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B. DEMOCRACIA

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El debate entre la denominada teoría “tradicional” de la libertad de expresión —con su énfasis en la autonomía— y la teoría democrática de la libertad de expresión —que la entiende como precondición de la deliberación política— ha girado fundamentalmente en torno a la crítica proveniente de los defensores de la primera a lo que entienden como la instrumentalización de la libertad de expresión defendida por la segunda. Así, los detractores del modelo de la asamblea de ciudadanos entienden que éste conduce a la afectación de la autonomía como consecuencia de esa instrumentalización que desplaza del centro de la protección al individuo y su libertad individual en beneficio del colectivo. De allí que Post, por ejemplo, etiquete a las teorías democráticas de la libertad de expresión como “colectivistas” y las considere una amenaza a uno de los pocos vestigios del Iluminismo que aun conservamos20. Sin embargo, esta crítica parece soslayar la relación íntima que existe entre autonomía y democracia liberal y que, lejos de establecer una tensión entre el individuo y el colectivo, reconoce que la autonomía del individuo como condición necesaria para la existencia de un sistema democrático de autogobierno.

Por su parte, no creo que sea correcto presentar la tesis de Post a favor de los defensores de la teoría tradicional de la Primera Enmienda en defensa de una desconexión radical de la libertad de expresión respecto de la teoría democrática. Lo que sí parece dividir aguas entre ambas teorías de la libertad de expresión son sus respectivas posiciones acerca de la concepción de democracia de la que parten. Mientras que la teoría tradicional de la libertad de expresión valora la autonomía de los participantes en el debate público democrático, pero no parece defender una posición robusta o demandante sobre la calidad del intercambio de ideas, la teoría democrática de la libertad de expresión concibe el proceso deliberativo previo a la decisión democrática como un proceso exigente en cuanto a las características de ese intercambio. De allí que las teorías tradicionales recurran a las metáforas del mercado libre de ideas o a la de Hyde Park, mientras que las segundas utilizan la de la asamblea de ciudadanos para caracterizar lo que entienden como el deber ser del proceso de autogobierno. Mientras las primeras metáforas ponen en evidencia que el proceso previo a la decisión democrática debe ser casi completamente desregulado, la metáfora de la asamblea de ciudadanos supone un conjunto de reglas exigentes y un árbitro o moderador que las aplique conduciendo la deliberación hacia una decisión más lejana de las opiniones iniciales con las que los ciudadanos ingresan al proceso de intercambio y más parecidas a un juicio surgido como consecuencia del sopesamiento de razones e información21. Esta última tesis se ve con claridad en los trabajos de Meiklejohn y de Fiss publicados en este volumen, así como también en el de Sunstein22. Si bien podríamos suponer que dado que lo que realmente divide a ambas teorías de la libertad de expresión es una discrepancia profunda respecto de las concepciones de democracia que suponen, y que por lo tanto no hay posibilidad de superar el desacuerdo, quizá sea posible acercar posiciones si confrontamos la teoría tradicional de la libertad de expresión con sus propios presupuestos: la valoración de la autonomía como un elemento irrenunciable de su teoría política y la valoración de la democracia como el sistema de autodeterminación colectiva que preserva y supone esa autonomía. La tesis tradicional de la libertad de expresión no debería conspirar contra la posibilidad de que el individuo se desarrolle autónomamente en términos individuales y colectivos como consecuencia de una supuesta protección de la autonomía que resulte autofrustrante.

Aun asumiendo que la democracia requiere del intercambio de perspectivas diferentes y que la libertad de expresión podría contribuir a que este tenga lugar, ¿es inevitable que la teoría de la libertad de expresión esté condicionada y controlada por la teoría de la democracia? ¿Podrían separarse los dos objetivos: el de que seamos libres de expresarnos y el de que nuestra deliberación democrática sea robusta? ¿Es un juego de suma cero en el cual el aumento de la autonomía deriva en el debilitamiento de la deliberación democrática y, simétricamente, el perfeccionamiento de la deliberación y del autogobierno deriva en una afectación progresiva de la autonomía? ¿No podría lograrse la deliberación democrática sin recurrir a la interferencia estatal en materia de libertad de expresión?

