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LA CONDICIÓN DEL TRABAJO DE CAMPO

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Sin pretender ofrecer un panorama exhaustivo, considero necesario pensar y contrastar los contextos previos, con los actuales. Me remonto a la antropología de principios del siglo XX, como punto de partida para comprender estos cambios.

Los fundadores de la antropología mexicana —Manuel Gamio, Moisés Sáenz y Julio de la Fuente, entre otros— hicieron trabajo de campo en un México fundamentalmente rural y con un interés político central: la integración del indígena a la nación mexicana.

El punto de partida era el de conocer a un extraño en su propia tierra. El indígena se constituyó en el “exótico”, distante a la cultura nacional que había que describir y conocer para modificarlo e integrarlo. El conocimiento que se generaba buscaba delinear y justificar políticas públicas específicas, casi todas centradas en los ejes de educación y salud, vistos no sólo como problemas sociales de justicia elemental, sino como ámbitos fundamentales de transformación (el cuerpo y la mente).

El trabajo de campo, si bien fue intensivo —ya que consideraban que había un profundo desconocimiento de los grupos indígenas que habitaban el país—, no fue materia de reflexión en sí mismo y se asumieron las propuestas de los antropólogos del norte, sin mucho cuestionamiento, aunque con claros ajustes a las condiciones nacionales. Por ejemplo, Manuel Gamio, como alumno directo de Boas, compartió las premisas básicas propuestas por su maestro,3 sin embargo, tomó distancia de la idea boesiana de la no aplicación directa del conocimiento obtenido.

En el mismo tenor de la antropología aplicada, encontramos los tra bajos de Gonzalo Aguirre Beltrán, que aunque se mantuvo en los marcos del indigenismo oficial, incorporó el concepto de región en el análisis, aportando una mirada más allá de las comunidades cerradas, mirándolas a partir de procesos más amplios y en relación con el mundo mestizo. Particularmente en el libro Regiones de refugio (1967), comienza a reflexionar —desde una mirada dicotómica— sobre la relación entre el mundo indígena y la sociedad capitalista industrial, urbana, occidental.

Julio de la Fuente, quien hizo investigación con Malinowski sobre el sistema de mercados en Oaxaca, también discutió el concepto de región, aportando nuevos elementos al de comunidad, permitiéndonos vislumbrar una antropología no sólo de comunidades autocontenidas, aunque ello no implicó una reflexión teórica o metodológica al respecto.

Con el tiempo las premisas indigenistas fueron cuestionadas y se reformuló la propuesta política inicial, buscando por un lado la visibilización del indígena y sus condiciones materiales (desiguales e inequitativas), y por otro, el replanteamiento de su lugar en el entorno nacional. El trabajo de campo tenía un nuevo objetivo político articulado a la lucha de clases y la emancipación de los pueblos indígenas, bajo el paradigma marxista que permeó buena parte de la reflexión antropológica desde los años sesenta.

La antropología militante no descartaba la investigación científica, pero la subordinaba a sus objetivos políticos:

[…] el antropólogo tenía como misión principal contribuir a las luchas de emancipación, el conocimiento de la realidad era parte de su transformación revolucionaria. […] Esta posición ha sido criticada desde la antropología académica señalando los riesgos de la ideologización y sobrepolitización que implica en detrimento del rigor científico y metodológico (Reygadas, 2014:97-98).

El trabajo de campo continuó fundamentalmente en zonas agrícolas, pero dejó la primacía de lo indígena, incorporando el concepto de campesinado. Sin embargo, en muchos casos se mantuvo la idea de comunidades cerradas. Aquí hay que resaltar que a partir de la década de los ochenta encontramos nuevas orientaciones teóricas tanto en lo político como en lo teórico, ante lo que se llamó “la crisis del marxismo”. Es interesante hacer notar que en ese periodo hay un crecimiento teórico importante en donde se puede observar que el corpus teórico se enriquece con temas centrales de la antropología como son los conceptos de cultura, etnia e identidad, que en décadas anteriores se habían abandonado.4

A mi parecer, dos elementos centrales modificaron la forma de realizar el trabajo de campo: los procesos migratorios tanto al interior de país como a nivel internacional y la creciente urbanización.

