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I. METÀFORAS

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El debate sobre el contenido y alcance de la protección de la libertad de expresión ha estado dominado por una especie de guerra de metáforas. Casi todas las posiciones teóricas en pugna han recurrido a imágenes que han sido muchas veces muy efectivas para lograr adhesiones, así como también para iluminar problemas que esas mismas teorías encierran.

Una de esas metáforas, quizá la más extendida y no solo dentro del ámbito especializado del derecho, sino también entre legos, es la que asocia la libertad de expresión con una mercancía a disposición de los consumidores. Esta metáfora relaciona la exteriorización de información o perspectivas con el mercado de ideas. La tesis detrás de la imagen busca fundamentar la protección de la libertad de expresión sobre la base de la analogía con el libre mercado de bienes y servicios. Si bien la metáfora se asocia con las teorías sobre la libertad de expresión presentes en la obra de John Milton titulada Areopagitica, escrita en 16444, y luego la de John Stuart Mill y su defensa de la libertad de expresión en On Liberty, de 18595, la referencia al free trade of ideas o libre intercambio de ideas surge del salvamento de voto de Oliver Wendell Holmes Jr. en el caso Abrams v. United States6, decidido por la Corte Suprema de los Estados Unidos en 1919. Más precisamente, es en la sentencia de William O. Douglas, juez de ese tribunal, en el caso United States v. Rumly de 19537, donde se afirma que quienes difunden o publican sus ideas en verdad están compitiendo entre sí por ganarse un lugar en las mentes de las personas. Así, esa exteriorización de perspectivas y de información conforma un mercado de ideas. También surge un concepto equivalente en el caso Branderburg v. Ohio8, decidido por ese mismo tribunal en 1969. Si bien es cierto que las teorías de Milton y Mill, por un lado, y la metáfora de Holmes, por el otro, comparten un fuerte rechazo a la censura previa, hay una diferencia notable entre las posturas de los dos primeros y la del último. Milton y Mill sostenían que era necesario no interferir con ninguna expresión pues el ejercicio de la libertad de todos los individuos aseguraba el surgimiento y la prevalencia de la verdad. De este modo, las malas ideas o las informaciones erróneas serían expuestas y rechazadas gracias al contraste con la mera expresión de las buenas ideas y de la información correcta que competirían con ellas en el mercado. Más allá del optimismo en el flujo de ideas e información para llegar a las buenas decisiones, lo que subyace a las tesis de Milton y de Mill es la aspiración de identificar la verdad o la mejor respuesta a un problema público —o privado— por medio de la discusión. La atención de estos filósofos estaba puesta en la necesidad de crear las condiciones para que la comunidad autogobernada tome las mejores decisiones posibles. La protección de la libertad de expresión formaría parte de esas condiciones.

Sin embargo, la metáfora de Holmes no parece estar dirigida hacia esa misma aspiración, sino que coloca en situación de prevalencia aquello que Cass Sunstein asocia con la denominada “soberanía del consumidor”, en este caso el consumidor de ideas9, así como la satisfacción de sus preferencias. Con este movimiento hacia una especie de teoría del mercado y del consumo, la metáfora de Holmes se aleja de la filosofía de Milton y Mill y de la implícita alusión a la teoría de la democracia presente en sus perspectivas, a pesar de que ambas tesis comparten algunos rasgos relevantes. De este modo, si proponemos un test contrafáctico e imaginamos que Milton y Mill fueran conscientes como lo somos hoy de que no siempre ese flujo de ideas e información provee a las personas todas las ideas o toda la información disponible, y si suponemos que conocían lo que sabemos hoy acerca del proceso de formación de preferencias e ideas, podríamos, quizá, aunque no sea más que por hipótesis, afirmar que sostendrían los principios de su teoría, pero que recurrirían a matices. Posiblemente estarían abiertos a que la aspiración básica de la tesis —la búsqueda de la verdad— no se vea frustrada por la dinámica propia de quienes buscan influir en el flujo de las ideas de modo espurio con la difusión e inundación de noticias falsas por las redes sociales o por la excluyente imposición de ideas o perspectivas por quienes poseen los recursos económicos para ocupar una porción importante del debate público en los medios de comunicación, como sucede, por ejemplo, con las campañas electorales cuando las donaciones de particulares no tienen límite. En otras palabras, para Mill y Milton, y para autores más modernos como Meiklejohn, Kalven, Fiss y Sunstein, la libertad de expresión es instrumental a la búsqueda de la verdad y, por consiguiente, a la autodeterminación individual y colectiva y a la libertad política, argumento que generalmente rechaza el modelo del mercado de ideas.

