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“Nunca serás mujer”: ¿cómo hacerse un cuerpo sangrante?
ОглавлениеNunca serás mujer (2011) (9) es una performance en trece actos y tal vez uno de los proyectos artísticos más renombrados de Effy. Surge como resultado de un diario que la artista escribe acerca de su proceso de reasignación hormonal, a partir de abril de 2010. Uno de los disparadores de esta performance fue una frase dirigida a Effy una vez comenzado este proceso: “aunque vos te sientas mujer, te crezcan las tetas, tomes hormonas, te operes los genitales, nunca serás mujer porque no menstruás ni sabés lo que eso significa” (10). Al cumplirse un año de haber comenzado la reasignación hormonal, en abril de 2011, Effy performó trece menstruaciones: se extrajo medio litro de sangre, la cantidad aproximada que una persona que menstrua pierde por año, la fraccionó en trece partes y realizó una acción con cada una de esas dosis de sangre, relacionada con lo vivido en el año transcurrido en su construcción corporal y de género.
La primera acción que realiza remite a su primer mes de hormonización, cuando su cuerpo es ‘intervenido’ biomédicamente mientras ella no deja de preguntarse “Éste es el primer mes en que mi cuerpo -hormonalmente- empezó a funcionar como el de una mujer, y lo hago de manera consciente, sin dejar de cuestionarme por qué lo hago, para quién lo hago, con qué fin. Yo era mujer antes de esto, ¿por qué entonces exteriorizar mi identidad?” (11). La acción consiste en colocarse ropa interior masculina y mancharla en la entrepierna con la sangre de esa primera menstruación, acción que, como todas las demás aparece fotografiada en el blog.
En mayo de 2010 Effy comienza a presentarse en los cursos en el Instituto Universitario Nacional de Arte (IUNA) (12) donde estudia Artes Visuales, ante sus compañerxs y docentes, con su apodo Effy, diminutivo de Elizabeth. La acción que conmemora este momento es una performance en el aula que cuenta con el apoyo del Dto. de Artes Visuales de la institución y con el auspicio del INADI. Allí vuelve a extraerse sangre públicamente, se disfraza con ropa de hombre, como solía ir en mayo del 2010 a la facultad, introduce su mano por debajo de su ropa y la saca manchada con sangre, enseñándola a sus compañerxs y presentándose como solía hacer para explicar su identidad: “Mi nombre es Elizabeth Mía Chorubczyk, Presente” [Fig. 03 y 04].
En el mes de junio de 2010 Effy decide encontrarse con la última persona con quien había tenido una relación estable antes de comenzar su transición, para poder expresarle todo lo que estaba viviendo y que no había podido comunicar antes, razón por la cual sentía que había causado mucho dolor. La acción correspondiente es entrar el 19 de abril de 2011 en la Iglesia de la Piedad con una copa cargada con su sangre: “Pido perdón a todas las personas que trataron de quererme y resultaron heridas. Bebo mi menstruación mientras pienso en sus nombres”.
Vemos que este derrotero de acciones presenta un increscendo, un devenir en el cual la performance va tomando cuerpo: las acciones pasan de un ámbito privado, el de la propia habitación y la ropa masculina, a ámbitos cada vez más públicos, que provocan intervenciones en las instituciones.
La cuarta acción será directamente sobre el espacio público, interfiriendo la zona de Microcentro con tampones manchados con sangre. Varios aparecen colocados en los mismos lugares en donde están pegados los volantes publicitarios de prostitución y striptease, como postes y teléfonos públicos [Fig. 05]. Así se opera una densificación en la transparencia de sentidos: las imágenes de los tampones ensangrentados sobre los volantes callejeros de mujeres exhibiéndose y siendo ofrecidas para consumo de prostitución o pornografía enturbia el consumo en su doble sentido, consumo de los cuerpos y consumo de las imágenes de los cuerpos. La superficie transparente de un cuerpo de mujer para el consumo puede trastocarse a partir de la exhibición de su materialidad y experiencia, devolviéndole a la imagen la densidad de la carne y de su sangre.