Así, en las siguientes décadas, cuando la migración del campo a la ciudad se incrementa a niveles alarmantes generando procesos de urbanización nunca vistos, la antropología vuelve a ampliar su contexto analítico y temático, y se interesa por nuevos actores sociales en donde los habitantes de las urbes —ya fueran indígenas o mestizos— jugaron un rol central. Esto se explica parcialmente por el hecho de que la población mexicana pasó de ser fundamentalmente campesina a ser en un 80% urbana.

En un primero momento parecía que el trabajo en la ciudad tenía que ver con el acto de “seguir” a migrantes indígenas a sus lugares de destino: las ciudades. Un ejemplo lo representan las investigaciones de Oscar Lewis sobre la pobreza urbana, o de Robert Redfield en donde el análisis se centra en el proceso comparativo entre campociudad. Desde esta perspectiva, la ciudad se analiza como efecto del cambio social (Nivón, 1997).

Sin embargo, poco a poco, la antropología se interesó en temáticas nuevas dentro de la urbe que implicaban nuevos retos metodológicos y etnográficos: aspectos laborales, nuevos actores sociales, jóvenes, cuestiones de género, la construcción y apropiación del espacio público, las formas de habitar en la urbe, las migraciones nacionales e internacionales, las nuevas tecnologías y sus usos, entre otros muchos. Este movimiento del foco temático, trajo necesariamente cambios metodológicos, e importantes adecuaciones a las formas de hacer campo y de producir conocimiento. Sobre ello profundizaré en la última parte del trabajo.

A lo anterior se le sumó el creciente interés por la migración transnacional. Esto le dio otra “vuelta de tuerca” a la reflexión antropológica ya que implicaba no sólo hacer trabajo de campo urbano, sino en ciudades y poblados fuera de las fronteras nacionales, generalmente con grupos locales. Los grupos étnicos y campesinos reaparecen entonces en nuevos escenarios internacionales.5

A mi parecer, tanto el contexto urbano como las nuevas temáticas que enfrenta la antropología han generado un profundo cuestionamiento de las formas “clásicas” de hacer trabajo de campo. Quiero resaltar tres aspectos que han sido claramente trastocados:

a)Muchos de los antropólogos que nos formamos en la década de los setenta hemos transitado del campo a la ciudad. Esto implicó que transitamos del extrañamiento a la familiaridad. Es decir, que pasamos de estudiar grupos sociales altamente contrastantes con nuestra realidad social6 —lo que implicó un extrañamiento por lo contraste con la otredad — a la familiaridad de lo urbano en donde el otro es lo propio. Esto ha implicado, metodológicamente, dos cuestiones: que para conocer a ese otro/ propio, tenemos que, en el trabajo de campo, generar el proceso inverso: de la familiaridad al extrañamiento, (sin extrañamiento, no podemos conocer la realidad social que nos rodea); y a partir de ello, darnos cuenta que nos convertimos en “antropólogos nativos”.7 Esto tiene implicaciones importantes en torno a la relación de distancia/acercamiento con el otro, y la necesidad de pensar mecanismos de control sobre la mirada del antropólogo que observa su propia realidad. En este sentido, tenemos que convertirnos en intrusos en nuestra propia ciudad (Cruces y Díaz de Rada, 2011).

b)Tal vez por ese tránsito cargamos con algunos conceptos que han sido fundamentales para la antropología. Me centro en el concepto de comunidad, que fue relevante para el análisis del mundo indígena y campesino, pero que ha tenido que ser cuestionado en el ámbito urbano: ¿cómo definir una comunidad ur bana?, ¿cómo delimitarla? ¿Una colonia, una unidad habitacional o un barrio son equiparables al concepto de comunidad hasta ahora acuñado? La imagen de la comunidad estructurada por lazos de parentesco, geográficamente delimitada y con una cos movisión compartida generalmente no las encontramos en las ciudades. Ésta es una cuestión que no se ha resuelto porque no hemos logrado construir nuevos conceptos que den cuenta de las múltiples formas de habitar la ciudad, y seguimos utilizando muchas veces el criterio de “comunidad”, aunque ya no es del todo útil.8

c)Otra de las cuestiones que considero importante revisar es la forma de “estar allí”. Para Rosana Guber:

Hacer trabajo de campo de este tipo es estar, es perder el tiempo, es tener contratiempos, y es caminar a destiempo. El trabajo de campo etnográfico termina siendo un conjunto de prácticas y sentidos prácticos con disposiciones teóricas que los antropólogos nos hemos ingeniado para sostener pese a y en relación con las coyunturas sociopolíticas del lugar, del país y de la región, y con las orientaciones o sesgos y otros avatares de los mundos académicos. El trabajo de campo etnográfico no es sólo cuestión de espacio (“ahí”); es una cuestión de tiempo (“estar”) (Guber, s/f:1).

Recuerdo nítidamente mi primer trabajo de campo en la Mazateca a finales de los años setenta. Buena parte de nuestro quehacer era recorrer el pequeño caserío de Cabeza de Tigre, “perder el tiempo” para ser vistos, reconocidos, ubicados, y con ello construir nuestro lugar a partir del diálogo entre lo que los habitantes imaginan que somos y la explicación que les damos sobre lo que venimos a hacer.

En esa etapa inicial la presencia del antropólogo en la comunidad se caracteriza por una gran visibilidad. No es un miembro de ella sino un forastero que no obstante se acerca a la gente, conversa, pregunta, y trata de participar en los eventos comunales, sean estos de carácter cotidiano o esporádico. Quién es y qué hace allí son dos interrogantes que se plantean los naturales del lugar y que el trabajador de campo debe responder. Lo importante es una clara autodefinición, tanto como la explicación del tema de estudio que, si por la alta especificidad de su contenido no es de fácil comprensión, puede ser traducido en términos accesibles. Aunque el antropólogo define en parte su rol, éste es también en parte definido para él por la situación y la perspectiva de los estudiados (Hermitte, citado en Guber, 2018:218).

¿Qué significa “estar allí” en un contexto urbano? ¿Cómo se “llega” a una comunidad urbana? ¿Cómo establecemos la observación participante?

En la ciudad ese proceso se vuelve sumamente complejo. Las características de las ciudades hacen difícil que las personas se “visibilicen”, que cualquier habitante permita ser abordado para “conversar” con un extraño; la lógica laboral restringe el acercamiento durante las horas de trabajo; merodear por un pueblo urbano, un barrio o una colonia genera reacciones de incomodidad o de sospecha, particularmente con los índices de inseguridad y violencia que se ha desatado en México en las últimas décadas; los ritmos de la vida urbana no dan margen a “perder el tiempo”. En la ciudad se tiene que “estar allí” para algo. Llama mi atención, particularmente en los últimos dos trabajos de campo realizados con alumnos de licenciatura y posgrado de la UAM-I, que los estudiantes narran cómo durante el trabajo de campo tienen que incorporarse a alguń labor con sus informantes: hacer un video, transcribirles cintas, organizar información en alguna biblioteca, organizar talleres con la gente de los lugares en donde trabajan, entre otras actividades. ¿Es ésta una forma de ajuste de la observación participante? ¿De qué manera incide en la información obtenida?

En mi propia experiencia como investigadora (particularmente en los dos últimos trabajos de campo, uno en el pueblo de San Pablo Chimalpa, y otro en la colonia La Malinche, ambos en la Ciudad de México), he tenido que enfrentar —junto con mi colega Cristina Sánchez Mejorada— el “devolverles algo” a los habitantes de esas localidades. En el primer caso fue un libro que narraba la historia del pueblo e incluía algunos de los testimonios recibidos; y el segundo fue un video sobre las memorias de las luchas urbanas pretéritas para visualizar el movimiento urbano de lucha contra la Supervía Poniente. El propio proceso de “devolución”, que implicó otro nivel de diálogo reflexivo con los habitantes de dichas colectividades, generó nuevas informaciones y nos permitió entender dinámicas locales —como el manejo de las relaciones de género, relaciones de poder local, la construcción de las miradas sobre sí mismos a partir de la mirada del investigador, entre otros aspectos— que de otra manera no hubiésemos podido observar.

