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El amperímetro

Si se repetía el resultado de las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (paso) en las elecciones generales, ya no habría salidas. ¿Se podría revertir? ¿Cómo? ¿Con quién? Los trece días en los que vivimos en ácido.

24 de agosto

Los que hubo entre las paso y el 24 de agosto fueron trece días en los que el futuro se había terminado para siempre.

Fueron trece días de insultar al abuelo por haber tomado el barco que venía al sur y no el que iba al norte; de hacer la lista de cada uno de los conocidos y pensar: “¿Este habrá votado para que vuelva la banda de facinerosos?”; “¿qué se hace con los amigos que alegremente eligen que vuelvan al gobierno los que van a hacer que me vaya del país?”; “¿cómo no ven lo que estoy viendo?”; “¿cómo me sigo relacionando con ellos?”; “¿me sigo relacionando?”; “¿qué es más fuerte, la amistad o el exilio?”. Si en las elecciones generales se repetía el resultado de las paso, se quedaban con todo: el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, lo que, en gente como a la que estábamos temiendo, incluía el Poder Judicial; se quedaban con nuestro presente, con la reescritura del pasado y la incertidumbre del futuro. Volvía el país que se despertaba cada mañana con una nueva cachetada en forma de declaración de funcionario.

Fueron trece días de preguntarnos dónde estábamos para-dos. ¿Y dónde estábamos parados?

Entre la desorientación y el espanto, un poco más abajo de la esperanza, un poco más arriba del abandono. “¿Cómo bajamos hasta acá?”, nos preguntábamos en esos días sin poder siquiera mirarnos al espejo de tanta vergüenza; “¿qué pasó?”; “¿qué nos pasó?”. Sí, la malaria, el gusto que no nos dábamos, la luz que había aumentado. ¿Eso era? ¿Dejar de pagar un bimestre de gas lo mismo que media pizza nos volvió ciegos al autoritarismo y la soberbia? En la elección del 11 de agosto de 2019 hubo una tormenta perfecta. La elección de las paso, lo que en teoría era una simple nominación de candidatos partidarios, se convirtió en un plebiscito sobre el gobierno de Cambiemos. Los resultados fueron catastróficos. El Frente de Todos tuvo una campaña con cuatro aciertos, que finalmente se demostraron ladinos, pero que en ese momento sirvieron a sus fines: escondió a la actual presidenta-vice Cristina, de gran valoración negativa, que casi no hizo campaña; diferenció a un Fernández de otro, algo absolutamente imposible, pero, bueno, hasta Betty Sarlo, tan leída ella, se lo creyó; eludió toda cuestión moral, ética o republicana contando para eso con la mirada de vaca al vacío del periodismo, que en general no se lo recordó, y del público, al que mucho pareció no molestarle, y se centró en el bolsillo del votante que no podía darse un gustito. El gobierno de Cambiemos, confiado en su obra y su gestión, despreciando el cortoplacismo intenso del votante nacional y el ninguneo del contrincante por las formas democráticas, fiscalizó menos de lo necesario. El electorado oficialista, confiado en que ganaba, no fue a votar.