En suma, estos últimos autores citados, los antiguos y los modernos, identifican la libertad de expresión con una precondición para el normal desarrollo del proceso de toma de decisiones democrático. Por su parte, la metáfora de Holmes, en lugar de instrumentalizar la expresión, la vuelve una mercancía que puede ser de mejor o de peor calidad, pero que siempre proveerá aquello que los consumidores buscan y en lo que estos se verán satisfechos gracias a la competencia en el mercado. Sin embargo, el modelo del mercado de ideas no está apoyado en la aspiración de lograr un permanente perfeccionamiento de nuestras visiones del mundo, de sus problemas y posibles soluciones. La importancia de la protección de la libertad de expresión radica en que aquella persona que desea consumirla la encuentre en el mercado. Esta tesis de Holmes quizá también suponga una entronización implícita del principio de autonomía, central en el proyecto liberal clásico, pues además de la libertad de los consumidores para elegir la idea que prefieran, se asume la centralidad de la autonomía del que se expresa para ofrecer su idea en el mercado. Así, la tesis de Holmes privilegia la libertad del que se expresa y la soberanía del consumidor, tanto como su autonomía, y soslaya la relación que existe entre esas dos libertades individuales y la posibilidad de llegar a una mejor solución a un problema público, como parecen defender Milton y Mill en su proyecto de búsqueda de la verdad.

Una segunda metáfora asocia la justificación de la libertad de expresión con la tradición inglesa de expresar públicamente las ideas en la esquina de Hyde Park (Speakers’ Corner), lugar de existencia real donde, supuestamente, las personas tenían total libertad e inmunidad para exteriorizar sus ideas. Este mito —pues ni existe tal libertad total ni es esta esquina el único sitio donde los ingleses podían o pueden expresarse libremente— nació a mediados del siglo XIX en el contexto del surgimiento del movimiento cartista, que reclamaba reformas políticas para lograr una mayor participación del pueblo, y sobre todo de los trabajadores, en el gobierno. La Ley de Regulación de Parques de 1872 delegó la autoridad sobre ellos en la agencia administrativa correspondiente en lugar de reconocérsela al gobierno central. La imagen de Hyde Park que tenemos grabada en la mente es la de un individuo subido a un banquillo en esa esquina de Londres expresando a gritos y con sus manos alzadas sus ideas frente a una audiencia de personas que pasan por allí y que se detienen a escuchar con atención. Otros, en cambio, interrumpen al que se expresa, también a los gritos, superponiendo sus voces con la intención de que el que se encuentra en el sitial del emisor se calle o intentando impedir que lo que dice se escuche, desviando la atención o incluso impidiendo la comunicación de aquél con los receptores. No hay reglas en Hyde Park que eviten esa cacofonía, ni normas que impidan que los más agresivos dobleguen la voluntad de expresarse de quien se ha parado en esa esquina a manifestar sus ideas o compartir información. Todo puede expresarse del modo que se quiera, cuando se quiera y sobre lo que se quiera. No hay agenda de temas en Hyde Park. Todo puede ser dicho allí —aunque en los hechos han regido algunos límites vinculados con la moral y el decoro—. En este modelo, no importa si los que se expresan son oídos o si alguien con la voz con mayor volumen o los peores modales logra hacer bajar del banquillo al que da su discurso. No hay agenda ni moderador. Si bien no es necesario que ello ocurra, es muy probable que los más duros o rudos prevalezcan, pero quizá no sobrevivan las mejores ideas o la información verdadera. En este sentido, podemos encontrar algunos trazos paralelos entre el modelo de Hyde Park y el del mercado de las ideas, donde la autonomía del que se expresa y la libertad de comprar ideas como consumidores son los valores dominantes que alimentan y nutren la tesis de la protección de la libertad de expresión.