Otro aspecto importante de ese “estar allí” tiene que ver con la posibilidad de incorporarse a la cotidianidad urbanita, lo cual se ha dificultado mucho: resulta difícil encontrar una vivienda en el lugar de estudio ya sea por la escases o por el costo; la desconfianza impide muchas veces que podamos vivir con las familias del lugar; de allí que dependemos del ir y venir entre el lugar que investigamos y nuestro lugar de residencia, perdiéndonos de muchos momentos cotidianos de convivencia y de observación más profunda. Para acceder a un lugar urbano, generalmente debemos entonces articularnos o con sujetos específicos que habitan esos espacios para que nos permitan construir nuestro efímero lugar de investigador o ir cobijados por alguna institución.

Mientras que en las comunidades rurales hay

[…] un lugar social definido para el investigador, que justifica su actitud diletante aparejada a la curiosidad del forastero, en los espacios urbanos esa actitud no encuentra una justificación directa: allí se va a trabajar y no a mirar ni a curiosear mientras la gente trabaja […] la institución urbana no admite forasteros (Cruces y Díaz de Rada, 2011:140).

¿Estamos entonces condenados a trabajos fragmentados y de po co alcance? Considero que como resultado de estas nuevas condiciones el trabajo de campo urbano requiere de estancias más prolongadas que nos permitan profundizar sobre cuestiones que serían más accesibles si viviéramos en el lugar como hicieron los antropólogos históricos. El ir y venir, por un lado, nos da cierta flexiblilidad en los tiempos de “estar allí” y hacer observaciones, pero, por otro, nos com plica la manera en que construimos nuestro lugar y en cómo estable cemos las relaciones reflexivas y afectivas frente a la comunidad. Esto nos obliga a imaginar nuevos modos de construir totalidades a partir de fragmentos, flujos y mezclas (Cruces, 2003), nuevas maneras de aproximarnos a la realidad circundante:

La hibridación artística, el viaje, el montaje cinematográfico, el collage plástico, el diálogo literario, la sintonía musical y la escena teatral son algunos de los modelos de composición etnográfica que inspiran modos recientes de hacer etnografía, estrategias de totalización alternativas a los supuestos clásicos de la “cultura”, la “sociedad” y la “comunidad” (Cruces, 2003:168).

En este marco, no podemos dejar de hablar —aunque sea brevemente— de una de las condiciones que han marcado el trabajo de campo en nuestro país en las últimas décadas: la inseguridad y la violencia.9 En general en América Latina y muy particularmente en México, la corrupción, la impunidad, la extensión del crimen organizado y la violencia en todas sus formas, están incidiendo en la manera de hacer trabajo de campo, en las temáticas que se eligen y en la validación de la información obtenida. Hace años, un alumno de la UAM presentó una excelente tesis sobre el narcomenudeo en la colonia donde habita ba. Al concluir la lectura del trabajo, los asesores nos quedamos muy preocupados porque utilizó los nombres reales tanto de las personas como de los lugares de trabajo. Cambiar toda la nomenclatura utilizada ¿implicaba que el trabajo científico se desdibujaba? ¿Estaba haciendo una suerte de “ciencia ficción”? ¿Cómo se pueden validar los datos en temáticas de este orden? ¿Podemos pasar de la observación a la deconstrucción de la violencia como propone Myriam Jimeno? (Jimeno, 2018).

