceptibles para nuestro consciente, pero que dejan huellas profundas en nuestro ser y muchas veces se transforman en el motor de nuestras angustias y padecimientos. Eso lo aprendí después de escuchar a muchos profesionales que hablaban del tema en los programas de la tarde.
Crecí con la esperanza de revertir esa situación al casarme, pero, cuando el día llegó, los resultados no fueron los esperados. Me había casado con la ilusión de todas las mujeres de esa época: formar una familia. Era hija de padres separados, por lo que siempre me había propuesto no hacerles vivir la misma situación a mis hijos. Sin embargo, uno propone y la vida dispone. No me agradaba la decisión de separarme, pero era inevitable. El amor había desaparecido y la convivencia era insostenible. Nunca voy a olvidar el día que hice el clic en mi vida. Mirándome en el espejo del baño me pregunté: ¿Por qué sigo al lado de este hombre? Sabía que iba a lastimar a otras personas, pero me sentía con el derecho a ser feliz. Uno no se equivoca a propósito. Cuando me casé, pensé que lo hacía para toda la vida, pero fue la vida la que me demostró que me había equivocado.
No fue fácil tomar la decisión, la maduré durante años, si, suena raro, durante años pensé en la posibilidad de separarme, y sin pensar demasiado en las consecuencias, llegado el momento me fui de mi casa, y comencé a vivir una vida difícil pero feliz a la vez. De entrada todo es muy duro. El mundo se viene encima, la noche se apodera de nuestras vidas, parece que todo es imposible; pero al mismo tiempo la esperanza de lograr una mejor vida es más fuerte. Solo una sabe la tortura que tuvo que vivir antes de tomar la decisión, pero, llegado el caso, lo importante era lo que estaba por venir. Y como a mí me faltaba mucho por hacer y vivir, comencé a transitar la vida sola, aunque en realidad no era sola, sino sin la compañía de un hombre. Estaba muy segura de lo que hacía, no sentía miedo por nada ni por nadie.
Si bien tenía todo resuelto, una visita a la sicóloga no estaba de más.
—Contame, ¿por qué estás acá?—disparó la profesional.
Mi respuesta no tardó en llegar:
—Me separé y tengo algunas dudas—dije y, mientras ella me acercaba una caja de pañuelos descartables, comencé a hablarle de mi vida. Estaba sorprendida porque nunca había llorado durante el proceso de separación, y ahora no alcanzaban los trozos de papel absorbente que estaban sobre el escritorio—. El tema de la ruptura lo tengo resuelto—le dije—, estoy muy segura de la decisión que tomé. Mi duda es cómo tratar el problema con mis hijos.
—Tenés que decirles la verdad. Que mamá y papá dejan de ser pareja y que no van a vivir más juntos, pero serán sus padres para toda la vida. ¿A dónde pensás irte a vivir?—preguntó.
—Por ahora con mi mamá.
—¿No tenés otra opción?¿Una amiga u otro familiar?—me preguntó, descolocándome, ya que para mí esas cosas eran tema cerrado.
—No pienso vivir mucho tiempo en lo de mi mamá—contesté, tratando de demostrar que ese no era mi problema—. No bien logre acomodarme, voy a alquilar una casa. Aunque haciendo memoria, tengo una casa que un abuelo amigo de la familia puso a mi nombre para que la herede luego de su muerte, pero por ahora él está viviendo ahí.
—¿Cómo?—interrumpió—. ¿Querés decir que tenés una casa?, ¿entonces por qué no le pedís al abuelo que te deje vivir con él hasta que puedas alquilar una para irte a vivir sola?
La visita a la sicóloga me había confundido. Pensé mucho su propuesta. Estaba bueno tener cierta independencia, ya que el vivir con la familia significaba tener que adaptarse a sus reglas de convivencia.
Tenía muy vagos recuerdos de Glew, donde se encontraba la casa que le había mencionado a la sicóloga. Fueron muy pocas las veces que habíamos visitado ese lugar. El pueblo está ubicado en el sur del Gran Buenos Aires, a casi treinta kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pertenece al partido de Almirante Brown y se lo conoce por los frescos que Raúl Soldi pintó en las paredes de la Capilla Santa Ana, durante veintitrés veranos. Nunca estuvo en mi mente dejar la moderna Capital Federal para mudarme al conurbano bonaerense. Sin embargo, la idea me gustó, y sin pensarlo demasiado, me puse a googlear cómo viajar. No tenía dudas de que iba a ser una gran aventura. Y lo fue.
Opté por viajar en tren. Mi primer destino era Plaza Constitución. Cuando puse el pie en ese lugar, alguien corriendo me llevó por delante, y no era el único que corría, un hormiguero de gente cubría el lugar. Los vendedores ambulantes sentados por los rincones ofrecían los artículos más disímiles y las voces que indicaban el andén de partida completaban la escena. Semejante panorama me inquietó, pero luego de recordar el motivo por el que estaba ahí, volví a mi eje.
