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6.

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Lo tomó del brazo y lo acostó de nuevo en la camilla. Al rato empujó un tubo de oxígeno hacia la camilla, enroscó una manguera y en la otra boca metió la punta de la mascarilla que debía usar para anestesiarlo.

No estaba dispuesto a entregarse a lo que el otro le había contado. Quizás hubiera aceptado la operación por su propia cuenta, pero la violencia del otro había sido su propia delación. Solo esperaba su oportunidad mientras el otro se movía concentrado en los instrumentos quirúrgicos que iría a utilizar. Le puso la mascarilla y abrió el tubo de oxígeno. Roy intentó controlar su respiración de tal modo que la anestesia no lo durmiera tan rápidamente. Cuando creyó que era el momento se hizo el dormido. Teiler pensó que la anestesia ya había hecho efecto. Cuando se dio vuelta para acercar el bisturí, Roy se quitó la mascarilla, medio tambaleando se levantó al fin, dio dos o tres pasos hacia Teiler y le quitó el revólver de la cintura.

Teiler giró sobre sí pero ya era tarde. Ahora era Roy el que le apuntaba. Le ordenó que se acostara y Teiler se acostó. Tomó la mascarilla y la apretó contra su nariz, mientras mantenía el revólver apoyado contra su cráneo pelado. Teiler no tardó en dormirse. Abrió todavía más el tubo de oxígeno y al rato el otro era un lobo marino tomando sol en las playas de la Costa del No me Acuerdo.

Avanzó hacia la puerta, la puerta estaba cerrada. Retrocedió pensando que acaso Teiler no trabajaba solo. Convenía ir más lento, pensar la situación. Miró a Teiler desinflándose lentamente en el dulce sueño que su sonrisita de bebé chupando teta dejaba suponer. Entonces se dio cuenta que había estado pensando mal las cosas o acaso entendió que solo en la pasión de pensar mal las cosas se encuentra finalmente la revelación de que ese es el único modo festivo de gastar la existencia: no era en su memoria donde debía buscar respuestas, sino en la memoria del otro. Si la memoria artificial existía ¿por qué creerle que se la habían extirpado? Allí, en el registro del dispositivo podía encontrar qué había sucedido, quién era Teiler, para quién trabajaba.

La idea lo iluminó, sintió la gracia recorriéndole el cuerpo y como una gacela que respiraba el aliento de los lobos, acomodó el cuerpo fofo de Teiler, apoyó la cabeza encima de una almohadilla ortopédica, jugó al ta-te-ti eligiendo con qué bisturí y qué pinza iba a trabajar, y todo lo hacía como si hubiese conseguido el sapo con el que saciar su gusto infantil por las profundidades orgánicas. Así le salieron las cosas, así, más o menos como hubiese quedado la panza destripada de ese sapo quedó la cabeza de Teiler: el mapa de las rutas argentinas, una foto aérea del delta del Paraná, como las varices –recordó Roy– en las piernas de su madre, como las estrías que se dibujaban en los colgajos de la panza del mismo al que estaba descerebrando.

El primer corte lo hizo en el centro de la nuca, pero enseguida le pareció que la exactitud geométrica le había sido negada y que en verdad el centro estaba un poco más hacia la izquierda, y entonces cortó de nuevo un poco más a la izquierda, pero no conforme se decidió por cortar más hacia la derecha, y claro está, terminó comprendiendo que el centro nunca es matemáticamente el centro sino solo conceptualmente el centro, porque en la realidad y en cualquier circunstancia de lo real, no hay centro que no se corra siempre un poco más allá, que no exista sino como un agujero inalcanzable al que hay que ir persiguiendo por la superficie de los cuerpos y las palabras.

Así, haciendo agujeros que nunca eran el centro, bisturí en mano, se paseó por el cráneo de Teiler un buen rato hasta que finalmente encontró lo que buscaba: el grano de arroz, el bicho sintético.

Lo quitó con una pinza, lo llevó con cuidado y lentitud hacia donde estaba la computadora, lo metió en el adaptador que Teiler había utilizado para proyectar la falsa memoria con la que lo había querido amansar para la operación y enchufó el adaptador a la computadora.

Enseguida aparecieron las imágenes en la pantalla del televisor: rinocerontes azules volaban por el espacio interestelar hasta descender en un planeta desértico lleno de pequeñísimos hombres pigmeos alrededor de una fogata que los rinocerontes usaban para encender la cabeza de los pigmeos y fumárselos chupándole los pies. Rápidamente comprendió que aquello era lo que el dispositivo había grabado de las alucinaciones que la anestesia le había regalado a Teiler. Retrocedió el dispositivo un poquito y se encontró a sí mismo en la pantalla: se vio elegante en su condición de paria, dandy de su propia ruina.

La memoria de Teiler, es decir, el registro grabado de lo que había sido su percepción, era definitivamente perfecto, un mapa del tamaño del territorio reproduciéndolo parte por parte, la copia y el original superpuestos sin pliegues ni recelos.