Las metáforas del mercado de ideas y la de Hyde Park han sido particularmente atacadas por Meiklejohn. Éste y sus seguidores han construido una tesis alternativa sobre la base de que aquella no refleja lo que éstos consideraban era lo que en realidad se protegía por medio del reconocimiento del derecho a la libertad de expresión. Así, Meiklejohn propuso una tercera y última metáfora utilizada para modelizar la teoría que subyace a la protección de la libertad de expresión que él defendía: la metáfora de las asambleas de ciudadanos o town meetings. Estas reuniones eran organizadas por los colonos británicos en Nueva Inglaterra en los siglos XVII y XVIII y en ellas discutían cuáles serían las vías de acción que emprenderían juntos respecto de los problemas y cuestiones que debían resolver en comunidad. Constituían una especie de régimen de autogobierno directo con un fuerte componente deliberativo. Si bien esta tesis fue originalmente utilizada por Meiklejohn, volverán luego sobre ella autores como Kalven, Fiss y Sunstein. Desde esta perspectiva, la expresión y la libertad para exteriorizarla son fundamentales para lograr encontrar la mejor solución a un problema que debe resolverse, aquella que aspirando a ser cada vez más convincente logre la adhesión de la mayoría y se convierta así en una decisión de autogobierno. Todos los puntos de vista deberían poder ser expresados y escuchados con atención. Un moderador, que no participa de la discusión con sus propias expresiones y asume el papel de una especie de árbitro de un juego, deberá asegurar que nadie hable por demasiado tiempo e impida que otros puedan hacerlo. Tampoco permitirá que se lleven a cabo agresiones personales que no sean conducentes a la toma de decisión del colectivo autogobernado. Esta metáfora tiene varias asunciones. Una de ellas es la existencia de un tiempo limitado para poder terminar la discusión y adoptar una decisión. A diferencia del modelo del mercado de ideas o de Hyde Park, en los que el factor tiempo o la necesidad de decidir no parecen imponer sobre la expresión ninguna restricción, pues se supone que el debate es infinito, el modelo de las asambleas de ciudadanos presupone que el factor tiempo es limitado y que, por lo tanto, debe ser distribuido con equidad. Ninguna dilación distractora de la conversación por medio de discursos inconducentes estaría permitida en la asamblea de ciudadanos. Su ejercicio podría ser visto como un mecanismo de censura indirecta tendiente a silenciar por medio de la ocupación de todo el tiempo del debate público con la exteriorización de una solo idea, información o perspectiva. Este no es un movimiento permitido en la asamblea, pues conspiraría con el ideal de autogobierno.

Otra asunción de este modelo se vincula con la existencia de una agenda provista por las necesidades de la comunidad. No es posible hablar de cualquier cosa en la reunión de ciudadanos. Nadie debería distraer al conjunto de participantes del foco de los temas de debate, sobre todo dado el límite temporal impuesto para la etapa de discusión previa a la decisión. Finalmente, este modelo presupone la existencia de una serie de reglas que hagan que el intercambio sea productivo para poder tomar la mejor decisión posible, reglas como la del límite de tiempo para cada expositor, la pertinencia de los enfoques, el esfuerzo por ofrecer la mejor argumentación, etc. Esta tesis supone que la protección de la libertad de expresión se relaciona directamente con la posibilidad de ejercer la libertad política y, por lo tanto, la expresión que merece esa protección constitucional es la que hace una contribución a la deliberación pública. Estas presunciones, pero sobre todo la última, llevan a un choque frontal con los dos modelos anteriores y sus respectivas metáforas, pues algunos podrían sostener, como lo hacen Meiklejohn y Sunstein, que el derecho a la libertad de expresión ofrece diferentes tipos de protección según la clase de expresión que se exteriorice.