La quinta acción remite a un reclamo a la Obra Social OSDE, que se niega a brindar cobertura médica al tratamiento de reasignación hormonal, salvo que la paciente se haga pasar por un enfermo de cáncer de próstata, para lo cual podrían darle las hormonas. Effy llenará sus manos de sangre y dejará su marca en los vidrios. El acction painting de Jackson Pollock y Las “antropometrías” de Yves Klein retumban como fondo ensangrentado.
La siguiente acción es una mascarilla de belleza con su propia sangre mientras se depila las axilas. Remite a la primera vez, después de seis meses de haber comenzado el tratamiento de reasignación hormonal, en la que Effy tiene intenciones de estrenar ropa de mujer en una cena familiar. Ese mismo día ella tendrá su primera sesión de depilación láser de cuello y barba:
Costosa, dolorosa y poco prometedora respecto a los resultados, lloro de dolor mientras pienso por qué tengo que pasar por esa tortura, ¿por qué las mujeres no podemos ser bellamente barbudas? ¿Por qué debemos someternos a tratamientos dolorosos o gastar nuestro dinero en cumplir con un mandato social sobre lo aceptado, la belleza, lo atractivo y lo femenino? (13)
En la octava acción llena con sangre sus brazos, que tiempo antes se había cortado y lastimado en momentos de mucha angustia, y conmemora el día que finalmente puede renunciar a su trabajo, a partir de lo cual se atreve definitivamente a usar ropa de mujer, al no sentirse ya coaccionada por esa situación y por el miedo a perderlo. Ese momento de su vida, antes de renunciar a su trabajo en un videoclub, Effy se encontraba obligada a fajarse las tetas que habían comenzado a crecerle a raíz del tratamiento hormonal, para poder “disfrazarse” de varón.
La novena acción remite a sus primeras experiencias en la calle frente a los hombres, viviendo su vida social como mujer. Habla de los mal llamados “piropos” que recibe y de la experiencia de sentirse abusada por un médico que la atiende y que a toda costa pretende ver sus pechos, hasta que de imprevisto separa la ropa del cuerpo de Effy para verlos. Ella se pregunta si hizo algo para que eso ocurriera, si actuó de alguna manera que se prestara a malentendidos. Se siente abusada: “Rompo en llanto las primeras veces que lo comparto individualmente con mi madre y mis amigas. La respuesta de todas fue la misma: “qué hijo de puta” seguido de “esas cosas suelen pasarnos a las mujeres” (14). Para recordar esos hechos Effy se viste con un traje de enfermera muy ceñido y corto, mancha sus pechos con sangre y camina por la calle [Fig. 06]. Afirma que los hombres le gritan cosas sobre su cuerpo sin prestar la menor atención a la sangre de su ropa. Luego de esto, se dirige al baño de su facultad a lavar su remera, para intentar sacar cualquier mancha de su menstruación.
Por un lado es posible registrar en el relato la manera en que muchos abusos de poder sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres se encuentran naturalizados, padecidos sin ser expresados, y reforzados por las redes de saber-poder de una institución como la corporación médica hegemónica patriarcal: la historia de la medicina occidental desde el Renacimiento en adelante ha consistido en expropiar los saberes colectivos sobre el cuerpo y la sexualidad a las comunidades, pero fundamentalmente a las mujeres (Martín Barbero 1987; Le Breton 2002; Preciado 2008).
Por otro lado, Effy performa, al lavar su ropa con intención de hacer desaparecer cualquier mancha, la vergüenza del propio cuerpo y de sus fluidos, una mancha que fundamentalmente carga, cristianamente, el cuerpo de la mujer cis. Frente a estos relatos se abre un cuestionamiento: si compartimos de manera fundamental con Simone de Beauvoir que mujer no se nace, sino que se llega a serlo… ¿Exigen nuestras lógicas sociales que alguien, para hacerse mujer, tenga que pasar por esta experiencia de una violencia iniciática? ¿Hacerse mujer implica inscribirse en una violencia que ubica el cuerpo femenino en los lugares marcados en un mapa antagónico del androcentrismo?