Por arte de la prepotencia y el silencio, el 11 de agosto todos consagraban a un nuevo presidente sin que hubiera sido puesto un solo voto para esa elección. Fuimos el único país que eligió presidente el día en que se decidieron los candidatos de los partidos, y, en esa anormalidad, todos contentos. Lo primero que hicieron los Fernández, esa misma noche en la que ganaron las paso, fue echar a los brasileños que les armaron la campaña y ni se sintieron en la obligación de pagarles porque, total, “ya somos gobierno”. Como hicieron las cosas bien, los echaron. Lindo primer paso que preanunció el segundo: empezaron a hacer las cosas mal. Con los moditos que ya les conocíamos y que por los resultados vimos que no a todos les caían mal, arrancaron diciendo que Venezuela no era tan tan dictadura; después de todo, con 6.700 muertos en un año y medio y cinco millones de exiliados, mirá si vas a hacer problemas por esas menudencias; y luego continuaron hablando de reeditar la Junta Nacional de Granos, o de organizar una conadep de periodistas, o de cambiar la Constitución. Ningún sindicato ligado a la aviación se privó de su paro de 48 horas para ir preparando el terreno del desastre. Los cortes de calles se agudizaron, porque total ya fue… Grabois y los suyos entraron a patotear al Patio Bullrich, mientras las señoras los miraban aterrorizadas, y volvieron los cortes de silobolsas y las amenazas en la calle. En ese momento, se sintieron gobierno y dejaron claro lo que podrían llegar a ser: una bolsa de gatos babeantes que se pelean por sus privilegios sin parar, tirando cada tanto un fútbol gratis, por las dudas. Los medios, rápidos para sus propios reflejos, entronizaron al nuevo presidente; si hasta Héctor Magnetto aplaudió de manera prematura al candidato aclamado en el seminario “Democracia y desarrollo”, que organizó el Grupo Clarín en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (malba). Al lado del antes denostado empresario periodístico, brillaban los ojitos de Paolo Rocca, enrojecían las palmas de Carlos Miguens (del Grupo Miguens) y de Enrique Cristofani (en ese momento, número uno del Banco Santander), lo más rojo del círculo rojo, el establishment o como quieran llamarlo, que empezó a ver alto, rubio, sano y fuerte al dueño de Dylan. Y sobre todo, bien cerca de frenar cualquier cuaderno investigado que los salpicase. Claro, lo de “salpicase” es un desliz teniendo en cuenta lo bañado en chanchullos perfumados con gotas de intensos sobornos que suele estar el círculo rojo. ¿Cómo se le iba a ocurrir al Estado investigar los curros del Estado? Habrase visto, que no es para esto que se pagan las campañas, se hacen las vistas gordas o se rellenan alegres cheques inadvertidos. Jubilosamente, se convirtieron en el perro Dylan, todos muy felices y moviendo la cola. A nadie le molestó. Como dijo la avispada tuitera @TAFKAjarrito en medio del caos: “Si la guerra de Troya era en Argentina, el caballo podría haber sido transparente tranquilamente”. Nadie puede argumentar ignorancia con respecto a los fines.

Habíamos pasado trece días de desesperanza, pero no teníamos en cuenta que, aquella noche del 11 de agosto en la que no habíamos podido dormir, un muchacho, Gonzalo Bergareche, que todo el día de las elecciones había estado en la escuela Nuestra Señora del Líbano en Villa Lynch, como fiscal adjunto por Cambiemos, aprovechó su bronca para sacar cuentas. ¿Cuántos votos faltan para que no vuelva el pasado? ¿Quién tiene que votar? ¿Cómo se motiva a toda esa gente? Hizo cuentas, pensó cuánta gente más tenía que votar, qué adhesiones se podían conseguir. El 12 de agosto de 2019, a las 16:51, mientras a su alrededor decenas de compañeros de oficina —muchos de ellos, votantes de Fernández— se restregaban los ojos frente a las pantallas, sin poder creer la suba vertical del dólar y el riesgo país, todo desatado por el resultado de la votación, tuiteó:

SABADO 24 DE AGOSTO 17HS - OBELISCO

Y PLAZAS DEL PAÍS.

SUMEMOS LOS VOTOS DE NOS, UNITE Y CONSENSO FEDERAL. POR LA REELECCIÓN DE MAURICIO MACRI Y EVITAR LA VUELTA DEL KIRCHNERISMO. POR NUESTRA LIBERTAD Y LA LIBERTAD DE LAS LIBERTADES.

Lo nuevo estaba ocurriendo delante de los ojos de quienes podían ver. Vida digital y vida real eran lo mismo, pero, claro, los medios no estaban capacitados para percibirlo hasta que tres días después, desde España, Luis Brandoni mandó un video diciendo: “Hay que juntarse en la plaza”. Recién entonces algunos productores televisivos levantaron la vista de su agenda gastada y dijeron: “Ah, mirá estos pibes, qué simpáticos”, y hablaron de una marcha organizada por Brandoni y Campanella, cosa que no fue cierta, pero los medios son así. Y pasó lo que nadie esperaba: decenas de miles de personas en Plaza de Mayo gritando: “Gato, ponete las pilas, sos candidato y acá todavía nadie votó”. Sacaron a Macri de la quinta, donde lamía sus heridas, y el helicóptero, en vez de salir, llegó a Casa Rosada.

