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DONDE NACEN LOS GIGANTES

“Pocos son entre los hombre que llegan a la otra orilla;

la mayor parte corre de arriba a abajo en estas playas” Buda

La costa de Puerto Madryn tenía un encanto especial: la alternancia de playas de arena con una suave inclinación hacia el mar y playas de pedregullo (rodado patagónico) con una fuerte inclinación y profundidad. Pocas casas, ondulantes médanos, el permanente susurro del viento, el ruido del flujo y reflujo del mar contra las hilachas de tierra y una soledad interrumpida apenas por gaviotas y gaviotines completaban el atractivo del paisaje.

Una mañana, al salir de la carpa que ubicamos frente al mar (en un terreno donde Bruno Nicoletti construiría luego su casa) vimos con asombro dos grandes rocas que sobresalían del agua a pocos metros de la costa. Ni Pepe ni yo recordábamos haberlas visto antes, pero mayor fue nuestra sorpresa cuando Luisa, la mamá de Máximo Nicoletti, nos informó que no eran rocas sino dos ballenas francas del sur. Entre risas, Luisa nos informó que todos los años llegan al golfo para reproducirse y ésas que veíamos seguramente estaban descansando.

La explicación no hizo menos increíble el espectáculo que sucedía a pocos metros de nuestra carpa. Esa primera observación de una ballena viva me dejó absolutamente fascinado. Aún hoy, luego de cientos de avistajes de distintas especies de cetáceos, nada ha superado a aquel primer encuentro.

Guiados por los Nicoletti, visitamos algunos de los importantes apostaderos de lobos marinos del sur (Otaria flavensces) y elefantes marinos del sur (Mirounga leonina) ubicados en la Península Valdés. También conocimos a los guardafaunas encargados de protegerlos, y la vida de esos hombres solitarios me atrapó.

Meses antes, atraído por la noticia de la creación de dichas reservas, había enviado una carta a la Dirección de Turismo de la Provincia de Chubut para preguntarles cuáles eran los requisitos para ser guardafauna y para manifestarles mi interés en serlo algún día. Semanas después recibí una respuesta: los cargos estaban cubiertos, pero me tendrían en cuenta para el futuro. Ahora que los Nicoletti me habían mostrado a los guardafaunas en acción, estaba más seguro que antes de mis ganas de dedicarme a eso.

Fue difícil desarmar la carpa luego de quince maravillosos días frente al mar, pero me ayudó la certeza de que volvería tan pronto como pudiera. Lo que no sabía era que volvería con un equipo tan hermoso como el que me armaron los Nicoletti. Mientras Luisa y Pino nos trasladaban hacia la terminal de ómnibus, se detuvieron en su fábrica. Allí, prolijamente ubicado sobre un mostrador, esplendía un vestuario de buzo completo: traje de neoprene, casco, botas, guantes, cinturón con lastre, luneta, aletas, snorkel, cuchillo, brújula y bolso porta equipo. Luisa y Pino dijeron que me apurara a guardarlo en el bolso, o iba a perder el ómnibus. Confundido, los escuché contar que habían trabajado fuera de horario para terminar mi traje antes de mi partida y darme la sorpresa.

No me alcanzaron las veinticinco horas del viaje a Buenos Aires para creer lo que esta gente había hecho, con tanto cariño, por mí. Viajé con el bolso sobre mis rodillas, mirando y tocando cada parte del equipo, mientras en mi interior bullían los recuerdos y comenzaban a gestarse algunos cambios que poco a poco me llevaron a vivir en contacto con la magia de la Patagonia, sus horizontes sin límites, su imponente naturaleza, sus ballenas y su gente.

En Buenos Aires no podía dejar de pensar en ese lugar al que llamé Donde nacen los gigantes, que reúne las condiciones ideales para ser una nursery de ballenas, donde me sumergí por primera vez y encontré las obras de arte más delicadas y sorprendentes salidas de la mano de esa creadora llamada naturaleza. ¿Y cómo dejar en el pasado a las personas que me brindaron su amistad, su casa y su experiencia? ¿Cómo olvidar a los que dedicaron su valioso tiempo a enseñarme los secretos del buceo y abrieron para mí la fina película de agua que me separaba del fondo del mar y sus criaturas?

Volví a la rutina diaria: diseños de dibujos para imprentas, algunos trabajos publicitarios, mi empleo en el Jockey Club. Me casé y nació mi primera hija. Y, mientras sucedía todo eso, practicaba buceo en el Río de la Plata, en lagunas y en la pileta del Centro de Educación Física Nº 1 (junto a la gente de ASES, Agrupación Sudatlántica de Expediciones Submarinas Jules Rossi) y, esporádicamente, en Puerto Madryn.

La oportunidad de volver al sur por un período importante llegó en el verano de 1970: Pino Nicoletti me propuso que viajara a Madryn para colaborar en una ilusión que se transformó en la primera empresa argentina para el traslado de turistas al fondo del mar. Hoy esa actividad se denomina bautismo submarino y tiene un gran desarrollo.

En cuanto el Jockey Club aceptó mi pedido de licencia sin goce de sueldo, cambié el vidrio protector por el cual veía y atendía a los socios por el visor de mi máscara de buceo.

Al lado de la sección ventas de la fábrica Cressi-Sub, en Puerto Madryn, se habilitó un sector, no muy confortable, donde recibíamos a los futuros aspirantes al bautismo submarino. Armábamos grupos de cuatro o cinco turistas con ninguna o poca experiencia en buceo o en natación y los poníamos a cargo de un instructor, generalmente buzo profesional, que les daba lecciones teóricas y los guiaba en una inmersión conjunta en el muelle Luis Piedra Buena (conocido como el Muelle Viejo) hasta una profundidad de entre tres y ocho metros, según las condiciones de las mareas. Esta actividad requería una buena preparación física y mental, además del espíritu de aventura, que en mi caso reemplazaba la falta de experiencia como instructor de buceo.

Al comienzo acompañaba a Enrique Dames –un buzo experimentado, de gran habilidad didáctica, tal vez debida a su trabajo de maestro primario– en calidad de observador. Pero al tercer día de acompañarlo, sorpresivamente, me presentó como uno de los guías instructores y dividió en dos al grupo que tenía a su cargo. Sin opción, hice mi primera experiencia como guía instructor de buceo. No sólo fue exitosa, sino providencial: si Enrique no hubiera tomado esa decisión, yo habría dejado pasar buena parte de la temporada de verano antes de solicitar un grupo para guiar.

La experiencia no sólo fue positiva para la empresa (los bautismos submarinos se convirtieron en un boom turístico): para mí significó una posibilidad de trabajo futuro y me permitió conocer a buceadores por quienes guardo un gran respeto y admiración, como Mariano Malevo Medina, Peke Sosa, Carlos Loco Beloso, Jorge Pérez Serra, Nelson Dames, Cacho Comes, Néstor More, Pancho Sanabra y tantos otros que me acercaron a las orcas y los tiburones, temas habituales cuando charlan los buzos.

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