Con su décima menstruación la artista tacha en su D.N.I. (anterior) su nombre masculino y escribe con sangre en su brazo su verdadero nombre, Elizabeth Mía [Fig. 07], para relatar la experiencia de su nuevo trabajo, en donde a pesar de haber sido aceptada explicitando ella su situación de mujer trans indocumentada, el guardia de seguridad del edificio no le permite entrar. Cuando finalmente la deja entrar le dice “Seamos sinceros, vos no sos Elizabeth”.
En año nuevo Effy pretende estrenar un vestido, hecho que divide a la familia en la celebración. La acusan de infantil por no aceptar vestirse con pantalón y remera para no causar problemas familiares. En esta acción ella se dirige a la plaza de Congreso, delimita un círculo con su sangre y vestida con su vestido elegido se sienta y se siente sola, separada del mundo. Conmemora también así a todas aquellas personas que han sido separadas del mundo y de su sociedad por su sangre, como las personas con VIH/sida.
Su menstruación número once expresa el signo de una apertura y de una transformación:
Luego de más de tres años de evitar acercamientos sexuales de cualquier tipo con otras personas, un hombre trata de seducirme en el subte. Lo rechazo reiteradas veces en buenos términos. Sorprendido de que no demostrase interés me pregunta si el problema era que yo tuviese novio. Me da mucha gracia pensar que alguien imaginase posible que yo, siendo físicamente como soy, tuviese una pareja. Le digo que no y se retira tímido. Luego pienso en que me gustaría enamorarme o al menos no rechazar a todos y pensar que es posible estar con alguien. Vuelvo a casa sintiéndome lista para eso (15).
La acción entonces es una intervención urbana en las escaleras de la Estación Florida, en el Subte B. Allí deja un rastro de gotas de sangre simulando el llamado de apareamiento. La sucesión de las acciones performáticas despliegan para Effy nuevos devenires-animales, posibilidad de nuevas conexiones, y otras formas de pensarse.
El pensamiento feminista contemporáneo se ha avocado con exhaustividad a establecer los alcances del concepto de devenir-mujer en el pensamiento de Deleuze y Guattari (2002), a fijar sus posiciones, oposiciones y críticas (16). Interesa aquí señalar esta otra dimensión del concepto de devenir, el devenir-animal, que para estos autores reviste una serie de planos y dimensiones que lo enriquecen y son acompañados también por un devenir-imperceptible.
Para Deleuze y Guattari (2002: 244) el devenir no tiene nada que ver con imitar, ni con asemejarse o identificarse. Tampoco es evolucionar en un sentido progresivo o seguir un modelo. Los devenires animales no son imitaciones de un animal, sino una captura de fuerzas, un encabalgamiento sobre las fuerzas que no “hace ser” ese animal devenido, sino más bien nutrirse de sus potencias. Los más importantes devenires animales se producen para los autores en las experiencias chamánicas y brujas, pero también y fundamentalmente para nuestras sociedades, en el arte y la literatura (17). En estos devenires para los cuales el arte es su territorio, los animales no son representados, y en este caso la artista no metaforiza las fuerzas de una perra o una loba en celo, sino que efectivamente las encarna, las explora, atraviesa una transformación gracias a ella. Los autores también señalan este otro factor fundamental de la experiencia del devenir: nunca se deviene el animal que se captura, sino siempre otra cosa, algo nuevo, se despliega así una nueva sensibilidad. En su libro Diálogos, Deleuze afirma:
Los devenires no son fenómenos de imitación ni de asimilación, son fenómenos de doble captura, de evolución no paralela, de bodas entre dos reinos. Y las bodas siempre son contra natura. Las bodas es lo contrario de una pareja. Se acabaron las máquinas binarias: pregunta-respuesta, masculino-femenino, hombre-animal, etc. La abeja y la orquídea nos dan el ejemplo. La orquídea aparenta formar una imagen de abeja, pero de hecho hay una doble captura, puesto que “lo que” cada una deviene cambia tanto como “el que” deviene (Deleuze y Parnet 2004: 6).
