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¿Qué es “Post-modernidad”?

En los últimos años ya no se habla de Post-modernidad más que para usar el término como saco de pegar. La Post-modernidad, para una gran mayoría que tampoco sabe bien lo que sea “Modernidad”, parece que significa dar de lado a la realidad y a la ciencia para cultivar quimeras decadentes, como en una suerte de decline and fall de la hegemonía cultural occidental. Visto así, tendríamos a nuestros enemigos en casa, los posmodernos serían aquellos que ponen explosivos en los cimientos de nuestra propia civilización, como unos payasos dementes, como los Joker de la filosofía y de la estética. Resulta, pues, muy fácil señalarlos con el dedo y refutarlos, lo cual se ha hecho desde todos los frentes, ya que permite al detractor un lucimiento fácil a cambio de una solución simplista. ¿Quién diablos, por ejemplo, podría estar a favor de la ablación de clítoris en África, o en contra de las vacunas en el mundo entero? Pues bien, todos aquellos que desean hacer sus primeras armas en el pensamiento acusan a los posmodernos de esas salvajadas y creen que así han logrado el puesto de alférez de la filosofía actual. De esta guisa, lo que termina ocurriendo es que alguien como yo encuentra por todas partes ataques a una posmodernidad inexistente desde posiciones que son ellas mismas posmodernas y no lo saben. A este absurdo se suma la desmedida notoriedad del librito de Lyotard, que está muy bien pero del que él mismo confesó (se cuenta en Los orígenes de la postmodernidad, de Perry Anderson, Anagrama, que hay que leer) que había inventado todas sus citas bibliográficas. Con lo que Post-modernidad significa el hundimiento de los meta-relatos, y ya está, aunque nadie sepa a qué meta-relatos se refiere Lyotard ni qué papel han jugado en la historia de nuestra cultura. Por todo ello, recomiendo leer de verdad el librito, un encargo del gobierno de Canadá al filósofo francés, además del estupendo y claro libro de Anderson y todavía más, si se quiere, uno sencillo, el Posmodernidad de David Lyon, en Alianza.

Pero vamos a “mojarnos” ya, como se dice en la calle. Se ha dicho alguna vez que la posmodernidad es la única época de la historia humana que tiene fecha de nacimiento exacta, citando al arquitecto Charles Jencks:

Por suerte la muerte de la Arquitectura Moderna puede situarse en un momento preciso del tiempo. A diferencia de la muerte legal de una persona, que está convirtiéndose en un complejo asunto de ondas cerebrales contra latidos del corazón, la Arquitectura Moderna se acabó de golpe… La Arquitectura Moderna murió en Saint Louis, Missouri, el 15 de julio de 1972 a las 3,32 de la tarde (más o menos) cuando a varios bloques del infame proyecto Pruit-Igoe se le dio el tiro de gracia con dinamita… Pruit-Igoe se construyó de acuerdo con los ideales más progresistas del CIAM y fue premiado por el Instituto Norteamericano de Arquitectos cuando se diseñó en 1951 (…) Su estilo purista, metáfora del hospital saludable y limpio, tenía además la intención de infundir, por medio del buen ejemplo, las correspondientes virtudes en sus habitantes. La bondad de la forma haría bueno el contenido, o por lo menos haría que se portasen bien; la planificación inteligente de un espacio abstracto promocionaría un comportamiento sano… Estas ideas simplistas, tomadas de las doctrinas filosóficas del racionalismo, del conductismo y del pragmatismo, demostraron ser tan irracionales como las doctrinas mismas. La Arquitectura Moderna como hija de la Ilustración era heredera de sus ingenuidades congénitas.