Imaginemos que, por razones que desconocemos, siempre que los ciudadanos, sus representantes en el gobierno y los funcionarios discuten acerca de un problema que requiere de una decisión pública, la perspectiva correcta o aquella que podría conducirlos a la mejor decisión les fuera completamente desconocida. La democracia como sistema de autogobierno que persigue el objetivo de lograr las mejores decisiones para beneficio de los autogobernados resultaría inefectiva y conduciría a situaciones que, lejos de beneficiarlos, los dañarían. La democracia requiere que los ciudadanos tengan acceso a la mayor cantidad de información, ideas y perspectivas para poder tomar colectivamente las mejores decisiones posibles. El desconocimiento de información relevante para la toma de una buena decisión, o de ideas o de perspectivas, por las razones que sean, podría ocasionarles un daño que, en algunos casos, sería gravísimo —como la declaración de una guerra, la omisión de estrategias cruciales para prevenir una epidemia o la pérdida de garantías constitucionales frente al poder coactivo del Estado—. Si uno de los modos más efectivos de prevenir el VIH-sida es el uso de preservativos y si, por los motivos que fuesen, no se pudiera compartir esa información, personas concretas de carne y hueso morirían y la epidemia se extendería. La falta de información, de ideas y de perspectivas nos puede hacer menos libres, menos autónomos y, en última instancia, menos autogobernados a tal punto que conduzca a que nos autoinflijamos daños que podrían incluso ser irreparables.

Por otro lado, la democracia liberal supone el reconocimiento de que todas las personas somos agentes autónomos con la capacidad y el derecho de diseñar y llevar adelante nuestros propios planes de vida sin interferencias estatales o de terceros que los pongan en riesgo. Uno de los aspectos del ejercicio de nuestra autonomía es la posibilidad de pensar con libertad, expresar nuestras ideas y preferencias y actuar según ellas. Todas las teorías de la libertad de expresión —tradicionales o democráticas— y de la democracia coinciden en el reconocimiento de esa relación. Sin embargo, si bien no todos comparten la caracterización de esa relación, para algunos el vínculo de la libertad de expresión con la democracia surge a partir del carácter liberal de esta última, en el sentido de que un sistema de autogobierno colectivo supone la autonomía personal de cada uno de los miembros de la comunidad autogobernada. Si esa autonomía personal fuera interferida o suspendida, no tendría sentido hablar de una comunidad autogobernada, pues ¿cómo sería posible tomar decisiones libres en forma colectiva si los miembros de la comunidad no fueran libres de contribuir según su propio criterio al proceso colectivo de toma de decisiones? Desde esta perspectiva, la relación entre democracia y libertad de expresión es instrumental, aunque en un sentido débil: el único requerimiento de la democracia consistiría en que se exterioricen las voluntades de los individuos para lograr, en consecuencia, la libertad colectiva, asumiendo que la combinación de esas exteriorizaciones nunca generaría resultados contrarios al ejercicio de la autonomía o del autogobierno. Esta relación entre libertad de expresión y democracia podría resultar semejante a las nociones de mercado y de libre competencia, asumiendo que no existen imperfecciones en el funcionamiento de ese mercado, posiciones dominantes o información incompleta. En la medida en que todas las personas sean libres de actuar en el mercado, este funcionaría como un mecanismo eficaz de distribución de bienes y servicios. La libertad de los agentes aseguraría la libertad colectiva.