Para conmemorar su menstruación de marzo, Effy realiza una pintura performance. Recuerda así que su pareja más reciente, en un momento había decidido terminar la relación con ella porque sentía deseos de ser padre y ella nunca podría quedar embarazada. Por esta razón, en la acción, moja sus cabellos con sangre y pinta una superficie blanca, realiza una pintura con ellos: “Baño mis cabellos en mi propia menstruación declarando que mi mente es mi aparato reproductor femenino: fértil y capaz de reproducir ideas para que formen parte de la siguiente generación” (18).
Su decimotercera y última acción cierra el ciclo menstrual. En un espejo de su casa, donde Effy puede ver su cuerpo completo, escribe con sangre “Siempre soy mujer” y subraya, no tacha, la palabra mujer utilizando su pene [Fig. 08].
Este es un proyecto performático sobre el propio cuerpo, pero que explicita el entramado social, cultural y político en el que todo cuerpo se inscribe y es modulado. En el devenir de estas acciones la artista encuentra la posibilidad de construcción de un relato sobre sí misma, sobre su identidad, subjetividad y corporalidad, que no deja de implicar la trama social política. Expresa a un tiempo la diseminación de las complejas redes de poder en las que un cuerpo se teje: familiares, institucionales, económicas, afectivas; y a la vez la posibilidad de operar apropiaciones, desvíos de sentido, interpelaciones en esos tejidos aparentemente fijados y establecidos.
Claramente la primera pregunta que esta obra pretende problematizar es si una mujer se define simplemente por sus rasgos biológicos, por una determinada disposición corporal y si esto es suficiente para atribuir y/o negar a los cuerpos una identidad de género. El sexo y la biología aparecen aquí como marcadores de poder. Como expresa Judith Butler:
El ‘sexo’ es un ideal regulatorio cuya materialización se impone y se logra (o no) mediante ciertas prácticas sumamente reguladas. En otras palabras, el “sexo” es una construcción ideal que se materializa obligatoriamente a través del tiempo. No es una realidad simple o una condición estática de un cuerpo, sino un proceso mediante el cual las normas reguladoras materializan el “sexo” y logran tal materialización en virtud de la reiteración forzada de esas normas” (2008: 18).
Así, se expresa en la obra no sólo el ideal regulatorio del sexo a través de la frase que la dispara “nunca serás mujer porque no menstruás ni sabés lo que eso significa”, sino también en muchas de las acciones cotidianas devenidas en elementos de una acción artística, como depilarse las axilas con cera, someterse a tratamientos de depilación láser, de reasignación hormonal… hay un sexo que debe hacerse culturalmente para poder ser naturalmente una mujer. Se da un movimiento paradójico en el que Effy fuerza la escritura de un sexo femenino en su cuerpo y al unísono lo cuestiona, preguntándose por qué debe someterse a todo eso. Este movimiento paradójico narrado es lo que se transforma en un componente de la obra.
No es tan importante la ingenuidad de la frase, que con dicho criterio (el de menstruar o no menstruar como definición de mujer) dejaría afuera a todas las mujeres cisgénero que por miles de razones diferentes no menstrúan, sino lo que la performance cuestiona como respuesta a esta frase.
Es necesario profundizar, a partir del pensamiento de Butler, este proceso que ella llama “materialización a través del tiempo”. La reiteración forzada de las normas, la necesidad de esta reiteración sucesiva, se constituye en sí misma en señal de que el proceso no puede darse de manera definitiva o completa. La materialización es un proceso abierto y constante dado que los cuerpos no acatan de una vez y para siempre los mandatos, las normas y las operaciones a través de las cuales se impone culturalmente su constitución. En las fisuras de ese proceso se introduce una diferencia, una puesta en variación de la materia y de la experiencia corporal, de la que es posible apropiarse. Si las normas insisten en dictar patrones y modelos es porque en más de una oportunidad ellas fracasan, y dejan abiertas posibilidades de reinvención, intervención, interferencia. Cuando Michel Foucault (2000) afirma que no hay poder sin resistencias es importante también comprenderlo en estos sentidos. Son estas inestabilidades y rearticulaciones las que desnudan la trama de los poderes y los saberes hegemónicos como contingentes, históricos, y en procesos de mutación constante.