¿Qué pasó exactamente aquel día, a esa precisa hora? Pues pasaron dos cosas no pequeñas histórica y culturalmente hablando. La primera fue que un complejo de viviendas consideradas el no-va-más del Estilo Internacional de Le Corbusier, Mies Van der Rohe, Lloyd Wright y tantos otros fueron abandonadas por sus privilegiados inquilinos, que se habían aburrido de ellas. Cada milímetro de la edificación y de la disposición interna estaba diseñado para hospedar al Hombre Ideal, al Sujeto que ha alcanzado la Mayoría de Edad Kantiana, y ese interfecto tan extraño no se presentó por allí. Los que sí se fueron a vivir ahí fueron personas normales, anómalas y defectuosas, que terminaron hasta la coronilla –expresión que dice Alessandro Baricco que está en extinción– de una casa tan perfectita e idéntica a la de sus vecinos. Así que intentaron rehacerla a su modo, y como no pudieron, se marcharon. Adiós al Ich denke kantiano convertido en Ich baue arquitectónico; hasta nunca al utopismo moderno y bienvenidos a la Post-modernidad. Porque la conclusión inevitable es que no queremos una existencia racional y uniforme ni regalada, lo que queremos es la nuestra, aunque sea diferente y discordante. Quisimos ser sinceros, pero en realidad somos auténticos, conforme a la distinción del gran crítico literario Lionel Trilling. Pruit-Igoe tuvo que ser dinamitado, a la porra para siempre con el Trascendental kantiano impuesto desde fuera.

La segunda cosa que ocurrió con aquella demolición fue que la Arquitectura se convirtió en el símbolo del nuevo modo de sentir. Durante siglos, Occidente había confiado incondicionalmente en el logos, en el discurso, puesto que somos aquello que somos capaces de reflexionar mediante la palabra, sea en la ciencia, en la filosofía o en la literatura. Ahora, desde el 15 de julio de 1972 a las 3,32 de la tarde, más o menos, somos aquello que somos capaces de experimentar, en el sentido del lugar donde vamos a alojarnos, a vivir. Yo vivo en cierto domicilio, pero también en mi afición a los cómics. No tengo por qué dar razón de mi afición a los cómics, no tengo por qué ir a un sesudo y pelma psicoanalista para que me diagnostique síndrome de Peter Pan o regresión, soy en mis cómics, vivo en ellos y ya está. También en este sentido, que no es el que apunta Lyotard, han caído los meta-relatos en la cultura occidental. No es ya sólo, por tanto, que ya no legitimen nada colectivo, sobre todo el meta-relato basado en una Filosofía de la Historia, es que nadie recurre a ellos ya ni para justificarse a sí mismo. Yo soy donde estoy y lo que hago, punto, no pienso rendir cuentas a nadie. Con todo, la construcción que a mí me parece más representativa de la Post-modernidad es la conocida como la Casa Danzante de Praga, en la que, según dicen, Frank Gehry pensaba, efectivamente, en remedar una pareja de baile –en concreto Fred Astaire y Ginger Rogers–, pero el conjunto lo mismo podría sugerir, creo yo, un borracho que busca el camino a casa sostenido por un amigo o una ola rompiendo con fuerza contra un muelle, si a uno le da la gana...