Otra perspectiva acerca de la relación entre democracia y libertad de expresión concibe, en cambio, a esta última como instrumental, pero en un sentido más fuerte o más exigente respecto del modo en que debe ejercerse como consecuencia de dos discrepancias sustanciales con la visión anterior. En primer lugar, esta segunda caracterización de la relación sospecha que existe una posibilidad cierta de que, a pesar de liberar la autonomía de los miembros de la comunidad, la información con la que contarán para tomar decisiones de autogobierno no será completa y que, en consecuencia, la democracia como sistema de autodeterminación colectiva no sería posible si solo depende de esa liberación de autonomías. Algunas voces callarán mientras otras se harán oír con fuerza, algunas perspectivas ni siquiera serán imaginadas mientras las ideas y creencias más asentadas seguirán afirmándose, incluso si no son ciertas, porque nadie las desafía y expone como falsas. En segundo lugar, la concepción de democracia que maneja esta última visión de la relación entre una concepción de democracia, que podemos llamar deliberativa, y la libertad de expresión, es más exigente y no se conforma con que fluya y circule la información para que los ciudadanos individuales formen sus opiniones y juicios, como sucede en Hyde Park, sino que considera que la democracia también requiere que los miembros de la comunidad interactúen entre sí, se ofrezcan mutuamente razones que respalden sus posiciones e intercambien información señalando prejuicios y falsedades, como sucede en el modelo de la asamblea de ciudadanos.

Desde esta visión normativa de democracia como deliberación, la libertad de expresión no solo es un presupuesto del sistema de autogobierno, sino que su ejercicio está caracterizado por la necesidad de que tenga lugar un genuino intercambio de razones y de información y de que, además, surja en el proceso deliberativo la mayor cantidad de ideas, datos y perspectivas posibles. Las consecuencias de adoptar una versión débil o fuerte, o más o menos exigente, de la relación entre democracia y libertad de expresión son enormes en cuanto a las políticas concretas que derivan de ellas. La mayor o menor demanda sobre lo que se espera del ejercicio de la libertad de expresión es fundamental sobre todo en un aspecto de crucial relevancia: el nivel de interferencia estatal con la autonomía para lograr la libertad individual y el autogobierno. Esta interferencia estatal respecto de las acciones y decisiones de los individuos involucrados en el debate público podrá adquirir la forma de una regulación administrativa o legislativa, o también de una sentencia judicial. La noción de interferencia estatal es a menudo atacada por los defensores de la tesis tradicional de la libertad de expresión asociada a una defensa radical de la autonomía, pero esta tesis tiene un problema: supone generalmente que la inexistencia de regulación no implica interferencia. Autores como Sunstein o Fiss llamarán la atención sobre la inevitable omnipresencia de la interferencia estatal, dado que la omisión de regular es una forma de acción estatal muchas veces tan efectiva como la regulación. La cuestión no debería presentarse como una contradicción entre regulación y autonomía, sino qué tipo de regulación favorece la autonomía y el autogobierno y qué tipo de regulación los impide. Para estos últimos autores, la línea que diferencia la acción de la inacción estatal se disipa. El Estado actúa cuando regula y cuando desregula o no regula23, por eso conduce a error esta distinción entre regular o interferir versus no regular o no interferir, y proponen pensar en qué tipo de regulación o intervención favorece el autogobierno y el desarrollo de la autonomía.

Resulta muy difícil si no imposible determinar si las cláusulas constitucionales o de los tratados internacionales que protegen la libertad de expresión han sido diseñadas y establecidas teniendo en cuenta una u otra versión de aquella relación entre democracia y libertad de expresión. Por ello, la respuesta acerca de cuál sería la teoría correcta respecto de esa relación —o la teoría correcta de la libertad de expresión— no puede basarse de forma excluyente en la identificación de las intenciones del constituyente, sino que solo puede ser identificada a partir de la adopción —y justificación— de una determinada teoría de la democracia. Una visión de la democracia que no le otorgue a la deliberación un lugar central para poder justificarla como forma de gobierno no requerirá una relación fuerte o exigente entre democracia y libertad de expresión. Desde esta perspectiva, no se le exigirá al Estado un nivel de acción tan profundo, como sí se le exige desde una visión deliberativa de la democracia, suponiendo una relación más fuerte entre democracia y libertad de expresión. Se concibe a esta última no solo como la posibilidad de compartir nuestras ideas, sino como la necesidad de que tenga lugar un proceso deliberativo entre los participantes del sistema político que intercambian razones, argumentos e información. Una concepción no deliberativa de la democracia que suponga una relación débil —poco exigente— con la libertad de expresión y el modo en que ésta se ejerce conduciría a una severa afectación del autogobierno. También llevaría a tomar decisiones que resultarán contraproducentes a los intereses y preferencias de los individuos. Ello no sucedería, en cambio, si exigimos una relación más robusta entre democracia y libertad de expresión, una que ofrezca la posibilidad no solo de que aquellos que puedan hacerlo expresen lo que deseen, sino de que lo hagan de forma tal que colectivamente eleven las probabilidades de acertar con la decisión más cercana a la decisión correcta.

