Читать книгу El beso de la finitud - Oscar Sanchez - Страница 11
ОглавлениеCoronavirus global y darwinismo amañado
Las grandes cosas son cumplidas por hombres que no sienten la impotencia del hombre. Esta insensibilidad es preciosa.
Paul Valéry
La ciencia jamás se ha construido con “evidencias empíricas”. Lo empíricamente evidente es, por ejemplo, que las piedras caen, pero el humo sube, de manera que a partir de eso es imposible deducir la Ley de Gravedad de Newton. La ciencia consiste en imaginarse una situación hipotética, y después tratar de verificarla mediante un operativo matemático. Así fue, sin ir más lejos, como Einstein llegó primero hasta la formulación especial y luego hasta la ampliación general de la Relatividad, a través de dos actos de su imaginación que nos ha descrito honestamente. Por lo visto, ni siquiera era un gran matemático, Einstein. Si los que le precedieron, como Maxwell y Lorentz, no vieron lo que él vio, pese a ser mejores científicos que él y no trabajar de chupatintas en Berna es por eso: porque no lo “vieron”, sin más. Y para verlo había que imaginarlo. Si quieres ser científico y para ello crees que tu deber principal es acumular evidencias empíricas, llegarás a ser un gran coleccionista, como Don Giovanni, o un gran taxonomista, como Linneo, pero nunca pasarás de la epagogé, es decir, de la “inducción” aristotélica. Con la epagogé en la mano se es un estudioso honrado, que no fuerza a la naturaleza a confesar leyes generales que no la corresponden, pero nunca llegarás a nada, nadie conocerá tu nombre y no recibirás ningún gran premio.
Charles Darwin se vio en esa misma tesitura. La teoría de la evolución ya había sido concebida por otros antes que él, incluido su propio abuelo. Y Charles tenía en su poder una colección de observaciones de las Islas Galápagos realmente excepcional, con las que algo tenía que hacer. En un principio, escribió El origen de las especies aplicando sobre tal asombroso material un vago evolucionismo que, de todas formas, ya estaba en el aire de su tiempo. Pero entonces comenzó a cartearse con un economista liberal, británico como él, Herbert Spencer, al que todo ese pack teórico-empírico, como decimos ahora, le venía que ni pintado. Enseguida se dio cuenta de que si ponía a Darwin de su lado, con ello ponía de parte del liberalismo nada menos que a la Naturaleza entera. La “naturaleza”, como concepto –como realidad nunca sabremos lo que es, entre otras cosas porque nos subsume–, siempre ha sido una chica fácil, que se ha terminado yendo con unos y con otros, con los de un bando y con los del contrario. Si tienes la garantía de “La Naturaleza” ya has vencido, puesto que nada hay fuera de ella, y por tanto nadie te puede refutar...
Según parece, conforme Darwin intercambiaba impresiones con Spencer, su posición se fue endureciendo. Y no solamente había evolución en sentido lato, sino evolución hacia los más aptos, “selección de los más fuertes”, exactamente igual que el plano político-social de la economía victoriana, que abarcaba tres cuartas partes del globo, y así lo fue introduciendo Charles en sucesivas ediciones de su obra. Qué demonios signifique “los más fuertes” nadie lo sabrá jamás, tampoco (otro ejemplo bien gráfico: cae un meteorito y extermina a todos los Tyrannosaurus Rex del planeta, que ahora dicen que hasta tenían alas, liquidando también al genial Marc Bolan, pero respeta a su presas, esos mamíferos ratoniles diminutos que estaban escondidos en su madrigueras para que no les cazase el Rex; pues ahora, conforme al darwinismo genuino de Darwin, esos bichos temblorosos y sin alas pasan a ser los más adaptados, y, conforme al oportunista Spencer, por tanto “los más fuertes”...), pero eso no importa, si non e vero e ben trovato, es decir, suena ideológicamente justo como Spencer desea que suene y como sigue sonando hasta hoy entre los más ruines y malnacidos de la Tierra. Y suena a algo como esto: los pobres, y los débiles, al paro o al hoyo, es Ley de Vida, que ya lo dijo el mayor naturalista de todos los tiempos16. Hoy está ocurriendo algo parecido, tengo la sensación. Esta mañana me doy un pequeñísimo paseo por Madrid, barrio de Arganzuela, con objeto de recoger unas gafas –que me otorgan ventaja adaptativa, pero no sexual, paradoja que ya atribuló al propio Darwin–, ciudad y distrito que presuntamente están en fase 0,5, y compruebo una vez más sin sorpresa que todos los mamíferos ratoniles hemos salido tranquilamente de nuestras madrigueras como si todo hubiera vuelto al fin a la normalidad. No a la “Nueva Normalidad”, que suena a eslogan hipster para vender ropa casual, sino a la