En cualquier caso, creo que la Casa Danzante de Praga encarna una excelente metáfora. La posmodernidad no es una época que sigue a la Modernidad con el único y avieso fin de socavarla y dejar paso franco a los bárbaros o a los frívolos; la posmodernidad, tomada en serio, es como la Casa Danzante. La posmodernidad es un modo de cultura en el que prima el habitar sobre el explicar, así como la lógica espacial sobre la lógica temporal, y por eso la Arquitectura reemplaza a la Idea como símbolo de praxis humana fundamental. Pero es que, además, la Casa Danzante se sitúa en Praga, esa ciudad que en el pasado siglo ha orillado casi desde la periferia la historia de Europa occidental, sujeta a la fría disciplina soviética pero con sus propias desviaciones “primaverales”. Quintín Racionero, filósofo ya desgraciadamente fallecido, entendía la posmodernidad no como una epocalidad determinada, o no exactamente, sino más bien como la coexistencia polémica de, cuanto poco, dos al mismo tiempo, al modo de los dos módulos de la Casa Danzante, el sereno y el ebrio. De esta manera, es posmoderno un enfoque nuevo (una observación interna, diría Niklas Luhmann) arrojado sobre la Modernidad misma pero sin abolir ésta más que en su pretensión monológica25, de igual manera que el cuerpo de pilares curvos se apoya en su compañero más clásico contagiándole algo de su embriaguez pero sin hacerle perder su apostura erguida. El entorno praguense, por otra parte, resulta también propicio para el espíritu de la Post-modernidad por cuanto que mezcla sin empacho esos estilos procedentes de distintos lugares y tiempos conviviendo pacíficamente en una suerte de topología de las formas arquitectónicas tradicionales. Por último, una edificación está enclavada en un paisaje urbano concreto, en el que vive de verdad la gente, y no tiene nada que ver con una de esas estampas de angustia expresionista abstracta con que habitualmente se quiere epatar al lector de filosofía del s. XX. Se dirá que busco demasiadas connotaciones a una mera metáfora visual, pero es que el mundo (el ser, el universo, si se prefiere) parece consistir en una saturación de sentidos vagamente relacionados más que en una ausencia absoluta de Sentido Originario y Definitivo, como nos han pretendido hacer creer desde metafísicas nihilistas en las que, en efecto, es imposible realmente habitar…

Y es que los seres humanos del s. XXI vivimos ya más en espacios que en tiempos, por decirlo de forma no demasiado figurada. No porque el planeta se nos haya quedado de repente chico, o porque creamos menos ya en la épica de la Historia, o por el dato estadístico de que muchos podamos contar con un mayor margen de años de vida por delante –bueno, por todo eso, sí, también, y por algunas observaciones más. La épica de la Historia consistía en algo en lo que todavía se siente sumergida mucha gente, esa sensación, tan presente en las novelas, la prensa y el cine, de que cuando un sujeto particular se juega algo en una peripecia bien delimitada en la geografía y en la cronología, lo que está haciendo, aun inconscientemente, es participar de una lucha más grande y oscura. Esa lucha es oscura puesto que está gestando un Tiempo nuevo, que sólo se vislumbra confusamente, y es grande ya que supera ampliamente por su escala y consecuencias a lo que los actores piensan que se están jugando personalmente. Los grandes titulares de los periódicos, o los títulos ampulosos de novelas y películas así lo anuncian –por ejemplo, El instante más oscuro…,– pretendiendo que definen a posteriori y en general lo que se presenta con detalle en sus contenidos: gente más o menos corriente, o gente que llegará a ser grande pero aún no lo sabe y por el momento actúan y se perciben como personas corrientes, viviendo la inmediatez de acontecimientos de repercusiones colosales. Un destino histórico se escribe entre líneas de la noticia que leemos, de los párrafos que recorremos o de las escenas que contemplamos (la ventaja del cine es que la música ofrece inequívocamente esos acentos épicos al espectador), un destino que mueve la acción y que se enrosca en la trama, de manera que todo adquiere un mayor dramatismo, una luz en claroscuro que subraya cada incidente. Cada decisión pone en marcha un futuro, cada carácter imprime un tono y hasta los crímenes más horrendos se constituyen como el síntoma de los dolores de un parto ciclópeo…