Dicho de otro modo, aquellas cláusulas constitucionales que protegen la libertad de expresión, como la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos o el artículo 14 de la Constitución argentina, podrían ser interpretadas en el sentido de que solo o fundamentalmente alcanzan a la expresión política, mientras que otros tipos de expresiones —las artísticas sin contenido político o expresiones comerciales, por ejemplo— no recibirían la misma protección de esas normas constitucionales o, al menos, no recibirán el mismo tipo de protección que reciben las expresiones propias del debate político. Suponiendo que las cláusulas protectoras de la libertad de expresión alcanzaran a todas las expresiones, estos autores admitirían que algunas de ellas, las expresiones relevantes para el debate político, resultarían altamente protegidas, por ejemplo, por la Primera Enmienda, mientras que las otras expresiones recibirían una protección menos intensa y estarían más expuestas a interferencias legítimas desde el Estado. Para analizar con mayor detalle este doble nivel protectorio y sus consecuencias, podríamos enfocar el ejemplo de la relación entre la libertad de expresión y la exigencia de veracidad de lo expresado. Mientras que sería inadmisible exigir veracidad en el ejercicio de la libertad de expresión política, pues asumimos que los riesgos de hacerlo para lograr llegar a la mejor decisión son muy altos versus la posibilidad de acertar en la respuesta correcta, resulta generalmente aceptable que el Estado exija veracidad a aquellos que ofrezcan a la venta un producto en el mercado, como sucede con los medicamentos, los alimentos o los juguetes y el ejercicio de la expresión comercial.

La relación entre libertad de expresión y deliberación, en el sentido del intercambio que tiene lugar en el modelo de la asamblea ciudadana, conecta también a la libertad de expresión con la justificación de la regla de mayoría para la toma de decisiones en un régimen democrático. El ideal de autogobierno, central a la noción de democracia, ofrece la dificultad de identificar con algún grado de precisión cuál es el contenido de la voluntad del colectivo autogobernado. El mecanismo imperfecto al que recurre este sistema político para lograr esa identificación es el de la adopción de la regla de mayoría. Resulta obvio que la regla de mayoría no identifica, más allá de cualquier duda, la voluntad del colectivo o, dicho de otro modo, que la decisión tomada por regla de mayoría no refleja la voluntad de aquellos que se encuentran en minoría. Sin embargo, el sistema democrático de autogobierno debe ofrecer a los integrantes de la minoría disidente una razón por la cual, a pesar de ese disenso respecto de la decisión tomada por la mayoría, ellos no deberían considerar que, lejos de autogobernarse, están siendo sometidos por la mayoría. Si la teoría democrática no logra articular razones por las que los disidentes, a pesar de no ver reflejada su posición en la decisión tomada, consideran que forman parte de un régimen de autogobierno, entonces el demócrata tendrá dificultades para distinguir una democracia de un régimen en el que la mayoría somete a la minoría. La teoría democrática ofrece varios argumentos para defenderse del ataque de que el régimen que justifica no es un sistema de autogobierno, sino un régimen de dominación de mayorías. Una primera defensa consiste en sostener que todos —tanto aquellos que formarán parte de la mayoría que decide como aquellos que no— participaron en el proceso deliberativo previo a la toma de la decisión. En teoría, al inicio de la discusión acerca de ésta sobre un asunto en particular aún no se ha identificado quiénes serán parte de la mayoría y quiénes de la minoría. La conformación de una y otra será resultado de la deliberación. En los sistemas de dominio de la mayoría, ésta se encuentra determinada al inicio de la deliberación.