Si los defensores de la teoría tradicional de la libertad de expresión son reticentes a aceptar que ésta deba ser concebida como precondición de la democracia en su concepción deliberativa, entonces, quizá sea más aceptable argumentar que la protección de la libertad de expresión no puede ser interpretada de modo que frustre el funcionamiento del sistema democrático de autogobierno y la deliberación que es su precondición.

La tesis populista o popular de la libertad de expresión que defiende Balkin también tiene como eje una relación íntima entre esa libertad y la democracia, pero parte de una redefinición de la primera que requiere una reconceptualización de la segunda. Para esta perspectiva, como vimos más arriba, el surgimiento de la internet forzaría la construcción de una nueva configuración del derecho a la libertad de expresarse, así como el surgimiento de los medios masivos de comunicación del siglo XX determinaron el surgimiento de la tesis progresista o liberal de la libertad de expresión. El hecho de que las nuevas tecnologías hayan hecho posible que todas las personas sean virtualmente canales de sus propias expresiones sin depender de los medios tradicionales de comunicación no solo redefine la libertad de expresión, sino que también obliga a desplazar la noción de democracia más allá de su casi exclusiva relación con el gobierno y el campo de lo político. Así, Balkin propone una nueva centralidad para un concepto alternativo de cultura democrática que permea nuestra vida cotidiana y según el cual la participación en esa democracia no se circunscribe a la relación con sus representantes, sino en su contribución e incorporación a la cultura. En sus propias palabras,

[L]as tecnologías digitales hacen más patentes los rasgos cultural y participativo de la libertad de expresión. [...] ofrezco una teoría de la libertad de expresión que tiene en cuenta estos rasgos. El propósito de la libertad de expresión [...] es promover una cultura democrática. Una cultura democrática es más que las instituciones representativas de la democracia y es más que deliberación sobre asuntos públicos. En cambio, una cultura democrática es una cultura en la cual los individuos tienen una oportunidad real de participar en la construcción de sentido que los constituye como individuos. La cultura democrática consiste no solo en el ejercicio de la libertad individual, sino también en el autogobierno colectivo, es acerca de la habilidad del individuo de participar en la producción y distribución de cultura24.

Esta perspectiva expande las nociones de libertad de expresión y democracia de modo que parece confrontar tanto con la visión de la libertad de expresión tradicional como con la teoría democrática de esa libertad. Para Balkin, lo individual es inescindible de lo colectivo y lo político como centro y eje del ejercicio de la libertad de expresión es demasiado estrecho. De vuelta a las metáforas, la visión de la tesis populista claramente invita a salir de la propuesta de la asamblea de ciudadanos en varios sentidos: la libertad de expresión no es solo lo que sucede dentro de la sala en la que se desarrolla la reunión, sino que se cuela en cada aspecto de nuestras vidas, en la calle, en la casa, en la escuela, en el arte, y, por supuesto, en la política institucionalizada. También se aparta de ese modelo al expandir la agenda más allá de las cuestiones de gobierno. Así, podría parecer una tesis que asocia más la libertad de expresión con la autonomía que con la democracia, pero en el mismo movimiento que logra que la expresión sobrepase y vaya más allá de la política gubernamental, expande la noción de democracia y abraza la de cultura democrática, al tiempo que se aparta también de la tesis que hace centro en la autonomía y que se opone a instrumentalizar esta última.