Es un mundo terrible, ciertamente, aquel en que domina el Tiempo, lo cronológico. O lo era. Siempre había que sobrevivir entre contradicciones, esperando a que se resuelvan, volviendo a hundirse en ellas, como Indiana Jones atravesando esforzadamente un campo de minas tiroteado por los nazis. Bajo cada paso, un volcán, bajo cada posibilidad, una herida. En cambio, el mundo en el que domina el espacio, lo geográfico, es más plano, pero más tranquilo. El que viaja en el mundo cronológico cambia con el propio viaje, se metamorfosea, y ya nunca volverá a ser el mismo. El que viaja en el mundo del espacio ve cambiar al mundo por el que viaja, pero él permanece siendo él mismo, o sea, nadie en particular, un viajero. No se producen metamorfosis, tan solo desplazamientos. Caben migraciones, por ejemplo, en las que no se arrase a nadie, no se triture o se revuelva al pueblo de acogida. El lenguaje común lo dice, con agudo instinto: pasan dos años y uno vuelve al trabajo que dejó guardado en un cajón, o a la partida de ajedrez en la que estaba metido, y dice “¿dónde lo habíamos dejado?...” Atención: dónde, no cuándo… El “cuándo” no cambia las reglas del juego de aquel trabajo, o del ajedrez. El “dónde”, en cambio, marca un lugar concreto en que se detuvo la aplicación de aquellas reglas para dejar fijada una posición. De esa posición hay que volver a arrancar. Nuestra vida, repito, consiste ya más en esas posiciones que en los momentos determinados que pudieran proseguirlas o interrumpirlas. Me toca el rato de ser padre, por lo tanto lo que vivo es la situación –que ya se ve que es una metáfora espacial– de ejercer en la posición del padre; me toca el rato de ser ciudadano, por tanto lo que experimento es la situación de ejercer la posición de introducir el voto en la urna, etc. Son tiempos, luego son espacios. Si fueran sólo tiempos, me desgarraría interiormente al pasar de unos a otros, pero como también son espacios, me desplazo llanamente de unos a otros sin contradicción, en el mejor de los casos. Mucho de lo que hoy llamamos “conciliación laboral y familiar” no es más que eso: no hay que preguntarse ya si “soy” madre, trabajadora o ciudadana: eres cada una de esas funciones en el espacio que te corresponde para ellas.

Martin Heidegger siempre se mantuvo bastante fiel a su obra originaria, nodriza de todas las demás, Ser y tiempo. Pero si alguna pega o corrección le puso posteriormente fue esa: quizá lo del “tiempo” no estuvo lo suficientemente fino, lo suficientemente bien pensado... Si el ser humano, el Dasein, es sobre todo su proyecto (Entwurf, también “diseño”, en el alemán normal de 1927 y todavía hoy), el ex-tasis del futuro, no es porque con ello se esté secundando la escuela historicista romántica, como tan a menudo hacen espontáneamente la prensa, las novelas y el cine (o el existencialismo francés, pero vaciándolo de toda esperanza). Es, más bien, porque nuestros proyectos iluminan zonas de la existencia que sirven de estancias de sentido, de hábitats de realidad. Tan real es ser padre como ciudadano, son proyectos que a veces se entrecruzan –si exijo más parques infantiles–, que a veces se separan –si firmo por más horas de colegio–, que proliferan interiormente –si, en otro ejemplo, asumir un cargo público me obliga a poner escolta a mis hijos, y ellos les cogen cariño, etc.–, pero en los que, en cualquier caso, el mero paso del tiempo no determina nada substancial. El tiempo pasa, pero antes de que nos mate definitivamente –a cada uno de nosotros, pero no a los que nos siguen–, la cuestión siempre será en qué posición me encuentro respecto de mis proyectos, qué lugar lógico, en la lógica de tales proyectos, ocupo ahora (y, yendo más lejos, como he insinuado: la muerte no acaba con los proyectos de una persona o cultura, igualmente hay que tenerla prevista para intentar no perder del todo el control respecto de los movimientos que se realizarán después; un padre/madre-ciudadano/a modélico/a tiene entre sus proyectos dejar un buen recuerdo, una cómoda situación económica y de imagen a su familia, testar para repartir posesiones y tareas, etc.; la postura del que dice “con la muerte acaba todo” es inmoral y oligofrénica…).