normalidad/normal, la de toda la vida, pero en modalidad inclusiva, con el único peaje inédito de la mascarilla de la que pronto protestarán los fabricantes de carmín o los del muy digno Club de los Mostachudos. Hemos sobrevivido, una vez más, los más fuertes. Los que tenían trabajo precario, fuera, los ancianos con pocas perras, fuera, los negocios pequeños, fuera, los autónomos, fuera, los sin-techo, esos ya estaban fuera, los maestros, veremos cómo los recortamos, y los sanitarios vocacionales, esos que se han sacrificado por la “felicidad del mayor número” –los evolucionistas cognitivistas/neurocientíficos actuales también son utilitaristas, aunque no lo sepan–, convertidos en mártires de la pública o en contraejemplos de la privada. El darwinismo social de Galton, o de Spencer, exigía una lucha por la supervivencia en igualdad de condiciones, lo que en términos de mercado se conoce como “competencia perfecta”. El problema es que jamás ha existido la competencia perfecta, ni en la naturaleza ni en el ecosistema humano, y menos ahora, que el segundo engloba ya enteramente al primero – y es a eso a lo que denominamos “Antropoceno”. Si el hombre come vacas, pues cría vacas, y le son indiferentes los delfines, que allá se las compongan con el plástico de los océanos. Y si China mata a trabajar a sus súbditos aún más que EEUU, que ya es decir, pues gana irremediablemente la partida global, y ni una cosa, ni la otra, ni la sustracción de las vacas de la Sexta Extinción Masiva, ni el hecho de que el capitalismo de Estado sea más eficaz que el libertarismo, han sido naturales, ni más “fuertes” ni más “aptas”, digan lo que digan Spencer, Tort, Wilson y toda la actual Alt-Right supremacista blanca.
Y es que, pensándolo, hasta la expresión “selección natural”, rubricada finalmente por el propio Darwin, a quién tantos adoran (yo también, pero cuando estudiaba orquídeas; ahora prefiero adorar a Stephen Jay Gould) induce a equívoco. Remite a la selección artificial, en la que él estaba pensando realmente, donde, en efecto, la selección se produce conforme a la finalidad del criador, como en el caso de las vacas. Sin embargo, por lo que el darwinismo fue tan revolucionario no fue por eso. Fue porque eliminaba toda idea de finalidad en la naturaleza, que ya Kant había convertido en un postulado estético en la Crítica del Juicio. Lo que implica el viejo darwinismo, antes de la intervención de Spencer... ¿cómo me lo explicaría a mí mismo y al lector? Echemos mano de un experimento mental, como hacía Einstein, mutatis mutandi. Supongamos que tengo una ametralladora, y veinte enemigos delante, como en la Gran Guerra. Pero soy un novato, y estoy muerto de miedo. Aprieto el gatillo y disparo sin mirar. Tengo tanta suerte –es un decir…– que diecinueve mueren y sólo uno sobrevive. Sería una falacia de manual decir que ha sobrevivido “el más apto”. El que ha sobrevivido no puede ni creérselo, todavía se está pellizcando, ha sido pura chiripa. Pues lo mismo ocurre con la naturaleza tal como la concibe el primer Darwin, y por eso resulta una visión tan terrible y los cristianos se le echaron de esa manera encima. La naturaleza acribilla a los organismos con dificultades ambientales, depredadores, catástrofes inesperadas y amenazas de todo tipo. La especie, o el individuo que sobrevive no es el o la mejor preparada, menudo disparate, ¿preparado para qué exactamente? ¿y preparado mediante qué providencia natural?, sino el que por pura casualidad tenía la alteración que encajó. Es como si yo estoy tan loco que salgo todos los días con paraguas en Sevilla, hasta que cae una lluvia ácida de esas de las que nos hablaban antes, y entonces el único loco de la ciudad salva el pellejo. Así, según el verdadero Darwin, un Darwin pre-político, sólo el taradete del paraguas transmitirá sus genes taradetes, en perjuicio del futuro. Todo lo que no sea este esquema explicativo, y entienda que la evolución es un progreso, es en realidad lamarckiano. Sin embargo, por aquí y por allí todos los poco instruidos que escriben o dan charlas sobre neurociencias y esas cosas mantienen ese mismo concepto positivo de “evolución”. Un concepto muy empresarial, claro, muy de ideología del “prepárate para las transformaciones inminentes que te van a cambiar la vida te guste o no, pero es que además te van a gustar, te tienen que gustar, si no quieres ser un fósil…” De hecho, escuché en la radio que los milmillonarios, los muy zorros, ya se están agenciando las zonas ecológicamente protegidas del planeta, para cuando aumente la temperatura a 2 grados o más. El dinero, ese sí, hace la función, el órgano y lo que sea menester...