Precisamente por esta razón, por conservar una cierta relación entre libertad de expresión y democracia, Balkin parece presentar su tesis no como contrapuesta con la tesis liberal o progresista o democrática de la libertad de expresión, sino como una versión 2.0 de aquella tesis que irrumpió en el siglo XX junto con los grandes medios de comunicación de masas. Sin embargo, por otra parte, es una tesis que se presenta contraria a la tesis liberal por considerarse desapegada de principios universales y descontextualizados. Es el contexto el que define el principio, y esto no responde a una concepción liberal de los derechos. No obstante, las consecuencias de políticas públicas de la tesis populista no parecen estar totalmente en conflicto con la tesis progresista, sobre todo en lo que hace a las prevenciones de esta última contra el surgimiento de actores que distorsionen o impidan el debate público, pero en el caso de la visión populista la aversión es a la distorsión o el impedimento del desarrollo de la cultura democrática. Hay en la postura de Balkin un cierto optimismo en que las tecnologías digitales ofrecen un reaseguro respecto de esos riesgos, pero ese optimismo resulta dudoso frente a las amenazas que esas mismas tecnologías traen consigo y que presentan autores como Sunstein25 y Lessig26. Analizaré algunos de esos riesgos en las secciones siguientes referidas al problema de la polarización política y de la formación de preferencias como amenazas al buen funcionamiento de la democracia deliberativa, pero antes veamos la relación existente entre diferentes concepciones de democracia y la caracterización de aquello que entendemos por expresión.

La concepción de democracia que se tome como presupuesto para una teoría de la libertad de expresión conducirá a establecer el vínculo o la relación —más o menos exigente— entre ambas. Diferentes concepciones del régimen democrático de gobierno llevarán a nociones diferentes de aquello que entendemos por ejercicio de la libertad de expresión y, en última instancia, a fundamentar diferentes nociones de aquello que llamamos “expresión”. Por ejemplo, como vimos más arriba, el concepto de cultura democrática que defiende la tesis populista de la libertad de expresión se asocia a una visión de la libertad de expresión entendida como “la habilidad del individuo de participar en la producción y distribución de cultura”27. Diferentes tipos de exteriorizaciones de nuestros sentimientos, ideas, posiciones, información o perspectivas reclaman la protección del derecho a la libertad de expresión.

Sin embargo, en contraste con la visión amplia de la tesis populista, se podría afirmar que no todas las expresiones son iguales ni deberían ser tratadas de la misma manera, justamente por esas diferencias que las distinguen. No es lo mismo expresar una perspectiva política respecto del mejor régimen impositivo que expresar en un aviso publicitario las razones por las que los consumidores deberían comprar el producto que vendo. La exigencia de veracidad, por ejemplo, jamás podría ser un límite a la expresión política, y sin embargo hay un consenso extendido respecto de la posibilidad de que el Estado le exija a una empresa no mentir respecto de los atributos de sus productos o incluso la obligue a expresar cuáles son sus componentes o los efectos de su consumo o uso. Esto último sucede en la mayoría de las democracias liberales con los medicamentos, los alimentos, los cigarrillos o los juguetes para niños, por mencionar solo algunos ejemplos prácticamente no controvertidos.

