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LA POSICIÓN DEL INVESTIGADOR Y LA RELACIÓN CON LA POSICIÓN DEL SUJETO DE INVESTIGACIÓN

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La relación entre el investigador y los sujetos investigados se vincula con lo que se ha delineado someramente en las páginas anteriores: la construcción del lugar desde dónde el investigador realiza la investigación. Este aspecto es fundamental ya que la ubicación de éste determinará el resultado de la misma. Esto porque el lugar desde don de se observa (en el sentido más amplio) establece las posibilidades de lo que se mira, y que tanto abarca esa mirada. Por ello es fundamental te ner claramente delimitada —tanto para el propio investigador como para los sujetos de la investigación— dicha posición.

De hecho, la información que te brinda un informante no parte sólo de él como sujeto —de lo que sabe o de sus recuerdos—. Lo que un informante te dice está en estrecha relación con el cómo te ve como investigador y al vínculo que estableces con él. En ese sentido, la información obtenida en campo, se da a partir de un proceso de diá lo go y reflexividad (Guber, 2004) entre el investigador y el sujeto in vestigado, en donde entrarán en juego elementos de diverso orden, obviamente unos tendrán que ver con los informantes y otros se podrán adjudicar al investigador.

Con respecto a la mirada del informante, un elemento fundamental son las fantasías que generan nuestra presencia y la manera en que ese otro construye la imagen que tiene de nosotros. La antropóloga argentina Esther Hermitte (2018) narra su llegada al pueblo de Pinola en Chiapas, y la manera en cómo la percibieron en un primero momento, en donde se le atribuyeron varias definiciones: ser una bruja, ser un hombre disfrazado de mujer, una misionera protestante, una agente forestal, o una espía del gobierno federal.

En mi estadía en la Mazateca, al llegar, se nos preguntó si éramos comunistas, para después definirnos como maestros. En estos casos, el contraste cultural permite al informante ubicarnos en función de sus referentes y del contexto histórico y social en que vive. Sin embargo, una parte importante de nuestro quehacer en ese primer momento de campo es romper con las fantasías generadas y delinear, junto con el otro la imagen que realmente queremos se tenga de nosotros. Este relativo “desmantelamiento” de las fantasías del otro, no está bajo el control pleno del investigador. Dependerá de factores como el contexto social y político del informante, la relación que se establece con el investigador, la información previa de unos y otros, las prenociones que emergen de esa relación, etc. Es decir, como la relación entre investigador/sujeto de investigación es relacional, el diálogo entre ambos permite hasta cierto punto orientar al entrevistado en esta construcción. Ante la pregunta ¿usted quién es y a qué viene?, la posibilidad de que la respuesta se “sincronice” con la posición del investigador, no siempre se da. Una misma respuesta por parte del investigador puede tener diversas interpretaciones desde los ojos del entrevistado. Al final el investigador se tiene que preguntar cómo lo concibe el otro, en qué lugar lo coloca, porque la información que se obtenga tendrá que ver con ello y se puede constituir en parte de la información empírica misma y en un dato valioso para la investigación.

¿Cómo se construye e interpreta la presencia del investigador cuando no hay una distancia cultural amplia como en el caso urbano? Considero que hay por lo menos dos elementos que marcan esta construcción/interpretación: el contexto social en el que se trabaja y la temática que se busca explorar.

El contexto social está definido por las categorías de etnia y clase. No será la misma percepción la que tenga una mujer indígena que habita la ciudad, a la de una mujer perteneciente a un grupo popular urbano o a una de clase alta. La posición del antropólogo se “mueve” en relación a la posición del entrevistado. En 2006, en el marco de un proyecto sobre consumo urbano, hice entrevistas a seis mujeres y a un hombre de clase alta, todos profesionistas vinculados a la iniciativa privada, con altos niveles de ingresos y de consumo. Mi ubicación como profesora universitaria o académica tuvo un efecto distinto al que había vivido en trabajos de campo anteriores tanto con indígenas como con habitantes urbanos de sectores populares. Lo que en los grupos populares o indígenas es un elemento de “prestigio” —el ser maestro— en los grupos de clase alta no lo es tanto. La valoración tiende a ser más por el nivel de ingresos que por la postura frente al conocimiento, y obviamente un profesor universitario no clasifica como alguien con altos ingresos. Particularmente les costó trabajo entender por qué una antropóloga de universidad pública estaba interesada en un tema tan económico o sociológico como el del consumo, ya que en el imaginario social, un antropólogo se dedica o a las pirámides o a los indios.

El otro aspecto que pocas veces se toma en cuenta cuando analizamos la práctica antropológica en campo es el investigador mismo. Aquí entran en juego varias dimensiones distinguibles que producen información diferenciable: desde luego está el plano institucional. Es muy distinto entrar a una comunidad como profesor o estudiante universitario que como parte de alguna instancia de gobierno o de la iniciativa privada. Pero también juega un papel central el momento de vida del investigador ya que no sólo impacta en la manera en que mira a la comunidad, sino también en la manera en que la comunidad lo mira a él, incidiendo en el tipo de información que se puede obtener. Género, generación, etnia, clase y nacionalidad son factores que debemos incluir en nuestra reflexión metodológica. No es lo mismo lo que ve una persona joven a lo que ve una con mayor edad, o lo que percibe un extranjero frente a los problemas que se plantea un investigador sobre su propia realidad. Así, la condición identitaria del investigador, atravesada por los intereses temáticos y teóricos de su investigación va constituyendo el escenario básico de la investigación. Por ejemplo, una alumna joven (de menos de 35 años) sin hijos, interesada en cuestiones de maternidad y cuidado infantil entrevistó a mujeres indígenas mayores que ella. En un momento de la investigación se sintió empantanada, porque no lograba las respuestas que bus caba. Una señora le comentó —en sus términos— que en ese grupo social, ella ya tendría que tener hijos, y que esa condición de mujer sol tera la inhibía para contarle cuestiones más personales, pues ella no sabía lo que era parir. Esta situación obligó a la alumna a modificar su mirada sobre el problema de investigación inicialmente propuesto y a ubicarse de manera distinta sobre su problema de investigación.