Exactamente aquí se encuentra la intersección y el cortocircuito entre performance y performatividad, en tanto podemos distinguir a la performance como un acto concreto y singular, y a la performatividad como el conjunto de normas, mandatos, valores, citados y reiterados cada vez en los discursos y prácticas sociales (19). El “acto” o acontecimiento performático se inscribe en una cadena performativa al tiempo que contiene una posibilidad de materialización nueva, una posibilidad de desvío de la cadena de citas (Butler 2008: 47).
En la iterabilidad del lenguaje nunca se da una clausura total, se conserva siempre una dimensión de indeterminación, y es esta dimensión una parte constitutiva de ser seres de lenguaje y acción: no existe repetición sin diferencia. Si las normas sociales, las convenciones, las consignas se citan y se repiten es porque no logran fijar su contenido, porque no codifican totalmente, albergan siempre en los bordes una posibilidad de descodificación, una transformación, una fuga, una torsión.
Esto ocurre con el proyecto performático de Effy Beth: en principio las acciones actualizan una serie de reglas, normas corporales, códigos lingüísticos y estéticos, consignas sociales. Sin embargo, al citar estas normas, Effy “cita mal”. La performance interviene la performatividad. Estas producciones estéticas pueden ser leídas en esa grieta entre performance y performatividad en donde se produce una diferencia, la apertura a lo nuevo, una reapropiación de los códigos citacionales que a un tiempo se presentan como repetidos y desviados, citados y torcidos, generando así una singularidad.
Que la fuerza de la ley no se dé de una vez y para siempre, no sólo abre un espacio político de resistencia en torno a los cuerpos, también significa que el cuerpo, en tanto que materia viva, se encuentra en el movimiento continuo de su devenir intrínseco, aquello que Gilbert Simondon (2015) llama individuación, proceso continuo de singularización. La reiteración o repetición debe ser entendida, como nos proponen Bergson y Deleuze (2009), sólo en el devenir del tiempo: como el terreno o la materia en la que se introduce la diferencia. La repetición en la obra, de una serie de actos naturalizados (la presentación de ella misma, la depilación, la colocación de la mascarilla de belleza, el acto de lavar la ropa), entre-abre la posibilidad de una diferencia en el cuerpo y en sus sentidos, convierte al cuerpo en un territorio paradojal en donde los sentidos aparecen retorcidos, como en el País de las Maravillas de Alicia que Deleuze (2008b) toma para pensar la lógica del sentido, siempre paradojal. El acontecimiento artístico se produce en esa superficie corporal extrañada que pone en jaque la naturalización del binarismo sexo-genérico masculino/femenino, hombre/mujer y que jaquea también, en la reiteración de algunas normas, las acciones cotidianas que las sostienen.