Las distinciones entre tipos de expresiones y su relación con diferentes tratamientos desde la perspectiva del ejercicio de la libertad de expresión y sus límites es una cuestión omnipresente en el debate sobre el alcance de la interferencia estatal justificada con esa libertad. Por ejemplo, una parte importante de la literatura sobre el derecho a expresarnos libremente gira en torno a la cuestión de si la noción de expresión se aplica solo a la emisión de palabras u otros medios de manifestación de un mensaje expresado en palabras, o también a la consumación de actos que encierren en sí mismos, en forma simbólica, por ejemplo, la transmisión de una idea, perspectiva, opinión o información. En la misma línea, también podemos preguntarnos si la expresión artística que no implique una toma de posición política o no intente hacer una contribución al debate público es un tipo de expresión protegida por las cláusulas constitucionales que refieren al derecho a la libertad de expresión. Podemos encontrar en el derecho comparado diferentes estrategias respecto del trato que deben recibir distintos tipos de expresión, pero hay un consenso bastante amplio en que existen diferentes tipos de expresión que requieren una diversidad de formas o niveles de protección y que, por lo tanto, toleran o no toleran distintos grados de interferencia estatal. Habrá, por ejemplo, expresiones protegidas que admitan mayores o menores niveles de interferencia estatal, como sucede con el caso que mencioné más arriba de las expresiones políticas, por un lado, y las expresiones tendientes a defender o promover la compra de un producto, conocidas como expresión comercial, por otro.

Meiklejohn, por ejemplo, distingue las expresiones protegidas por la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, las que contribuyen a lo que él y Fiss denominan libertad política, y las expresiones que pueden estar sujetas a otro tipo de tratamiento regulador, como el contenido de la publicidad comercial o el acto de gritar “¡fuego!” en un cine colmado de gente. Algo similar podría decirse del tratamiento que a la libertad de expresión le da la Constitución argentina, cuyo artículo 14 establece que toda persona tiene derecho “a expresar sus ideas por la prensa sin censura previa” y luego el 19 protege las “acciones privadas de los hombres” que no afecten a un tercero, entre las cuales podrían considerarse las expresiones artísticas sin contenido político u otras expresiones que no contribuyan o intenten contribuir al debate público28. Uno podría entender que mientras el artículo 14 se refiere al debate público, el que tenía lugar al momento de dictarse la Constitución en 1853 en los periódicos y a la protección de las expresiones políticas, aquellas expresiones que no resultaran relevantes para ese debate se encontrarían protegidas bajo el paraguas de la no vulneración de la autonomía personal prescripta en el artículo 19.

Así como hay actos que claramente no aspiran a realizar una contribución al debate público conducente a una decisión de autogobierno —como sucede con los prospectos que describen la composición de un medicamento—, hay actos que, sin embargo, tienen por objeto claramente hacer un aporte a aquel debate. Los bloqueos de rutas por manifestantes con el objeto de hacer oír en el debate público el reclamo por la contaminación ambiental, por la protección de los derechos civiles de una minoría racial o por la caída de sectores de la comunidad en situaciones de extrema pobreza o la quema de una bandera en repudio a alguna decisión del gobierno no son meros actos carentes de significado político —como sí sucedería con el grito de “fuego” en el cine colmado—, sino que son actos expresivos en el sentido que les dan a esos actos Meiklejohn y Fiss, y por lo tanto protegidos contra interferencias estatales en la medida en que hagan una contribución al debate público y como consecuencia de ello. Lo mismo sucede con la producción artística de Mapplethorpe cuyas fotografías en los años ochenta denunciaban la dramática situación que atravesaba la minoría gay como consecuencia de la dispersión del virus del VIH frente a la desatención de la mayor parte de la sociedad de los Estados Unidos y del gobierno de ese país29. O el caso de León Ferrari en Argentina exponiendo su mirada crítica hacia la guerra o el comportamiento de la jerarquía de la Iglesia católica30. Estos actos y manifestaciones por medio del lenguaje de los símbolos resultan, en estos casos, protegidos tanto por el derecho a la libertad de expresión, entendido como instrumental a la libertad política, como por el derecho a diseñar e implementar el propio plan de vida conforme al mandato de nuestra autonomía personal. Pero hay actos y expresiones, como sucede con muchas otras expresiones artísticas, que resultarían solo protegidos por el 19 y no por el 14, por no ser expresiones en el sentido de aportes al debate público31.