Algo estaba cambiando.

Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899.

París se liberó de los nazis el 24 de agosto de 1944.

Para épica, alcanzaba y sobraba.

Era el 24 de agosto de 2019.

Trece días había durado el shock.

Alguna gente comenzaba a despertar.

Un tipo arriba de una camioneta

Crónica de una truchada anunciada, comenzó hermosa la Justicia a deshacer cosas que había hecho en los últimos tiempos. Salieron de la cárcel, como si fueran presos políticos, empresarios venales, dirigentes inmorales, correveidiles del poder.

Pero también empezaron a pasar otras cosas que nadie esperaba y que dieron un poco de oxígeno a quienes pensaban que podía frenarse en algo el 47 a 32 de las paso. El kirchnerismo (no el peronismo) fue perdiendo cada elección en la que se presentó. Claro, hay que tener en cuenta que la candidata a gobernadora en Mendoza, la impertinente Anabel Fernández Sagasti, la niña mimada de la presidenta-vice, mostró todo su conocimiento en el debate cuando aseguró muy suelta de cuerpo que “Mendoza tiene muchos minerales: azufres, piedras semipreciosas, ladrillos, mármol, etcétera”. Después de asegurar que el ladrillo era un mineral, tuvo seguidores en las redes que lo justificaron, porque la ignorancia nunca es completa si no es aplaudida.

Salta dio otro dato. Las universidades de Córdoba y Buenos Aires pasaron a ser dirigidas por gente sin contacto con La Cámpora, que demostró en ese momento lo difícil que le resultaba una confrontación mediante los votos. El resultado de las paso hizo que muchos recordaran el látigo de Cristina, y aparecieron las dudas propias.

Fue entonces que comenzó una épica extraña que nunca había estado presente en los cuatro años previos de Cambiemos: las treinta marchas del oficialismo; la comunicación cara a cara del presidente con el pueblo, sin intermediarios; un tipo parado sobre una camioneta o sobre un tractor diciendo casi nada; miles de ciudadanos juntos que escuchaban todo el tiempo lo que los medios, los dirigentes, los círculos rojos les decían perversamente: “Ya votaste, hay un presidente nuevo, no jodas”.

Esas marchas fueron creciendo con gente que gritaba: “Sí, se puede”, mientras el establishment y las corporaciones miraban para otro lado. En la televisión, nadie tomaba en serio lo que estaba ocurriendo. Mariano Iúdica, muy sutilmente, fiel a su estilo de humor inteligente, renombró “la marcha del millón” como “la garcha del millón” y se descuajeringó de risa junto a Chiche Gelblung; Sergio Berensztein se rio de la edad de los participantes diciendo que la convocatoria porteña era en la Glorieta de Barrancas de Belgrano, a donde iba solo gente mayor a bailar el tango; Rosario Lufrano, quien como premio conseguiría después volver a dirigir con obediencia debida y zalamera la Televisión Pública, se rio en cámara asegurando que eran marchas para ir en 4x4. Se reían de las viejitas, de los viejitos que apenas podían caminar e insistían con banderitas celestes y blancas y ojos llorosos, mientras sus nietos sobreescolarizados cantaban la cantinela de una revolución latinoamericana que solo trajo tristeza y dolor para millones de personas y buenas mansiones y seguridad para sus dirigentes.

Como a esas corporaciones jamás les interesaron las personas, lo que esas personas hicieran no les importó. En agosto, antes de las paso, las encuestadoras dibujaron los numeritos que todos teníamos en la cabeza, lo que todos suponíamos que iba a ocurrir: 3 o 4 puntos de diferencia en favor del Frente de Todos por encima de Juntos por el Cambio. Hasta el 11 de agosto, todas las encuestadoras repetían eso. Pero vino la elección, los números fueron otros, y nadie pidió disculpas. Simplemente, cambiaron el numerito, que quedó en 20 puntos de diferencia en favor del Frente, y listo, porque los encuestadores no trabajan para que sepas qué estamos pensando. Trabajan para quienes les pagan: los políticos que quieren que vos pienses en ese número.