Como en cualquier filmación digitalizada, a través de la computadora tenía acceso a una barra que debajo de las imágenes le permitía a Roy adelantar o retroceder la grabación, incluso tener registro de la extensión de la misma y en qué punto se encontraba la imagen presente. Roy retrocedió un poco nomás y la detuvo en el momento en que Teiler abría la puerta y del otro lado aparecían Dafoe y los otros dos que lo habían cargado desde el baúl del auto hasta aquello cueva. Sobre los hombros llevaban el cuerpo desanimado de Roy, pasaban al lado de Dafoe y lo tiraban sobre el catre.

–Esta vez tenés que hacerlo bien, no podés volver a repetir errores. Se me juega la cabeza y con la mía se juega la tuya también –le dijo Dafoe a Teiler.

–Cero errores. Entiendo.

–Y por las buenas. Le explicás lo que tengas que explicarle hasta que él se entregue mansito. Es la orden de Boris. No sé para qué lo quiere, pero no podés tocarle un pelo, ¿entendés? Solo por las buenas.

Ahí tenía las respuestas. Boris Spakov. Daniel Dafoe. Una película en su cerebro. Una memoria artificial para borrar algo que Boris necesitaba borrar. Roy tenía que encontrarlo. Volvió a retroceder la película. La barra temporal señalaba que la grabación duraba cuarenta años. Tenía que trabajar al azar, salteando bloques de vida y recuerdos. En algún parte de la memoria de Teiler debía encontrar de nuevo a Dafoe. Lo encontró mil veces más. También encontró a Boris. Teiler parecía trabajar con ellos desde hacía mucho. Encuentros pactados, citas rápidas y conversaciones a medio decir. Bares de mala muerte cerca de la plaza de Once, esquinas oscuras de San Telmo, la recova del Bajo. Una vez cada tanto. Por el poco tiempo que dedicaba a cada secuencia de imágenes, pudo entender que el negocio que juntaba a Teiler con Boris y Dafoe era el tráfico de memorias artificiales en el mercado negro. Dafoe las conseguía de algún lado y se las pasaba a Teiler. Los dispositivos que la Compañía había puesto en el mercado eran versiones standars de una memoria compartida, pero las posibilidades tecnológicas del dispositivo eran infinitas y aquel que podía pagarlas tenía todo un mercado marginal donde encontrarlas. Memorias de todo tipo, viajes a pasados paralelos que ni con la metanfetamina más pura, ni con la pastillita que resumiera y abarcara como un aleph psicodélico todos los efectos de todas las pastillitas de LCD que una generación entera de beatniks y guerrilleros contraculturales pudo haber tomado durante tres décadas enteras, jamás llegarían a provocar.

En una escena de hacía tres años atrás, Boris se lo explicaba a Teiler en aquella misma habitación un poco más limpia y ordenada: señalaba memorias artificiales de color azul que ofrecían un pasado en el que el gobierno comandado por el cerebro del Generalísimo Juan Domingo Perón embutido en el cuerpo de un cyborg invadía y recuperaba las Islas Malvinas. El dispositivo ofrecía para el que se lo injertaba recuerdos de haber participado en la guerra, haber sodomizado a soldados ingleses y ser condecorado por el mismísimo General. Memorias rosadas en las que Montoneros había triunfado y Firmenich se convertía en una especie de Big Brother, posibilitando para el comprador recuerdos de su participación en la guerrilla urbana cantando canciones de Jara, teniendo una pequeña aventura de trío sexual con Mercedes Sosa y Pirí Lugones en la oficina del Ministro Gelman. Memorias sintéticas violetas –los más buscados según Dafoe– que dejaban grabadas en el cerebro las noches de cocaína y tetonas conductoras de programas de cable en la gran fiesta del menemismo donde finalmente se conocía la poronga de Asís, el laberinto anal de Maradona y de lo que eran capaces los ojos prodigiosos de Galimberti. Y memorias tornasoladas que –las más caras– reunían lo mejor de los otros dispositivos; una recopilación, un video clip armado con los destellos de los anteriores. Memorias de diseño. Memorias al tún-tún. Memorias de haber sido otro. Memorias del fin del mundo y del comienzo de la vida. Memorias de Stalin y Jimmy Page, de Stalin habiendo sido Jimmy Page y Jimmy Page habiendo sido Stalin, de haber cruzado a nado el Atlántico y viajado a la luna, de la batalla de Caseros y de la guerra contra Dark Vader y el Imperio, memorias de haber estado allí y no haber estado en ningún lado, memorias del fin de la memoria y de no haber nacido para no tener memoria.