Otra cuestión relevante relacionada con el concepto de expresión es la que se refiere a su vínculo con la noción misma de “contribución al debate público”. Si el acto de expresarse para participar del debate público fuera lo que el derecho a la libertad de expresión protege, entonces ese derecho no se vería afectado si por razones justificadas en aquellos mismos presupuestos de la protección se impusieran límites desde el Estado para continuar haciendo el mismo punto que ya se hizo y que se encuentra presente en el debate público. En términos concretos, si el acto de bloquear una ruta fuera exitoso en el sentido de llamar la atención sobre una determinada demanda social se logró con éxito y se ha conseguido incorporar ese planteo como insumo al proceso deliberativo, ¿podrían imponérsele límites, una vez que hizo su contribución discursiva o en la medida en que no se impida que la haga? Lo mismo podría suceder con los aportes en dinero a las campañas políticas. Aun si se piensa que la contribución en dinero es una forma de expresión —algo que sería debatible, tal como lo demuestra la jurisprudencia controvertida de la Corte Suprema de los Estados Unidos al respecto32—, ¿podría considerarse una violación a ese derecho el que se impongan límites a esos aportes? Si con un determinado aporte de dinero una persona ha logrado no solo expresar sus convicciones políticas, sino también contribuir a que quienes se postulan a conquistar el voto de la ciudadanía puedan hacerlo gracias a ese aporte, impedir que el aumento de la contribución distorsione el debate público atrayendo una porción exagerada de la atención limitada de la ciudadanía no parece afectar la libertad de expresión. Por el contrario, parece beneficiar esa libertad en cabeza de terceros al tiempo que favorece la libertad política.

De vuelta a la relación entre libertad de expresión y democracia, incorporando ahora el debate sobre la noción misma de lo que significa “expresión”, una pregunta aceptable sería por qué deberíamos optar entre una relación débil y una fuerte, menos o más demandante respecto de lo que significa expresarnos en el sentido de hacer una contribución al debate público. ¿Por qué no exigir una relación débil y fuerte a la vez? ¿Por qué no consideramos que la libertad de expresión requiere que todos se expresen sin interferencias estatales de ningún tipo, y que, además, utilicemos al Estado para incluir más voces en el debate público y tendamos también a generar una práctica de intercambio y deliberación que mejore la calidad de nuestra democracia? El problema es que en algunas situaciones relevantes —aunque excepcionales—, según sostienen autores como Meiklejohn o Fiss, parece ser necesario limitar la libertad de expresión de algunos para lograr que todos puedan ejercer esa misma libertad. Esta es la ironía de la libertad de expresión de la que nos habla el último de esos dos autores. El derecho requiere ser limitado en el caso de algunos individuos para que otros puedan ejercerlo y para que todos puedan gozar de la libertad política.

Un buen ejemplo en este sentido es el de los límites a las donaciones de individuos y empresas para las campañas políticas al que me referí más arriba. Nuevamente, las metáforas del libre mercado de ideas o de Hyde Park y la de la asamblea de ciudadanos resultan ilustrativas para mostrar el modo en que esas tensiones podrían resolverse de modos divergentes. Los modelos expresados en las dos primeras metáforas no objetarían la presencia de aquellos que buscan impedir el normal desarrollo del debate o la ausencia de una verdadera deliberación. Sin embargo, la metáfora de la asamblea de ciudadanos presupone que la ausencia del moderador y la falta de aplicación de las reglas de la deliberación —incluyendo la adhesión a la agenda de la reunión— conducen a la imposibilidad de realizar el autogobierno y la autonomía. Además, darían un poder extraordinario en el sistema democrático a aquellos actores capaces de imponer su punto de vista no como consecuencia de sus argumentos e información, sino por otros factores como el volumen de su voz, su desprecio por los buenos modales o simplemente su poder o su fuerza, lo cual no puede estar más enfrentado con los ideales de autonomía y de autogobierno.