Hubo coincidencia. La diferencia entre el candidato del Frente de Todos y Juntos por el Cambio iba a ser de 20 puntos. Se pasaron tres meses asegurándolo. La certeza era total: la Universidad de San Andrés decía que ganaría Fernández 51% a 34%; la encuestadora Oh! Panel, 52% a 33%; Gustavo Córdoba y Asociados, que metieron unos decimales para disimular, 52,2% a 32,7%; la medición de Ricardo Rouvier fue de 52,3% a 34,3%; la firma Trespuntozero indicaba 52,5% a 34,8%; la consultora Clivajes, muy suelta de cuerpo, aseguraba un 53,7% contra un 33,2%; la encuestadora Proyección dijo 53,8% a 33,4%; Federico González & Asociados señalaba 54,1% a 30,2%, porque dos puntos más no se le niegan al favorito.

Radios, diarios, televisión, portales de noticias, en todos lados se repetían los resultados de las encuestas: la diferencia era obvia. Era como si se hubieran llamado por teléfono y se hubieran puesto de acuerdo.

Mientras ninguna encuestadora lo veía, sin aparatos ni sindicatos ni organizaciones sociales ni apoyo de los medios se produjeron en el país las mayores concentraciones políticas de la historia de treinta ciudades. En Rosario y Buenos Aires, esas concentraciones solo eran comparables a las de la vuelta a la democracia. Sin embargo, los analistas políticos, los Artemios de la vida, repetían su mantra, tan cómodos como están siempre en sus lugares comunes acolchados con los dólares de quienes pagan las encuestas: esas marchas “no mueven el amperímetro”.

Y uno se preguntaba cómo era posible que no se moviese el puto amperímetro, fuera eso lo que fuere; por qué ir o por qué no, con quién; a qué iba toda esa gente. Toda esa motivación ¿no movía el amperímetro?

Los medios no entendieron que en esa oportunidad ellos también estaban en discusión, que había un gran porcentaje de la ciudadanía que votaría contra ellos, contra la élite intelectual y artística que opina sin fundamento parada en su autocelebrada sensibilidad: “Soy artista, quiero artissstear”.

Abuelas de 60 años llevarían a votar a sus madres de 90. Y eso, en vez de ser visto como ejemplar, era objeto de burla. ¿Eso no “movía el amperímetro”? En decenas de ciudades de todo el mundo, un grupito de argentinos, en vez de disfrutar un sábado hermoso, salía con la banderita a decir: “Sí, se puede”. Pero tampoco “movía el amperímetro”. Un batallón de ciudadanos que en su vida se había interesado por la política salía a anotarse para fiscalizar una elección difícil. ¿Eso tampoco “movía el amperímetro”? ¿O acaso en el contrato que firmaron para hacer los análisis había una cláusula que exigía que una vez por día negaran la posibilidad de movimiento de amperímetro?

El 24 de octubre de 2019, cansado de escuchar en todas partes lo del amperímetro, me levanté y, antes de los mates de la mañana, escribí un largo texto en Facebook. Se viralizó al momento. Mucho de lo que escribí ese día es parte de este capítulo. A la tarde, me llamaron por teléfono del programa de tn donde trabajaba, tn Central, y me ofrecieron leerlo completo. Eso hice después de que me presentara mi amigo Nicolás Wiñazki. Terminaba así:

Quienes votaron a Alberto Fernández pensando que Alberto Fernández no era Cristina Fernández escucharon a Alberto Fernández decir “Cristina y yo somos lo mismo”.

Por eso, el 11 de agosto se plebiscitó el gobierno de Cambiemos. Sin fiscalización. Este domingo se vota para adelante, pensando si es Cristina quien debe dirigir el país. Con fiscalización. Y participación ciudadana.

Yo creo que el amperímetro se movió. Y que es hipocresía pura que vengan a joder con el amperímetro los que rompieron todos los instrumentos de medición.

Seamos libres. Lo demás se arregla.

Seamos libres

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