Читать книгу El beso de la finitud - Oscar Sanchez - Страница 15

Оглавление

Paul Valéry y T.S. Eliot: el paso del Tiempo a juicio…

Testa cabal, diadema irreprochable, yo soy en tu interior secreto cambio.

Paul Valéry, El cementerio marino

En mi opinión, cuando alguien dice que un científico, un arquitecto o un filósofo resultan “muy poéticos”, entonces hay que echarse a temblar o echarse a reír. A temblar si se trata de los dos primeros casos, y a reír si por el contrario de trata del último. Que un filósofo sea rapsódico, confuso, cursi o altisonante (pongamos Lucrecio, Nietzsche, Unamuno, Zambrano y un largo etcétera), antes podía ser peligroso, pero hoy ya no, ahora ese tipo de pensamiento, si es que es pensamiento, esta desconectado de toda praxis y por eso tiene más lectores que nunca. En cambio, que un científico o un arquitecto se pongan a cortejar a las Musas con sus respectivas profesiones puede ocasionar que reviente una central nuclear, o que se te caiga el techo de pladur encima. Por supuesto, científicos o arquitectos tienen perfecto derecho a sus veleidades artísticas, pero en su tiempo libre o por escrito (véanse los casos de Richard Feynmann dibujando chicas desnudas en las servilletas de locales de strip-tease entre ecuación y ecuación, o Le Corbusier, casi nazi, en Cuando las catedrales eran blancas…) Los filósofos, sin embargo, no. Bastante desprestigio tiene ya la filosofía a causa de las deliciosas aberraciones francesas como para además travestirse de lirismo, que va a parecer que estamos ahí para embelesar a Ana Rosa Quintana. No obstante, lo que sí me parece grandioso y ejemplar es que sea al revés, es decir, que los poetas sean filósofos (y no, horror, científicos o arquitectos...) Así enfocado, no se producen trastornos inapropiados e indecorosos, pues no se trata entonces de que el filósofo apele a la imprecisión de la intuición, sino de que el poeta recurra a la demarcación del concepto, pero teniendo como ventaja además no renunciar a la belleza expresiva. Casos se han dado, como los de Donne o Rilke, pero yo quería ahora referirme al s. XX.

En el siglo pasado, en efecto, se ha producido excelsa poesía, no menor en absoluto a la de centurias anteriores, si nos olvidamos de Virgilio, Dante o Milton. En dos de esos hitos más fundamentales encuentro yo como una especie de querella, de litigio entre pares. La cuestión a disputar es la naturaleza del tiempo, que comparece como acusado, donde el fiscal es T.S. Eliot y el abogado defensor Paul Valéry. Aunque en realidad el poema de Valéry, El cementerio marino, vino antes, en 1920, y todos deberíamos leerlo, porque es una maravilla, y está en Internet en una traducción que yo no manejo. Los Cuatro cuartetos de Eliot, por su parte, son de 1945, y se les nota eso, se les nota que a la poesía le han caído miles de bombas de la Segunda Guerra Mundial encima. También debería leerse universalmente, sin esperar un segundo, y también está entero en Internet en una versión que no conozco (yo he leído ambos en Alianza y Cátedra, respectivamente). Pues bien, Eliot, el poeta y crítico británico más admirado y seguido del modernismo, el amo de las letras anglosajonas de mitad del s. XX, arranca de esta manera su primer cuarteto:

Tiempo presente y tiempo pasado

Están ambos quizá presentes en el tiempo futuro,

Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.

Si todo tiempo es eternamente presente

Todo tiempo es irredimible.

Lo que podía haber sido es una abstracción

Y permanece como posibilidad perpetua

Sólo en un mundo de especulación.

Lo que podía haber sido y lo que ha sido

Apuntan a un fin, que es siempre presente.

Las pisadas resuenan en la memoria

Bajando el pasillo que no tomamos

Hacia la puerta que nunca abrimos A la rosaleda.

Mis palabras resuenan Así, en tu mente.

Pero con qué propósito

Removiendo el polvo en un cuenco de pétalos de rosa.

No lo sé.