En segundo término, tiende a confundirnos la noción de que existen la mayoría y la minoría, pues parece ser un rasgo de calidad de una democracia el hecho de que algunas de las personas que se encuentran comprendidas dentro de la mayoría y de la minoría en una decisión determinada no formen parte de esos mismos colectivos en otra decisión diferente. Por ejemplo, mientras una misma persona integra la mayoría que decidió el cambio de la ley de matrimonio que permite el casamiento entre personas de un mismo sexo, es posible que ella forme parte de la minoría en la decisión referida a reducir la alícuota del impuesto al valor agregado. Esta falta de cristalización en la composición de las mayorías y minorías en una democracia permite argumentar a favor de la regla de mayoría como consistente con el ideal de autogobierno con el fin de lograr persuadir ese individuo de que no se encuentra sometido por la mayoría al perder la votación sobre el IVA y de que participa de un sistema de autogobierno incluso cuando no forme parte de la mayoría que tomó esa decisión y se vea obligado a obedecerla. En el mismo sentido, resulta difícil sostener este argumento cuando en un sistema democrático las mayorías y las minorías son más o menos homogéneas y aquellos que se encuentran en la minoría en una decisión determinada lo están también en casi todas las demás, o al menos en todas las relevantes para su vida pública o privada. Si además esas minorías o esas mayorías resultan conformadas por personas de una misma raza o un mismo sexo, entonces cobrará fuerza el argumento que sostiene que ese régimen que aspira a ser identificado con la democracia y su regla de mayoría se han convertido en algo más cercano a un régimen que, en lugar de buscar el autogobierno, pasó a ser un régimen de control y sometimiento de la minoría por parte de la mayoría.

Finalmente, en tercer lugar, para la justificación de un régimen de decisión por regla de mayoría que aspire a ser compatible con el ideal de autogobierno es muy importante que las decisiones públicas nunca sean definitivas. Aquí aparece nuevamente el factor temporal. Mantener la discusión abierta hasta lograr el acuerdo total de los miembros de la comunidad política implica, de hecho, darle a la minoría que se encuentra cómoda con el statu quo poder de veto sobre la decisión de la mayoría. Por esto, todos los sistemas democráticos rechazan —o deberían rechazar— la regla de unanimidad o incluso el requerimiento de mayorías demasiado exigentes. Como siempre resulta que la ausencia de toma de decisión implica el mantenimiento de la decisión o ausencia de decisión pasada —el statu quo—, se requiere poner un punto de cierre al debate y pasar a la votación. Pero al mismo tiempo, a partir de ese instante, el debate puede continuar dándole a la minoría la oportunidad de convertirse en mayoría y revertir la decisión tomada. Esta posibilidad de que la minoría continúe incidiendo en el proceso de toma de decisiones evita una vez más afirmar que aquellos que la componen se encuentran sometidos a la voluntad de una mayoría que los subyuga.

La protección de la libertad de expresión en el marco del modelo de la asamblea ciudadana es consistente con todos estos argumentos tendientes a sostener que el régimen de regla de mayoría, inescindible de un sistema democrático de autogobierno, no debe ser percibido como un régimen de dominación de la mayoría. Entonces, es necesario que antes de que la mayoría tome una decisión exista un proceso deliberativo robusto del que no se sospeche que sea un mercado imperfecto de ideas o que impida debatir seriamente los puntos de vista y eventuales impactos de la decisión sobre quienes no formarán parte de la mayoría que toma la decisión. Esa deliberación debe asegurar el surgimiento de la mayor cantidad de información, la más amplia diversidad de ideas y el arco más generoso posible de perspectivas. De otro modo, la justificación de la regla de mayoría se desvanecería.