Pero el darwinismo no era eso. Para el darwinismo original no hay algo así como “evolución”, no como agente ni tampoco como resultado. Lo que hay es matanza sistemática, y suertudos que se libran. Malthusianismo exagerado, masacrófilo, otro economista liberal inglés. En el mundo real de los humanos los suertudos se buscan su chance intencionadamente, como esos privilegiados que se compran grandes terrenos agraciados por un clima adecuado por lo que pueda pasar. Por eso yo personalmente prefiero el neolamarckismo, puesto que al volver a creer en las finalidades inmanentes a los procesos naturales espera más, mucho más de una naturaleza que ya hemos reequilibrado en nuestra contra. Si fuésemos darwinistas puros no tendríamos muchos motivos para defender a esa madrastra parricida, y con eso me refiero tanto a la naturaleza como a la prótesis tecnológica con la que ya, de hecho, la tenemos envuelta y proveyéndonos de todos nuestros caprichos. Desde el viejo punto de vista del darwinismo social, una ideología que ha atravesado exitosamente todo el s. XX hasta hoy (inventando el IQ para discriminar a los negros norteamericanos, luego el coaching y otras lindezas parecidas que ya están de nuevo al cabo de la calle), es cierto que vamos a salir mejores de esta crisis sanitaria. Pero “mejores” en el sentido trampeado, amañado, no natural sino artificial, del darwinismo social, ese que indica que los que han sobrevivido lo han hecho con una ayudita venida de fuera, y no por sus propios medios. Si llega a ser por nuestros propios medios, el hoy llamado “sinfinamiento” hubiera durado dos días, y al tercero todos de vuelta al yugo pero tosiendo y con una extraña fiebre. Y si llega a ser por nuestros propios medios, Florentino Pérez estaba tan tieso como cualquier víctima de una residencia administrada con fondos buitre, esas lobas con piel de corderas. Aquellos, pues, países o individuos que vayamos superando las siguientes oleadas y rebrotes del Destino (Azar y Destino coinciden en estar más allá del control humano), seremos más aptos, más fuertes, sin duda, pero en una acepción muy concreta que ni es darwinista de Charles ni es nada agradable o mínimamente moral.
Así que, en mi modesta opinión, tres cosas a considerar: una, cuando oigáis hablar de darwinismo, o del Gen Egoísta, agarraos la cartera y apuntaos corriendo a la Marea Blanca y a la Verde; dos, de esta saldremos con mucha imaginación, y no sólo con evidencias empíricas, que hasta el populismo de derechas ha entendido que son fácilmente “fakeables” (eso de Stalin: “jamás confiaría en una estadística que no hubiera manipulado yo mismo”): y tres, y la más importante, cuando oigáis hablar de la “Naturaleza”, esa bella y hospitalaria dama que nos ha dado vida y que acogerá nuestras cenizas en su maternal seno pero que también genera virus malos –o si no malos, surgidos del Antropoceno pero contra el Antropoceno–, recordad que muy a menudo no es tan reticente como parece a aceptar sobornos...
16 Darwin no sabía que áspera sátira de la humanidad y especialmente de sus conciudadanos escribía al demostrar que la competencia libre, la lucha por la vida, celebrada por los economistas como la conquista más alta de la historia, es el estado moral del reino animal (Friedrich Engels, en La comedie inhumaine de André Wurmser).