De hecho, cada vez más, los lugares del mundo son lugares lógicos más que lugares temporales. A nadie le importa cuándo se construyó Las Vegas (homenajeo aquí al también arquitecto Robert Venturi), lo que importa es cómo funciona Las Vegas. Si voy a ser jugador de backgammon, además de padre, trabajador, ciudadano y, quién sabe, ecologista o adicto al hachís, tendré que asumir las reglas de ese nuevo espacio horteraza y posmoderno que es un casino de Las Vegas. De nuevo toda mi vida se reubica y entonces el nuevo espacio se entrecruza, separa o prolifera con los demás anteriores, de manera que tendré que ver si un padre debería tener licencia para apostar tanto en un casino como para jugarse los ahorros de la universidad de sus hijos, si un ecologista está a favor del derroche capitalista o si mi adicción al hachís va a hacer que arriesgue más de lo debido. No todos los proyectos son compatibles con todos, no hay una elongación fáustica que permita vivirlo todo (la vida de una sola persona o de una sola cultura es finita no únicamente en el tiempo), pero las personas y las culturas humanas contamos con una amplitud satisfactoria siempre que se den dos condiciones: primera, que la carestía material no nos ahogue; segunda, que no crea que me define una identidad inalterable. Es decir, una identidad con la que supuestamente nací, y si acabo con la cual ya no soy yo, me convierto en el desgarro aquel en que te envuelven las metamorfosis entre pavorosas y esperanzadas de la Lógica del Tiempo. Descreer de algo así me parece una manera más sana y posmoderna de ver las cosas. La madre trabajadora y ciudadana también puede ser oyente de Metallica, que es enteramente compatible con sus restantes proyectos, y debe existir una legalidad jurídica y un sistema de costumbres que ampare esta pluralidad vital, más exterior que interior, una vez esté garantizada la subsistencia material. A cada cosa, su espacio, pero ello no significa que exista un espacio previo, prefijado, para cada cosa. No, al menos, en la Naturaleza, o en la Historia, de haberlo tendrá que encontrarse en las convenciones pactadas entre los hombres, y pactadas precisamente para facilitar la coexistencia, que es, también, un término de raigambre espacial –el que varias cosas existan juntas, sin por ello aniquilarse mutuamente, y, sólo en este sentido, a la vez… Hace años había un anuncio de televisión muy elegante de una marca que no recuerdo que decía que “el mayor lujo es el espacio”. Podría hacerse una lectura arquitectónica, urbanística, misantrópica, astrofísica o lo que se quiera de ello. Yo creo que, posmodernamente, tendríamos que hacer de ese lema una lectura estrictamente civilizatoria…

La Post-modernidad, en fin, como se ve, no tiene nada que ver con el foucaultismo, que está muy presente, por ejemplo, en la Teoría de Género. Supongo que esto es lo que quieren ciertos teóricos decir con “constructivismo”. La Post-modernidad, en cambio, es una reflexión acerca de en qué sentido el capitalismo globalizado (o “capitalismo tardío”, como dice Jameson obteniéndolo de Mandel) ha transformado el carácter de nuestra cultura, introduciendo elementos que nos estaban previstos en la Modernidad, tergiversando de un modo peculiar, pues, esta concreta fase última de la modernidad. Pueden ser constructivistas en el sentido de que precisamente la globalización ha mostrado un mundo plural que no puede ser reducido a la unidad moderna, y ese gran cruce de caminos de lo plural contemporáneo puede ser manejado, puede ser intervenido, porque en él desaparece el fundamento que se apoyaba en lo Natural-Único o en una Filosofía de la Historia. De modo que no es que no haya normalidad, que decir “normalidad” sea mencionar la Bicha, la represión de los diferentes –que siempre lo son sexualmente, como si no fuésemos más que genitales–, es que existen muchas maneras de normalidad (la yanomama, la hamer, etc.), pero todas ellas bien diferenciadas de las maneras también variadas de la anormalidad o de la patología. Los psiquiatras, desde Sacks, cuando quieren vendernos sus libros de curiosidades se ponen todos ellos muy posmodernos, pero ni el mismo Foucault, con toda su capacidad de exhumar archivos, podría convencernos de que un psicótico no es un psicótico sino un individuo distinto que se viste como su madre… (lo de la canción de Fito y fitipaldis: raro, no digo diferente digo raro…).