Que no nos engañe el “no lo sé” en el que he interrumpido la transcripción. Antes de llegar a ese vahído lírico el poeta ha realizado afirmaciones metafísicas muy serias. Ha dicho, en pocas líneas, que todo lo que situamos en el pasado y en el futuro está en el presente, es presente, y que ese presente es eterno como tal presencia detenida. Dicho con otras palabras: no hay tiempo, el tiempo es una ilusión, que es lo propio de la metafísica cristiana. Los críticos del Crítico, o sea, los críticos de Eliot, han visto en ello un rasgo biográfico, puesto que Eliot era anglicano, y por tanto creía en la versión británica de Dios. Desde el punto de vista de Dios, es cierto, el tiempo no pasa, y Él habita un eterno presente bajo el cual todos los sucesos de la Creación son contemplados simultáneamente. De ahí que Eliot niegue los contrafácticos, lo que es decir las posibilidades que creemos que pudieran haberse dado, pero que no lo hicieron, como la victoria de Hitler en la novela El hombre en el castillo del chalado de Philip K. Dick. Piensa Eliot que lo que ha ocurrido es lo que tenía que ocurrir impepinablemente, y que es fantasía especular acerca de si Hitler hubiera vencido en Rusia o él mismo hubiera bajado aquel pasillo (menuda traducción: pongamos “pasadizo” o “escaleras” en vez de “pasillo”). Así mismo, y yendo más lejos que la Mecánica Cuántica y las Leyes de la Termodinámica, el futuro está cerrado, y todo lo que va a suceder es como si hubiera sucedido ya.

Bueno, pues frente a esta criogenización, a esta caquexia o anquilosamiento del tiempo ejecutada por Eliot, tenemos los bellísimos y paganos versos de Valéry –y ya es infrecuente que el que esto suscribe no anteponga un isleño a un galo–, de los cuales hago constar no los mejores, sino los más claros:

¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea!

¿Me has traspasado con la flecha alada

Que, cuando vibra volando, no vuela?

¡Me crea el son y la flecha me mata!

¡Oh sol, oh sol!… ¡Qué sombra de tortuga

Para el alma: si en marcha Aquiles, quieto!

¡No, no! ¡De pie! ¡La era sucesiva!

¡Rompa el cuerpo esta forma pensativa!

¡Beba mi seno este nacer del viento! Una frescura, del mar exhalada,

Me trae mi alma… ¡Salada potencia!

¡A revivir en la onda corramos!

Magnífico. Se percibe perfectamente la mano del traductor, que es Jorge Guillén. No y no al eleatismo por venir de Eliot. Las paradojas de Zenón (apostilla: este hombre pasa por ser todo cerebro, pero creo recordar que murió bajo tortura y para no soltar prenda se cortó la lengua con los dientes…) son sobradamente conocidas por todos, sea porque se han visto en Bachillerato o sea porque se ha leído a Borges. El único filósofo clásico que se ha enfrentado directamente a ellas fue Henri Bergson, y bastante bien por cierto. Lo que apuntó Bergson fue que Aquiles sí podría alcanzar a la tortuga, porque el impulso de salida del héroe es una realidad dinámica que sólo puede ser geometrizada después, es decir, que únicamente cuando Aquiles ya ha avanzado podemos aplicar una escala estática sobre sus pasos y dividirlos, si nos da la gana, infinitamente (que es, por cierto, de lo que trata el Cálculo Diferencial). El Movimiento es, pues, lógicamente anterior a la Geometría que lo mide, entre otras cosas porque, si no, nada habría por medir. Vuelta, pues, al sentido común. Heidegger, en la conferencia Tiempo y ser, de 1962, hace una observación yo suelo mencionar a veces, porque en el fondo es graciosa –Heidegger no es habitualmente nada gracioso–, a saber: Porque el tiempo mismo pasa. Y, sin embargo, mientras pasa constantemente, permanece como tiempo. Decimos que el tiempo mismo es el que pasa, pero es un hecho que siempre está aquí, o ahí, o doquiera; el tiempo es precisamente la única cosa, por decirlo así, que no pasa con el tiempo. Ni siquiera a los muertos se les “acaba el tiempo”, puesto que hace 250 años que murió Beethoven, por ejemplo. Eliot hace trampa, como aquel bolero, Reloj no marques las horas. Si el reloj se detuviera, entonces el amante tampoco gozaría de su amada, porque estaría paralizado como en las inmediaciones de un agujero negro. También lo canta así la banda MClan, de modo absurdo –son licencias poéticas–, cuando en Quédate a dormir Carlos Tarque dice “que pasen treinta años antes de mañana”. Eso, además de la noche de pasión más larga del cosmos, que para sí la quisiera el mismísimo Zeus, es una petición de matrimonio en toda regla…