La tesis que casi de forma excluyente asocia a la libertad de expresión con el ejercicio de la autonomía entiende, por ejemplo, que cualquier restricción o tope a la donación de dinero de particulares o empresas para campañas políticas o cualquier límite al derecho de manifestarse en las calles bloqueando el paso de automóviles o transeúntes resultan en una afectación de la libertad de expresión. Pero ¿es así? ¿Y si el problema surge a partir de una mala formulación de la pregunta, que no matiza el significado del término “expresión”? ¿Realmente estamos limitando la libertad de expresión de los que quieren donar más dinero si imponemos desde el Estado un tope para esa donación? ¿Obligar a donar menos de lo que se desea donar significa que esas personas se ven impedidas de expresar sus ideas o de apoyar a quienes las expresan? ¿Qué quiere decir “expresarse”? Si por “expresarse” entendemos tener la capacidad de sumar a la deliberación una perspectiva, de ofrecer las razones que la justifican, de brindar los datos y la información que la respaldan, entonces ¿qué tiene que ver eso con los límites a las donaciones? ¿Acaso el que dona, y supuestamente se expresa haciéndolo, se expresa menos o deja de expresarse si no puede donar más dinero? Aportar más a una campaña electoral no implica necesariamente expresarse más, en el sentido de aportar más información, más ideas o más argumentos, sino de influir en el debate público con mayor potencia, algo así como sucede con el que más grita o utiliza amplificadores de voz más potentes en Hyde Park o en la asamblea de ciudadanos.

Lo mismo sucede con la protesta social como forma de expresión. ¿Más protesta en el sentido de más días de bloqueo de calles implica siempre más expresión? Si los manifestantes ya han logrado llegar con su perspectiva al debate público y sus conciudadanos están discutiendo acerca de lo que los manifestantes proponen, ¿no han ejercido ya su derecho a la libertad de expresión? ¿Es imprescindible que se sigan manifestando como parte de su ejercicio de la libertad de expresarse? Imponer límites a la prolongación por más tiempo del corte de las calles o establecer topes a la donación de dinero a una campaña electoral, ¿implica que esos manifestantes y esos aportantes están siendo censurados? Las manifestaciones que bloquean rutas tienen sentido como medio para visibilizar una posición y hacerse oír, pero si pudiéramos visualizarlo en un gráfico de coordenadas, ese vector ascendente de expresión llega en algún momento a un punto de meseta a partir del cual la manifestación deja de ser una expresión que fuera silenciada y que lucha por hacerse oír para convertirse en la repetición sin fin de la misma idea que deja de perseguir el objeto de introducir una perspectiva, una idea o información. Ya no sería una mera expresión y pasaría a convertirse en uso de fuerza y presión —que como tal podría estar permitida basada en otro derecho, pero no por ser ejercicio de la libertad de expresión—. Lo mismo sucede con el aportante a la campaña electoral. Una cierta cantidad de dinero aportado a la campaña electoral de un candidato puede ser muy útil para poner a ese candidato y sus ideas y propuestas en el debate público, pero hay un punto en que la cantidad de dinero aportada ya no se asocia con la intención de darle visibilidad a una idea o propuesta y empieza a parecerse a una maniobra de imposición de esa idea por la fuerza del poder del dinero, a un punto tal que ya no justifica seguir viendo la donación partidaria como expresión y comienza a asemejarse a una presión o desplazamiento de otras voces con menos poder económico.

Este argumento que presento aquí podría tener un problema: supone que los individuos que reciben una perspectiva expresada “con más fuerza” —traducida como más cantidad de minutos en televisión o más presencia en las redes sociales, por ejemplo— van a tomar decisiones menos autónomas. En otras palabras, supone que el proceso de formación de preferencias individuales puede ser manipulado y, en consecuencia, supone que las personas no somos capaces de actuar autónomamente en ciertas circunstancias. De algún modo, este argumento presume que, dadas esas circunstancias, los seres humanos no somos autónomos, y esto es justamente lo que la tesis tradicional de la libertad de expresión encuentra problemático en la tesis de la libertad de expresión derivada de una concepción de la democracia deliberativa. En respuesta a esa posible crítica, sugiero revisitar los argumentos que ofrecí más arriba sobre interferencias estatales paternalistas con la autonomía y los que presento en la siguiente sección sobre formación de preferencias.

Libertad de expresión: un ideal en disputa

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