La propuesta de Balkin nos invita a repensar estas metáforas a la luz del surgimiento de la internet. Sugiere que la teoría democrática de la libertad de expresión —que el autor denomina “progresista” o “republicana”— se relaciona con contextos tecnológicos en los que la expresión se canalizaba predominantemente por medio de vías de difícil acceso, como los periódicos del siglo XIX y anteriores, y la televisión o la radio en el siglo XX. Los riesgos que surgían a partir del recurso a estas tecnologías consistían básicamente en que unos pocos dueños de estos canales podrían influir en el debate acerca de políticas públicas promoviendo solo las perspectivas que ellos apoyen; omitir difundir información, temas o perspectivas que el público debería conocer; y, finalmente, que el funcionamiento de esos medios masivos contribuiría a reducir la calidad del debate público, entre otras razones por tomar decisiones editoriales basadas en el objetivo de aumentar sus audiencias al menor costo posible10, aunque también por las dos situaciones anteriores. Así, los defensores de la tesis progresista o liberal de la libertad de expresión proponen regular la actividad de los medios masivos de comunicación mediante la imposición de restricciones al ejercicio del derecho de propiedad y del derecho a contratar, con el fin de evitar la concentración; imponer obligaciones basadas en el interés público que compelan a la cobertura de ciertos temas y a un tratamiento equilibrado de diferentes enfoques sobre ellos; y exigir la incorporación de una amplia diversidad de voces con el fin de extender y robustecer el debate público (para esto el Estado podría dedicar recursos públicos y no solo regulaciones dirigidas a la actividad de particulares)11.

No obstante, para Balkin, debido al surgimiento de la internet, la posibilidad de que la expresión de una persona o un grupo llegue efectivamente a participar en el debate público ya no depende —al menos no en la misma medida en que dependía en el pasado— de esos canales privilegiados en manos de unos pocos. El autor sostiene que la internet es interactiva, en el sentido de que ya no se da la situación en la que algunos pocos se expresan y otros muchos reciben esas expresiones como meros consumidores. Gracias a la revolución digital todos pueden ser al mismo tiempo emisores y receptores de expresiones. Esta realidad, pensada desde la metáfora del mercado de ideas, altera el supuesto de que unos pocos exhiben sus productos en las góndolas y otros, la mayoría, los consumen. Este mercado es mucho más horizontal y se parece más a una gran feria donde todos compran y todos venden.

Por otra parte, la posibilidad de que todos se expresen por vías más o menos efectivas disponibles en la web podría ser equivalente a una multiplicación casi al infinito de las esquinas de Hyde Park. Así, el autor afirma que si antes el bien escaso era el canal de comunicación, hoy el bien escaso equivalente es la atención de los receptores de las expresiones y de la información. Tantos individuos expresándose en tantas esquinas al tiempo compiten por la atención limitada de los transeúntes que no pueden prestar sus oídos a los emisores de expresiones. Todos compiten ahora con muchos, si no con todos, por atraer la atención de los receptores. Algo equivalente sucedería si hiciéramos el ejercicio de aplicar esta nueva realidad tecnológica a la metáfora de la asamblea de ciudadanos: ¿Cómo mantener una discusión sobre un tema, cómo intercambiar razones e información de forma productiva si en lugar de haber un solo micrófono que circule en la sala de expositor en expositor conforme al equilibrado juicio del moderador, cada participante del debate tiene su propio micrófono? Si bien para Balkin esta nueva realidad obligaría a modificar la teoría de la libertad de expresión construida a partir del surgimiento de los medios de comunicación del siglo XX, las viejas metáforas siguen siendo de utilidad para comprender lo que sucede y los riesgos a los que esa libertad se expone.

Es cierto que esos riesgos se miden en función de la teoría de la libertad de expresión que define el alcance de su ejercicio y protección. Así, desde la perspectiva del mercado de ideas y desde la tesis populista que defiende Balkin, esta oportunidad de que haya más emisores lejos de ser un peligro se convierte en una ventaja. Más opciones implican más libertad, un valor que parece ser central para ambas teorías. En cambio, desde la teoría democrática de la libertad de expresión, el aumento exponencial de voces podría conspirar contra la posibilidad de la deliberación y, por ende, del autogobierno. Sin embargo, el enfoque de Balkin, si bien crítico de la perspectiva liberal, ilumina un nuevo problema que esta última no tuvo en cuenta por haber sido desarrollada antes de la aparición de la internet. En suma, el nuevo fenómeno que tan bien comprende y presenta Balkin podría no ser la justificación para un cambio de paradigma, que es lo que propone, sino que podría estar contribuyendo a un perfeccionamiento de las viejas ideas de los progresistas y republicanos a la luz de los nuevos desafíos que presenta la internet12.

Libertad de expresión: un ideal en disputa

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