Pero también la repetición adquiere otra dimensión, de reconexión ritual. Todo ciclo menstrual es un modo de darse el tiempo en el cuerpo, orgánico y pulsante (20). El hecho de que las menstruaciones en la obra se repitan 13 veces puede leerse como un modo de denuncia de un calendario occidental que sostiene un año arbitrariamente dividido en 12 meses de diferentes cantidades de días, con el fin de combatir los calendarios lunares de 13 meses sincrónicos de 28 días, registros propios de las culturas ancestrales. El número 13 además ha sido identificado en las sociedades occidentales cristianas como el número del diablo, la desgracia y la muerte (21). Trece veces se produce el ciclo lunar y el ciclo menstrual sincrónico en un año. No casualmente desde la Inquisición en adelante este número se vincula a las brujas y sus poderes sobre los cuerpos, razón por la cual, como explica Jesús Martín Barbero, más del setenta por ciento de las acusadas, torturadas y ajusticiadas por brujería fueron mujeres (1987: 101) (22). Respecto a esto Paul B. Preciado afirma:
La Inquisición actúa aquí como una instancia de control y represión tanto del saber farmacológico de las mujeres de las clases populares como de la potentia gaudendi que reside en algunas plantas (...). Esto es parte de un proceso de erradicación de saberes y poderes populares y de consolidación de un poder y un saber experto y hegemónico imprescindible para la implantación progresiva del capitalismo a escala global (...). Se crean así licencias para el ejercicio de la profesión médica que excluyen los saberes corporales de las mujeres, las parteras y las brujas. Se trata de exterminar o confiscar una cierta ecología del cuerpo y del alma, un tratamiento alucinógeno del dolor, del placer, de la excitación, y de erradicar las formas de subjetivación que se producen a través de la experiencia colectiva y corporal de los rituales... (Preciado 2008: 115-17).
Por eso el desafío es restablecer, a través de una serie de ritos (las acciones performáticas) el tiempo del ciclo vital que acompasa la vida y la muerte. Como afirma María Laura Méndez: “Los ritos son un intento permanente de conjurar el caos sin creer que puede existir un cosmos que permanezca inalterable” (2011: 154).
Así como la dimensión del acontecimiento mítico es la variación continua, y cada mito es una versión sin posibilidad de referencia a una verdad o versión primera, la dimensión del acontecimiento ritual es la repetición continua siempre forzada a recomenzar por la diferencia. Por esta razón el ritual no repite como si fuera la primera vez, porque no opera un “como si”, no finge. Cada vez pretende demarcar un territorio, recodificar los cuerpos y los espacios, reorganizar y reconducir los flujos del cosmos, limitar la entrada del caos, religar aquello que el transcurrir del tiempo ha roto, mundo de los vivos y de los muertos, cielo y tierra, pasado y futuro, individualidad y colectividad. Los rituales tienen la función de sanar las rupturas, por eso religan el cuerpo a su comunidad y la subjetividad a un territorio posible.
Una performance ritual se encuentra en la frontera entre el arte y la vida, lo cotidiano, lo privado y lo público. Al ejecutarse pone en cuestión y en crisis también esos límites, que se ven extrañados, expuestos e interpelados. Deviene en un modo de hacer arte con la propia vida a fuerza de operar una torsión sobre el sentido del campo del arte.
A su vez, la performance ritual funciona como experimentación posible para alcanzar un campo de intensidades. En su texto “¿cómo hacerse un cuerpo sin órganos?” (2002: 155) Deleuze y Guattari exploran esa famosa expresión robada a Antonin Artaud: el cuerpo sin órganos (CsO) no es un concepto, es una experiencia. ¿de qué? La experiencia de una intensidad o de una intensificación. En varios momentos de las dos obras que componen Capitalismo y esquizofrenia (El AntiEdipo, 1995; Mil Mesetas, 2002) los autores utilizarán esta expresión para referirse a un campo de intensidades inmanentes. El deseo como campo o como superficie: desear es hacerse un CsO o entrar en él. Todos sus desarrollos conceptuales de las máquinas deseantes y de los campos sociales de deseo son nombrados y explorados en torno a esta expresión. A partir de ella estos pensadores batallan contra la sobrecodificación de los cuerpos, la introducción los cuerpos en una máquina binaria de clasificación e interpretación.
En su trabajo Antropología del cuerpo y modernidad (2000), David Le Breton reconstruye los modos en que las instituciones del saber científico y médico han anatomizado el cuerpo en nuestras sociedades, y han jerarquizado el acceso a una verdad del cuerpo que queda siempre en manos de otros, de los expertos, expropiado de cualquier saber colectivo. Estos conocimientos surgen fundamentalmente de la disección y el estudio de especímenes muertos, en donde el cuerpo es separado en partes, secciones, sistemas y es concebido ontológicamente en su inmovilidad (23).
