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LA LEYENDA VINO A MÍ
“La alegría de ver y entender es
el más perfecto don de la naturaleza”
Albert Einstein
Durante el primer mes, aprovechando que mi familia se encontraba en Buenos Aires, me instalé junto a Jorge en su casa de Punta Norte y aprendí mis flamantes obligaciones. En treinta días de excelente convivencia caminamos infinidad de kilómetros: mientras manifestaba su admiración por lo que veía, Jorge me transmitía conocimientos y experiencias que me resultaron de enorme utilidad.
La mezcla de sorpresa, admiración y respeto de sus relatos me permitió entender de una manera diferente a esos indolentes elefantes marinos que dormitaban a poca distancia de mi casa, ubicada a unos veinte metros de la playa. Jorge comprendía a los animales que debía cuidar; para él, su trabajo era mucho más que un conjunto de deberes: era una forma de vida por la que optó el día que llegó de visita y decidió no regresar a Buenos Aires.
Jorge supo sobrellevar la distancia que lo separaba de los suyos y la falta de generosidad de la suerte: amaba lo que hacía. Por eso su despedida de Punta Norte fue un momento inolvidable. Mientras recorría el paisaje con la vista, su sonrisa revelaba que en su mente se agitaban vivencias que en ese momento se convertían en recuerdos. Pensé que algún día me tocaría a mí repetir esa ceremonia.
Quise renovar la casa y comencé por pintarla. La ayuda de Quique Dames –hijo de un amigo buceador– y de Evelyn y Bruno Schlüchter –un matrimonio suizo que recorría el mundo en su casa rodante– me permitió ordenar la casa a mi gusto sin desatender la reserva. También Carlos Medina –el nuevo guardafauna titular– y su familia facilitaron mi primera etapa de adaptación en Punta Norte.
En el aislamiento de una reserva, las reglas básicas de convivencia pueden ser insuficientes. Se comparten las veinticuatro horas con personas que no siempre tienen los mismos gustos, hábitos o expectativas; no hay un lugar donde distraerse de las tensiones diarias; un único vehículo compartido limita los desplazamientos a sólo lo necesario. Los Medina fueron una buena compañía en esas condiciones.
Como en un campo, en una reserva las tareas comienzan al amanecer y terminan cuando anochece. Hay que controlar y reparar los alambrados perimetrales que marcan los límites de las reservas; hay que preservar la limpieza general del área (tarea nada sencilla en un lugar visitado por turistas); hay que mantener los motores y vehículos en buen funcionamiento; hay que atender a cada persona que ingresa a la reserva y asesorarla sobre la vida de la fauna protegida. Y, sobre todo, hay que recorrer las áreas bajo control para censar los animales apostados dentro del perímetro, tomar los datos meteorológicos y estar atento a cualquier cambio en la fauna o en el clima. Parte importante del trabajo consiste en observar el comportamiento de los animales durante diferentes condiciones de clima y marea: eso permite comparar sus cambios de conducta, ampliar los conocimientos sobre la vida de la especie bajo control y dar una información actualizada al turista que visita la reserva con el deseo de conocer y no sólo de tomar una foto.
De espaldas al mar, me encontraba en esa tarea: instruía a un visitante muy curioso sobre la vida de los elefantes. En un momento perdí la atención del hombre: “¿Qué es eso?”, me preguntó, mientras miraba hacia el mar con expresión de sorpresa. Cuando giré, no vi más que la superficie azul, serena y brillante como un espejo. Pero de pronto siete animales negros con aletas dorsales quebraron el agua. Duró un segundo: tan sorpresivamente como aparecieron, desaparecieron bajo el mar que volvió a su aspecto calmo. Tan sorprendido como el turista, yo también pregunté: “¿Qué es eso?” Carlos Medina se acercó y nos explicó: “Son orcas. De ahora en más van pasar seguido, porque los lobitos comenzaron a nadar”.
En los tres meses que llevaba en la reserva, sólo había visto fotos o dibujos de orcas. Verlas aparecer desde su cielo húmedo hacia mi cielo seco fue un momento que concentró la magia de todos los tiempos y me atrapó en un hechizo sin límites, que me siguió hasta en sueños. Y también ocupó una buena cantidad de mis horas de vigilia: a partir de ese momento las observé casi a diario. Me fascinó su manera de pasar de un suave desplazamiento a una actividad violenta para capturar lobos o elefantes marinos, sin que pudiera percibirse señal alguna.
Por lo general, los turistas rechazaban a las orcas. Pero su sentimiento era ambivalente: al mismo tiempo que nos preguntaban si no íbamos a evitar que atacasen a los lobos, filmaban o fotografiaban el hecho. Carlos y yo intentábamos explicar lo que sucedía pero, por ignorar particularidades del comportamiento de las orcas, nos limitábamos a señalar que el ataque de una especie a otra es parte de un equilibrio necesario y respuesta a un estímulo básico, el hambre.
Algunos no entendían el mensaje y opinaban que nuestra misión como guardafaunas debía ser la protección de los lobos y los elefantes marinos, aunque para llevarla a cabo debiéramos disparar contra las orcas. Nos resultaba muy difícil explicar un concepto ecológico a un niño cuyos padres creían en la mala fama de las orcas, aumentada además por los relatos de algunos guías durante el largo viaje desde Puerto Madryn o Trelew.
En ese entonces, la actividad de algunos guías dejaba mucho que desear. A veces era mejor que hicieran el trayecto callados y que el turista llegara sin información alguna antes que les contaran una combinación de errores y fantasías que confundían a los visitantes. Por fortuna la actitud de estos guías cambió cuando advirtieron que en Punta Norte procurábamos hablar con el mayor número de visitantes posible y que nuestros relatos no se ajustaban a los suyos. Cuando comenzamos a exigir que los guías permanecieran junto a sus grupos y diesen las explicaciones pertinentes, mejoró su actitud hacia los turistas. Los buenos guías, por añadidura, dejaron de sufrir perjuicios por las acciones de sus colegas menos responsables.