En torno al binomio seguridad/inseguridad y las prácticas que de alguna manera favorecen al trabajo de campo antropológico, encontramos diversas reflexiones y propuestas. De ellas llamó mi atención la que hace Susann Vallentin Hjoth Boisen (2018), quien propone dos estrategias para mitigar algunos de los riesgos a los que nos sometemos durante el trabajo de campo: la estrategia de aceptación y la estrategia etnográfica. Ambas forman parte del quehacer antropológico, sin embargo, aquí son analizadas como vías para mitigar el riesgo. La primera se refiere a la aceptación de la comunidad hacia el investigador, o la construcción del rapport:

En mi opinión, en la antropología, una estrategia de seguridad basada en la aceptación debe, idealmente, aparecer como otro subproduc to del rapport desarrollado en el trabajo de campo. Creo que quizaś éste sea uno de los principales recursos para la seguridad del etnógrafo en escenarios complejos (Vallentin, 2018:75).

Esto lo va a relacionar con la vigilancia del proceso de identificaciones o los roles que las comunidades les asignan a los investigadores, particularmente de aquellos que pueden ser percibidos como amenazantes para los sujetos de investigación. Tal como lo desarrollaremos más adelante, ello implica una posición clara del lugar que ocupa el investigador, y el carácter de nuestro trabajo, en donde la confianza y el respeto entre ambas partes es la clave para la protección.

La segunda implica que la propia información que obtenemos en campo nos puede ser útil para ubicar dónde hay peligro tanto del entorno natural como de la inseguridad social.

En este sentido, convie ne estudiar y aprender los mecanismos que usa la gente en el escenario para aminorar los riesgos del día a día. Esto puede enseñar al investigador mucho sobre cómo sobrevivir en el escenario (Vallentin, 2018:76).

Resulta paradójico que, al tiempo que se abren nuevos campos temáticos y profundas reflexiones éticas y metodológicas, se cierran otros por la imposibilidad de acercarnos a ellos. Esto nos obliga a trabajar ciertos temas y en ciertas regiones del país desde una perspectiva periférica (Maldonado, 2018:545), deshilvanando dos tipos de experiencias: la académica y la vital.

Con esta idea de lo que se abre y lo que se cierra para la antropología en las condiciones actuales, es indispensable hablar de un nuevo ámbito de investigación que justamente abre horizontes en la realización de algunas investigaciones antropológicas: la etnografía digital. Desde finales de los años noventa el internet y las redes so ciales tomaron un papel relevante en la vida de miles —y ahora de millones— de personas. Las plataformas digitales se han constituido en espacios de comunicación, interacción y so cialización en donde se genera una cantidad inimaginable de información.

Actualmente hay algunos temas para los cuales “el trabajo de campo digital” puede ser una herramienta interesante para complementar otras fuentes de información ya que en dichas redes se han generado espacios especializados en temáticas diversas.10 Esta herramienta tiene la bondad de que se puede acceder a una información amplísima y de un relativo fácil acceso, pero encuentro algunos problemas que tendremos que enfrentar en la medida en que su uso se vaya generalizando. Un primer aspecto tiene que ver con la experiencia en el espacio y el tiempo, en donde lo que experimenta el usuario sufre un proceso de desfase frente a lo que experimenta el investigador. El fenómeno de la virtualidad está modificando la concepción de estos dos parámetros culturales fundamentales (tiempo-espacio). En el uso de lo digital se elimina la interrelación “cara a cara” en el proceso de investigación. Esto conlleva la pérdida de un conjunto de otras informaciones que los sujetos nos brindan cuando la entrevista es presencial: gestos, afectos, diálogos, correcciones de la información, desvíos en los temas tratados (que también son datos importantes), silencios evidentes, repeticiones, etc. Otro aspecto que requeriría una amplia reflexión es la validación de la información. Frecuentemente las redes sociales se constituyen en ámbitos de “construcción” o de invención no sólo de los perfiles de los usuarios, sino de la realidad misma. ¿Cómo constatar que la información recabada es fidedigna? ¿Cómo se validan los datos? ¿Cómo pasar de las opiniones de los usuarios a la construcción del dato antropológico? Trabajar con estas herramientas implica un reto metodológico que todavía no se explora lo suficiente dado que es un campo relativamente nuevo, por lo menos en México. Sin embargo, tendencialmente se puede constituir en un elemento clave para investigaciones futuras.

Repensar la antropología mexicana del siglo XXI

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