¿Cuál es entonces la guerra a los órganos que en 1947 declara Artaud y que Deleuze-Guattari como un relevo retomarán a partir de los ‘70? Es la guerra contra todo sistema de sobrecodificación trascendente, de verdad última sobre los cuerpos, detentada por la pontificia universidad de los conocimientos de la salud. Es la guerra, en fin, no tanto contra los órganos sino contra el organismo, el sistema de organización que rige el principio o el fin (la finalidad) del cuerpo, aquel que dice lo que un cuerpo sí puede y lo que no: “El cuerpo sin órganos no se opone a los órganos, sino al organismo, a la organización orgánica de los órganos. El juicio de Dios, el sistema del juicio de Dios, el sistema teológico es precisamente la operación de Aquel que hace un organismo, porque no puede soportar el CsO (…) juicio de Dios del que se aprovechan los médicos y del que obtienen su poder” (2002: 163-164).
Esta noción del organismo como juicio de Dios aparece reactualizada en el pensamiento de Butler de la manera que citamos más arriba: el sexo como construcción ideal. Estas críticas interpelan la partición fundante de la episteme occidental: naturaleza-cultura. Evidencian las estrategias de asignación, envío y reenvíos a los compartimentos de la naturaleza o la cultura, de una serie de dispositivos de poder construidos histórica y socialmente, que distribuyen lo que creemos natural.
Frente al organismo, frente al Juicio de Dios, es poco lo que podremos conceptualizar o batallar, se trata más bien de abandonarlos, de producir una línea de fuga, de crear un nuevo territorio, de experimentar. Deleuze y Guattari dirán explícitamente: “de ningún modo [el CsO] es una noción, un concepto, más bien es una práctica, un conjunto de prácticas. El CsO no hay quien lo consiga, no se puede conseguir, nunca se acaba de acceder a él, es un límite” (2002: 156).
Podemos decir también que es el efecto de una experimentación con las intensidades: performance. De cualquier manera, todxs necesitamos del CsO y no podemos prescindir de él, no tanto porque preexista, sino porque es imposible desear sin fabricarse uno.
En las experiencias analizadas la performance se convierte, para Effy, en la línea de constitución de un cuerpo propio, de un cuerpo como campo de intensidades que le permiten no habitar (“nunca se acaba de acceder a él”) pero sí desorganizar una serie de estratificaciones o representaciones a través de su presentación, desbaratar localizaciones a través de la dislocación, para poder recortar un territorio singular a ser explorado.
La dimensión colectiva fundamental para hacerlo es encontrada en la práctica artística, a través de la cual es posible producir nuevos sentidos en torno a actos y situaciones que no pueden experimentarse en soledad. El arte performático opera como el modo de restitución frente a una ruptura de los lazos en una sociedad excluyente, a través de su re-significación ritual.
Así, el cuerpo también aparece expandido, abierto, expuesto, a un público y a una comunidad de sentido, tratando de restituir los flujos de intensidades, flujos de sangre y flujos menstruales que derraman el cuerpo y se vuelcan sobre la calle, las plazas, las instituciones. La performance es la exploración de lo que este cuerpo puede.
La expresión de Baruch de Spinoza “nadie sabe lo que puede un cuerpo” (1983), apunta a destituir toda verdad y saber seguro sobre los cuerpos para devolverles su potencia de exploración. Y un cuerpo puede, cada vez, algo distinto según los encuentros de los que es capaz.
A través de su obra Effy busca los encuentros que le permitirán transitar la experiencia de hacerse. La experimentación del CsO es una práctica peligrosa, que linda con el caos, con una intensificación que, de hacerse sin mesura y sin plano de consistencia, arrastraría llanamente al cuerpo hacia su disolución. Por eso la práctica artística que se aloja en una comunidad de sentido, aunque efímera y situacional, funciona a modo de plano de consistencia para una subjetividad.