Después de cuarenta y cinco minutos de viaje, bajé en la estación de Glew. Eran las ocho de la mañana y frente a mis ojos pasaban hombres y mujeres corriendo para dirigirse a la larga cola de la boletería. El diariero del lugar, muy gentil, me indicó el colectivo que debía tomar. Al llegar, el panorama no era muy alentador. Las calles de tierra mostraban sin vergüenza las grandes huellas de barro que dejaban los vehículos al transitar los días de lluvia. Al caminar, las zapatillas se cubrían de polvo mientras iba sorteando los pozos que se sucedían uno tras otro. Viejos pedazos de escombros hacían las veces de veredas.
Las casas bajas, algunas de madera, otras de material sin revocar, se mezclaban con edificaciones de dos pisos. Después de recorrer varias cuadras, me paré frente a una casa con ladrillos a la vista, lajas, vereda, rejas, pero lo que vi tras la ventana era tenebroso. Mirando las telas de araña que cubrían el lugar, juré no dejarme vencer. Había nacido para ser feliz. No tenía tiempo para lamentos. Sabía que no iba a ser fácil, pero me gustaban los desafíos.
Muchas lágrimas corrieron sobre el rostro mientras trataba de hacer habitable mi nuevo hogar. El negro era el color predominante, pero no de pintura, sino de suciedad. Las arañas jugueteaban alegremente de pared a pared, mientras las ratas hacían acrobacia. Motorizada por mi orgullo, y a base de detergente y lavandina, pude descubrir el verdadero color de los azulejos y preparar las paredes para su nuevo look. Pincel en mano inicié la transformación. Un rosa cálido cubrió el comedor, mientras las piezas se iluminaban de celeste. Gracias a un poderoso veneno, las ratas se mudaron y las arañas ya no tenían dónde sostenerse. Tiré los sillones comidos por los roedores al igual que el colchón del abuelo y los reemplacé por un futón.
Recuerdo el primer día que cociné en mi nueva casa. Me sentía muy extraña. Ya no estaban mis ollas, mis platos ni mis utensilios de cocina colgados de la pared. Todavía siento cómo el pan rallado se esfumaba entre mis dedos, mientras en forma mecánica empanaba la carne y al mismo tiempo me preguntaba si había tomado la decisión correcta. Apartando las lágrimas de mis mejillas tomé la sartén, eché aceite hasta casi el borde y comencé a cocinar mi primer menú de separada. Mis hijos me miraban asombrados y extrañados pero no se animaban a hacer comentario alguno. En silencio cumplimos con el rito de la cena y nos fuimos a dormir. Las ventanas sin rejas fueron las responsables de mi insomnio. Tenía miedo. No conocía el barrio. Debía familiarizarme con mi nuevo hábitat. Lo rescatable era el intenso aroma a jazmines que se filtraba por las hendijas de los postigos. Al menos me traía a la mente recuerdos felices, como las Navidades de niña en la casa de mi tía, con una mesa interminable y la infaltable llegada de papá Noel con regalos para todos.
Para el barrio era una extraña. A la señora de enfrente ya no le quedaba escoba de tanto barrer la vereda cada vez que me veía llegar. Nunca supe cómo hacía para salir en el momento indicado. Era una colaboradora acérrima de los barrenderos, ya que no dudaba en limpiar la calle con tal de acercarse a mí y poder escuchar mis conversaciones. Claro está que no lograba pasar desapercibida, sobre todo, cuando en medio de la oscuridad intentaba levantar las hojas secas. Cada vez que arribaba a mi casa, se escuchaban puertas que se abrían en cámara lenta, ventanas que se levantaban con suavidad y rayos de luz que se escapaban entre las cortinas que corrían con disimulo. Sin quererlo, me había convertido en un secreto difícil de descifrar. Nadie conocía mi vida. Sabía lo que decían a mis espaldas, pero no me molestaba en aclarar nada. Me divertía la situación.
Entre tantos recuerdos que se cruzaban por mi cabeza, mientras me asomaba por el ventanal para ver si el avión ya había llegado a la pista, estaba aquella calurosa tarde de enero, cuando enfundada en mi traje de señora, regresaba en el Ferrocarril Roca de mi primera salida con un hombre después de separada, ya que el caballero en cuestión no manejaba efectivo y no tenía plata para pagarme el remís. Viajar en ese tren no era nada rutinario ya que nunca pasaba en el mismo horario y, además, cortaban el servicio en forma sorpresiva, haciéndome vivir grandes aventuras para llegar a destino. Lo que sí estaba bueno era filosofar en el vagón, siempre y cuando a nadie se le ocurriera apoyarte o ponerte la mochila en la espalda. Recuerdo que fue en un viaje de Plaza Constitución a Glew cuando sentí la necesidad de profundizar el cambio de vida que ya había comenzado, en una casa desconocida y con un futuro incierto.