El espacio, la topología, como lógica, tiene la ventaja frente al tiempo, como lógica, de que el sentido, o el significado variable de las cosas, se da a la vez. Volviendo a mis ejemplos maluchos de antes, yo puedo ser padre, profesor, drag-queen y aficionado a las carreras de coches ilegales. Si alguien me obliga a determinar mi identidad “verdadera”, en términos de tiempo no puedo defenderme: mi afición a las carreras ilegales, por ejemplo, parece contradictoria con mi oficio de profesor modélico. O soy una cosa o soy la otra, ahora mismo, en este preciso instante, señor juez. Pero en términos de espacio, mi identidad comprende todas esas dimensiones yuxtapuestas, como una pared en la que pongo todas las fotos en las que salgo conduciendo o salgo aleccionando. Señor juez, es que en un lado de la pared hago una cosa, en el contrario, la otra, mi mundo, mi lógica, es así. ¿Puede mi abogado alegar esquizofrenia? No, porque no las hago al mismo tiempo, aunque estén en mí a la vez, sencillamente son como habitaciones de mi personalidad, puertas que abro cuando quiero, sin tener que dar cuenta de su unidad profunda, la cual hasta yo mismo desconozco... A la lógica de la identidad, que fuerza a que cada ente coincida con su concepto intemporal es a lo que llamamos hoy Metafísica. Quien utilice Metafísica en otro sentido es muy libre de hacerlo, pero seguramente esté recayendo en lo mismo que denuncia. Post-modernidad es post-metafísica, y puesto que la metafísica de la Modernidad ha sido la Política (el Estado es, en efecto, quien sustituye a Dios en la legitimación y distribución del significado de cada suceso en su esfera de influencia), la Posmodernidad también es post-política, como el nombre de la columna de El Confidencial de Esteban Hernández.

Pondré un último ejemplo, esta vez bueno, me parece, y tomado de una estética rabiosamente actual. La Post-modernidad se centra tanto en la estética no porque adore la belleza, sea una pose elitista y venda basuras muy caras en las galerías de arte, que también. Lo es porque asume la crítica de Nietzsche a la confusión entre moralidad y cientificidad, y entiende que efectivamente las comunidades humanas se guían por valores, y deben poseer valores –las tablas viejas y nuevas que decía Nietzsche–, pero esos valores no son un dato empírico, ni intuitivo, ni adaptativo ni mucho menos religioso, son lo que parece que son: las convicciones de base sobre las que se construye tal comunidad. Por tanto, no una deducción de quién sabe qué leyes de la Naturaleza (la Selección Natural, por ejemplo) o del Hombre (el Imperativo Categórico), sino una voluntad de habitar cierto estilo de vida que quizá haya olvidado que lo es. A un romano de la Roma imperial no había que preguntarle por el fundamento racional del derecho al poder universal de Roma: Roma es la Luz, los demás son unos bárbaros y no hay más que hablar. Por fortuna, hoy somos menos brutos y hemos hecho consciente ese mismo proceso mental. Tenemos las normas que tenemos porque nos gusta tenerlas, y ese “gusta” es más estético que moral, o moral en tanto estético. Pero mi ejemplo va a ser estético en su forma más coloquial, y en este caso no va a tratar de Arquitectura.

