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II. LOS VALORES EN DISPUTA A. AUTONOMÍA

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El debate en torno a las tres metáforas que presenté más arriba se ha planteado, en parte, en términos de conflicto entre la protección de la autonomía —un aspecto fundamental de la tesis del mercado de ideas y del Hyde Park—, por un lado, y la instrumentalización de la libertad de expresión (y de la autonomía) para lograr el autogobierno y la democracia —que caracteriza al modelo de las asambleas ciudadanas—, por otro. Analizaré esos dos extremos en esta sección y la siguiente. Robert Post, por ejemplo, ha defendido lo que denomina una teoría “tradicional” de la Primera Enmienda que gira alrededor de una noción de autodeterminación colectiva que, según él, solo se puede realizar por medio de una protección radical de la autonomía personal aplicada al ejercicio de la libertad de expresión. Así, desde esa perspectiva, este autor ha articulado una dura crítica a lo que da en llamar “teorías colectivistas” de la Primera Enmienda, identificando como sus defensores a Meiklejohn, Kalven, Fiss y Sunstein, adjudicándoles una postura que pondría en serio riesgo uno de los pocos espacios en los que persisten los valores del Iluminismo, como es el de la noción de la libertad de expresión como ejercicio de la autonomía.

El punto central que Post defiende es que la teoría colectivista juzga las intervenciones en el debate público a partir de la existencia de un punto arquimedeano de cuya existencia descree13. Otros autores, como Larry Alexander, lo acompañan en una crítica similar a esas tesis14. Este punto clave impacta sobre un aspecto fundamental del modelo de la asamblea de ciudadanos: ¿quién sería el moderador y cómo tomaría éste las decisiones de modo neutral? ¿Quién determina la agenda de la discusión cuando ya no se trata de una ideal asamblea y aplicamos este modelo al debate político de la vida real? Sin embargo, esta crítica parece tener consecuencias radicales no solo para la teoría de la Primera Enmienda o de la libertad de expresión en general, sino para la justificación misma del Estado o incluso de la decisión judicial. Por ello Fiss, defensor del papel del Estado como moderador del debate público y de la decisión judicial como objetiva —en sus propios términos de objetividad—, responderá a Post que si bien él tampoco cree que exista ese ideal punto arquimedeano, no considera correcto afirmar que no existe un modo objetivo de determinar lo que puede o no ser admitido como un ejercicio legítimo de la libertad de expresión15. Fiss recurre así a la noción de objetividad que articuló en otros trabajos para su teoría de la interpretación constitucional16.

Si bien Post tiene razón acerca de que las teorías herederas de la tesis de Meiklejohn favorecen algún tipo de restricción a la expresión y a la autonomía17, no cualquier interferencia estatal con la autonomía resulta incompatible con ella. En este sentido, existen prohibiciones u obligaciones impuestas por el Estado que tienen por objeto proteger la autonomía de la persona incluso de acciones o decisiones de la propia persona cuya autonomía se quiere proteger18. Pensemos en casos en los que la persona toma o pudiera tomar una decisión sin contar con la debida información o sin encontrarse en completo control de su voluntad. Los ejemplos clásicos en este sentido son las obligaciones impuestas a los conductores de vehículos de usar cinturón de seguridad o a los motociclistas de portar un casco protector. En estas situaciones, el mandato estatal no busca imponer un plan de vida ideal —ni siquiera concibe el no-uso de cinturón de seguridad o de casco como opciones de planes de vida—. Por el contrario, presume que los conductores de ambos vehículos desean desarrollar sus planes de vida sin que se vean interrumpidos o impedidos por sus propias decisiones de no usar cinturón o casco tomadas con base en la ignorancia de las posibles consecuencias de esas decisiones y acciones o por carecer de un estímulo para actuar en consistencia con el plan de vida adoptado.

Es posible que estos conductores carezcan de información sobre la tasa de mortalidad producida por accidentes que involucran a personas que no utilizan cinturón o casco o que su voluntad se vea debilitada al momento de subirse al vehículo por razones de pereza o incomodidad, razones triviales cuando lo que está en juego es el desarrollo del plan de vida. Estas últimas interferencias, que algunos autores llaman paternalistas, no solo no serían incompatibles con la protección de la autonomía, sino que serían requeridas por esa protección. Lo mismo sucede con situaciones en que la lógica de la acción colectiva en la que cada individuo actúa conforme a un cálculo de racionalidad autointeresado pudiera derivar en impedimentos al desarrollo de los planes de vida de esas personas. La necesidad de coordinación de acciones individuales con miras a que todos puedan lograr su plena autonomía justifica las interferencias estatales que hagan posible esa coordinación impidiendo acciones individuales autofrustrantes19. Son ejemplos de ello los casos de los semáforos o las líneas que separan las manos de una ruta, o el de la imposición desde el Estado de un salario mínimo. Si la protección de la autonomía constituye el centro de la fundamentación del trazado de límites radicales a la acción estatal, esa misma preocupación debería admitir interferencias estatales que impidan problemas de coordinación o autolesión. Así, este debate alrededor de las interferencias estatales con la autonomía que estarían permitidas provee de justificación a aquellas tesis que ofrecen razones para imponer límites a la libertad de expresión sobre la base de la misma protección de esa libertad incluso entendida como manifestación de la autonomía personal.

Volvamos a las metáforas. El caso de Hyde Park, por ejemplo, pone en evidencia el problema de coordinación que el modelo de la asamblea de ciudadanos quiere evitar con la introducción del moderador de modo de impedir la superposición de voces o el silenciamiento de los más débiles por parte de aquellos que buscan bloquear el normal desarrollo del debate. Lo mismo sucede con el caso del modelo del mercado, para lo cual alcanza con recurrir a una metáfora derivada que sería la de la regulación de monopolios y la compensación de las imperfecciones de ese mercado. Si el objetivo del mercado de ideas es hacer posible que las personas maximicen su autonomía pudiendo elegir entre diversas opciones, la intervención de un actor externo como el Estado podría expandir el menú de opciones o evitar que algunos ejerzan su autonomía interfiriendo con la autonomía de otros por medio de su silenciamiento. Lo mismo si vemos al modelo del mercado de ideas como un derivado de la soberanía del consumidor. El derecho del consumidor justamente supone que no hay igualdad de partes con el proveedor masivo de bienes y servicios y por ello justifica la acción estatal para que este sea realmente soberano, o al menos autónomo. El Estado no es el punto arquimedeano de cuya existencia descreen tanto Post como Fiss, ni son sus agencias administrativas las únicas que podrán en forma infalible descubrir su ubicación, pero representa lo más cercano que podemos tener al moderador de un debate que busca favorecer la libertad de expresión de todos con miras a que el colectivo pueda ejercer la libertad política y el autogobierno. Pasemos ahora a estudiar el otro extremo de la tensa relación entre autonomía y democracia en el marco del ejercicio de la libertad de expresión.

Libertad de expresión: un ideal en disputa

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