De modo que entiendo que el juicio lo gana el abogado defensor, Paul Valéry, y el tipo jurídico bajo el que recae la sentencia lo sentó antes Nietzsche, al denominarlo “la inocencia del devenir”. Todos, a diario, y en todas partes del mundo, y más cuanto más mayores nos hacemos, nos lamentamos de lo rápido que pasa el tiempo, y de que “parece que fue ayer”… Es totalmente cierto, pero no es por ello el tiempo un devorador de vida, de una manera casi medieval, sino un donador de vida y de realidad. Como señalaba Heidegger, el tiempo siempre está ahí, dando más de sí, volviendo sobre sí mismo como una rueda para que nuevas cosas nazcan, nuevos sucesos tengan lugar. Nos quejamos mucho del tempus fugit, pero luego nos parece fatal, por ejemplo, que la Iglesia Católica o el Islam no se actualicen a la altura del s. XXI. Ergo no nos gustaría nada que las cosas siguieran siempre idénticas, pero tampoco que su transformación fuera tan radical que no hubiera Dios que las reconociera. Eliot negaba la contingencia, o eso que hoy Quentin Meillassoux denomina paradójicamente “la necesidad de la contingencia”, es decir, que-no-pueda-ser-que-no-sea-todo-contingente. ¿Podría Eliot haber tomado ese pasadizo, haber abierto aquella puerta y haberse acercado a la rosaleda? Pues no podemos saberlo, la contingencia no es un dato empírico, pero quien no haya sentido el vértigo de una decisión, el dolor de la libertad, quién al cruzar la calle piense que es lo mismo mirar hacia los lados o no porque el hecho de ser atropellado dos segundos después ya está escrito, es que es tonto de remate o es que no ha vivido jamás. El tiempo pasa y no pasa a la vez, para dejar sitio al acontecer, que es una visión muy heideggeriana también. Se da retirándose, y al hacerlo enriquece la realidad. Y no digo “enriquece” en sentido figurado o poético, sino literalmente. Es más exuberante un mundo en el que estoy yo, y luego mi hijo, a uno en el que sólo estoy yo, eterna y cansinamente. Lo digo mal, ni siquiera es un mundo más rico: es un mundo más mundo. Ayer escuché un anuncio de un tonto videojuego que se promocionaba con este grito: “¡podrías estar jugando eternamente!”. Pues entonces no os lo compréis, eso no es un mero juego, es heroína infográfica. Sólo hay un juego que se puede jugar una y otra vez, porque en él está la esencia misma del cosmos, el Fuego de Heráclito, y hasta tal juego aguanta mal el paso de la edad. Es –aquí sí que me pongo erudito a la violeta– el juego abrasador del corazón, muy propio de poetas más que de filósofos, y que Eliot debía conocer y con toda seguridad conocía. Arquíloco de Paros lo versificaba así, nada menos que en el siglo VIII a. C. (Fragmento 57 D):

Corazón, de tantas cuitas maltratado, corazón,

¡ea, arriba! al enemigo tenlo a raya, y frente a él

pon el pecho; de los odios y emboscadas plántate

cerca y firme; y más, si vences, no te ufanes por doquier.

Y si te vencen, no te metas en tu casa a sollozar;

no, sino goza en lo gozoso, y en los males no sin fin

penes; mira cómo al hombre olas llevan y olas traen…

El beso de la finitud

Подняться наверх