Asimismo, hay temáticas que sólo las pueden desarrollar extranjeros, ya que los nacionales los viven sin extrañamiento alguno. El trabajo de Angela Giglia (italiana) y Emilio Duhau (argentino) sobre el desorden urbano en la Ciudad de México, difícilmente lo habría po-dido observar un antropólogo mexicano para quien ese “desorden” es una situación evidente e incuestionable de su realidad cotidiana (Duhau y Giglia, 2008).

En este sentido, podemos decir que tanto la biografía del investigador como los intereses de investigación necesariamente determinan no sólo lo que miramos, sino también cómo nos miran.

Coincido con Francisco Cruces (2003) cuando plantea que el trabajo de campo etnográfico es:

[…] un proceso de incesantes idas y venidas desde la experiencia vivida al papel escrito, de la observación a la entrevista, de la entrevista al diario, del diario al texto etnográfico, y vuelta a empezar. Así se dibuja un modus operandi cuyos rasgos distintivos frente a otros metodos de las ciencias sociales podemos identificar por: a) la instrumentalización de las relaciones sociales sobre el terreno (una involucración de las personas que incluye la del propio etnógrafo como medio de construcción de conocimiento); b) la importancia del punto de vista local (la etnografía es siempre un modo de conocimiento situado); c) la sensibilidad al contexto, y d) la imbricación simultánea de diferentes niveles de realidad (Cruces, 2003:162).

En este sentido, aunque podamos compartir un hábitat con los infor mantes —ya que en el caso urbano vivimos en una misma ciudad— no necesariamente compartimos formas de hacer, de pensar, de vivir. En el caso de grupos sociales muy distantes para el investigador esta dis tancia resulta obvia.

Sin embargo, en el mundo globalizado en el que vivimos hoy, aun cuando no compartamos visiones similares, podemos encontrar una suerte de “puentes conectantes” entre los informantes y el investigador: por ejemplo, cuando hicimos trabajo de campo en la colonia La Malinche, varios de los participantes en la lucha en contra de la Supervía, habían cursado estudios universitarios. Abogados, arquitectos, ingenieros y hasta antropólogos fueron nuestros informantes. Esto modifica las fronteras entre el adentro/el afuera de la investigación.

[…] el ejercicio de una antropología en casa (sea cual sea el sentido que queramos atribuir al término “estar en casa”) imposibilita separar analíticamente ambos lenguajes (o, mejor dicho, los tres lenguajes: el lenguaje objeto del nativo, el lenguaje propio del antropólogo y el tercer lenguaje de la teoría antropológica). ¿En qué medida puedo considerarme nativo y en qué medida soy experto cuando estudio las fiestas de mi ciudad, una manifestación de protesta, un concierto de rock, una unidad hospitalaria? No se trata ya, en los términos en que alguna vez se planteó, de la banal discusión entre etnógrafos de fuera y de dentro —de la posibilidad de que los nativos ejerzan como “antropólogos de sí mismos”, o de las virtudes relativas a cada una de estas posiciones—. Ese planteamiento es equívoco porque sigue tomando las posiciones de insider-outsider como inamovibles y dadas, como si trazaran una frontera siempre bien delimitada y estable. El problema, al menos en la antropología urbana en contextos modernizados, es que esa línea es sutil y mudable. Las barreras entre dentrofuera poseen múltiples niveles y se desplazan permanentemente. Uno puede ser “colega” para un grupo de rockeros, “técnico cultural” ante un organizador de fiestas, “padre” para una enfermera de neonatos. O puede ser un completo extraño para todos ellos, con independencia de su origen, lengua y nacionalidad (Cruces, 2003:173).

George Devereux (1983) en su ya clásico libro De la ansiedad al método en las ciencias del comportamiento plantea que el trabajo de investigación nos habla más del investigador que de lo investigado, mostrando cómo esta relación entre investigador/sujeto de investigación obliga a que el investigador no sólo mire al otro sino que se mire a sí mismo en el proceso y esa observación se constituya en parte de los datos construidos:

[…] el sujeto más capaz de manifestar un comportamiento científicamente utilizable es el mismo observador. Esto significa que un experimento con ratas, una excursión antropológica o un psicoanálisis contribuyen más a la comprensión del comportamiento si se ven como fuente de información acerca del psicólogo de animales, el antropólogo o el psicoanalista que si se consideran tan sólo una fuente acerca de las ratas, los primitivos o los pacientes (Devereux, 1983:22).

Aquí aparece un aspecto casi nunca explicitado: la dimensión afectiva del trabajo de campo. A diferencia de las ratas que observa un psicólogo animal, los antropólogos observamos a seres humanos iguales a nosotros, que nos responden, nos cuestionan y nos obligan a la autoreflexión.

La reflexividad que argumenta Rosana Guber pasa por una dinámica afectiva presente en toda relación humana. La angustia que nos provoca el primer encuentro, los lazos afectivos que se construyen, las animadversiones que surgen, etc., son el telón de fondo del trabajo etnográfico, pero es un fondo no explícito aunque determinante en los resultados.11

Este ejemplo nos lleva a un tercer aspecto relevante: la construcción del dato, su interpretación y su validación.

Repensar la antropología mexicana del siglo XXI

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