Lo que llamamos hoy el “fenómeno Rosalía”, y que busca a toda costa la internacionalidad, es un fenómeno enteramente posmoderno. Una mujer que estudió una carrera de flamenco, que hizo una tesis doctoral cantada, que luego tuvo profesores altamente exclusivos, que habla perfectamente inglés –pídale usted a Robe Iniesta que hable inglés…–, que habla de su propio trabajo como de una investigación (sobre los celos, en el caso del segundo álbum, El mal querer) y como un proyecto en curso, que posee una gran pericia técnica compositiva y audiovisual… Rosalía no es que sea un producto concebido por una mente empresarial oculta, es que es posmodernidad químicamente pura. A quien toda esa amalgama de hecho le parezca demasiado deliberada, demasiado artificial, frente al, pongamos por caso, genio natural de Charlie Parker (o Bach, no recuerdo dónde leí que Johann Sebastián Bach no fue lo suficientemente culto como para apreciar lo genial que era, pero me suena a fake-history), es que todavía ve las cosas a la manera moderna. La propia Rosalía habla de las tradiciones que retoca, mezcla y reexpone como “codificaciones”, y afirma que “todo está inventado”, y que por tanto lo más que se puede hacer es si acaso “jugar con el contexto”. Tiene 27 años y ya es enteramente consciente de la performatividad del arte, de la ironía posmoderna y de que el pasado es el reservorio del presente, como ya practicaban los neoclásicos como Stravinsky. Sólo hay que pensar en Janis Joplin, y poner al lado a Rosalía, para darse cuenta en este punto de la diferencia entre Modernidad y Post-modernidad. Rosalía lidera su trayectoria, como ella dice, empodera a la mujer, aprovecha el exotismo que tiene el flamenco para el público extranjero, se muestra agradecida, humilde y feliz frente a sus adoradores, actuando en esto como una vulgar “triunfita”… ¿Qué tiene que ver nada de esto con Charlie Parker o con Janis Joplin? Janis se levantaría tarde, iría a ensayar con una cerveza en la mano, flirtearía con los miembros de su banda, se iría de fiesta ácida después, etc., etc. El rock era esa mala/buena vida, frente a la cual, como digo, Rosalía es la empresaria de sí misma, Madonna multiplicada por dos con nail-art en las manos y agudo cerebro posmoderno. Está claro que, pese a lo que ella misma canta en Con altura, no irá pronto pa´ la sepultura, mientras que Janis sí lo hizo (hasta ese tópico de la tradición, el Club de los 27, puede ser transformado, reutilizado, parasitado, cambiado posmodernamente de contexto…).


Todo esto es lo que se me ocurre a mí acerca de algo que ya digo que sólo parece estar ahí para que sus adversarios puedan dar un puñetazo en la mesa y espetar simplezas, simplezas por cierto expresadas muy posmodernamente y en formatos que en la Modernidad no existían. David Harvey o Fredric Jameson presentan, de esta forma, la Post-modernidad como el estilo de vida y del gusto propio de ese capitalismo que nunca termina de morir, y sin duda tienen razón, pero ambos son viejos marxistas y valoran este hecho negativamente, lo cual ya no es tan indiscutible (el marxismo es, en esto, enteramente como el complejo de Pruit-Igoe, pero en el mundo de la lucha política). La Post-modernidad es, más bien, una inflexión, un pliegue en el interior de la Modernidad, no su negación o su decadencia. Nadie en su sano juicio rechazaría el conjunto de los Derechos Humanos, por decir algo de grandísima envergadura y muy valioso. Esta polémica ya no es tan enconada como en los años noventa del pasado siglo, pero sin duda sigue viva, y no silenciada o ya clausurada del todo por la actual situación de parón cultural mundial neoliberal y digitalizado. Pero advierto que interesarse de neuvo por ello puede emborrachar, como le ocurrió al módulo izquierdo de nuestra querida Casa Danzante de Praga...

25 No sólo en el sentido filológico de monólogo, sino en el filosófico de discurso que no se sabe discurso y que se cree el único válido, acepción desde la cual se opone no a relativismo –ningún discurso es válido– si no a pluralismo –todos lo son–, como hemos visto más arriba.

El beso de la finitud

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