¿Cuál de todas ellas le hubiese gustado a Roy? En todo caso, cualquiera en la que Marian no hubiese existido. Retrocedió la película un poco más: raro, Boris Spakov le presenta a Marian bajo el simulacro de Laura y su pelo rubio platinado, su inalterable lunar negro en el pómulo derecho. Algo se había salteado en la búsqueda. Aquella mujer debía volver a aparecer en la vida de Teiler. Volvió a avanzar. Tardó un buen tiempo pero finalmente llegó. La escena había ocurrido hacía solo unos meses atrás.

Están los tres en el comedor de la casa en la que Boris vivía antes de mudarse a su nueva mansión. Marian –o Laura, cualquiera de aquellas dos versiones de lo mismo– tiene una copa de daiquiri en la mano derecha. Parece borracha. Teiler la mira de arriba abajo una y otra vez enfocándola en un centro resplandeciente que iluminaba los bordes más lascivos por los que Marian prometía los infiernos más dulzones. Roy pensó en todas las pajas que ese miserable se habría hecho deteniendo una y otra vez el dispositivo en el volado del vestidito mínimo que Marian dejaba flotando en el aire cada vez que rozaba sus muslos de borrachita incontinente. Boris la tomaba de la cintura, un beso en el cuello, la mano acariciando las nalgas de Marian, un beso de lengua, una risotada compartida. ¿Daiquiri para Teiler? No, prefiere compartir un vaso de Jameson con Boris. Del comedor se van al parque y se sientan junto a la mesa, al lado de la pileta. Marian también deja el daiquiri y se compromete con lo que queda de la botella del whisky. No tarda demasiado en perder la compostura, le dice a Boris que no pierda el tiempo y que fueran al grano.

–No es el momento –responde el otro.

–¿No es el momento?, ¿y cuándo va a ser el momento?

–No sé si al señor Teiler le importa lo que podamos hablar.

–¿El señor Teiler?, qué va. No hay otra posibilidad, no podemos vivir juntos, no podemos vivir nada, si ese nene sigue viviendo. ¿Cómo querés que estemos juntos si ese chico sigue dando vueltas en mi vida?

–No es tan fácil, Marian.

–¿Un nene de cinco años no es fácil? ¿Qué le parece a usted, Teiler?, ¿un chico de cinco años que no habla, que no se mueve, que solo juega a babearse encima todo el día sentado en una silla de ruedas mirando la pared, le parece que no es fácil? Ya lo hablamos, Boris, es por mí, por nosotros, pero también es por él. Sufre, es una mierda lo que le tocó, de fondo es hacerle un favor.

–El problema no es Nolan, el problema es Roy.

–Vos hablaste de la memoria artificial, para eso invitamos al señor Teiler. Pero veo que es inútil, vos tampoco tenés huevos para tomar lo que es tuyo. Si no tenés valentía para hacer lo que tenés que hacer entonces me perdés. No podría soportar estar con vos y seguir haciendo mierda mi vida con ese nene que solo está pidiendo morir.

–Marian, ya lo hablamos, se va a hacer, tranquilizate un poco. Hay que pensar paso por paso, cambiar una memoria no es tan sencillo.

Se hizo. Tres días después, en el comedor de aquella casa, Teiler apretaba el cinturón que rodeaba el cuello de Nolan. Sus ojos estaban abiertos como si en vez de mirar quisieran comer, tragar, devorar la nada universal. Su rostro blanco fue un golpe en la boca de su estómago, un golpe que no esperaba. Cuando Boris le pidió a Teiler que se detuviera para enseguida ponerle la bolsa de plástico en la cabeza, Roy compendió que el golpe no era tanto el de enfrentarse a la muerte de Nolan sino al hecho de haberle visto la cara. Incluso, cuando Teiler le puso la bolsa, Roy sintió cierto alivio inexplicable. Después las cosas siguieron su rumbo natural: Teiler volviendo a apretar el cinturón rodeando el cuello, la bolsa que se va llenando de baba y luego va cobrando ese color rojizo debido seguramente a la sangre que Nolan va escupiendo, hasta que ya no hay más movimiento que el de las manos de Teiler abriéndose para dejar caer el cinturón, relajar la tensión de su cuerpo y tomar un nuevo equilibrio para quedarse parado mirando a Boris y preguntarle “¿ahora qué?”.

Intentó calmarse, comprender lo que había sucedido, armarse una narración. Marian no soportaba más la vida que llevaba con él y con Nolan. Le había pedido más de una vez que se deshiciera del chico –en el fondo era un favor que le hacían. Buscó el modo de salir de aquello por otros lados, encontró los brazos amantes de Boris, le exigió lo que Roy no podía darle; y Boris que ya estaba hundido en la rosca pesada de matones a sueldo, perversos con ganas de divertirse y todos los gorditos psicóticos buscando borrarse de sí mismo que daban vueltas por el mercado negro de las memorias artificiales, tenía los medios para complacerla. Así, con Dafoe, contactaron a Teiler y dieron el primer paso matando a Nolan, mientras Roy daba vueltas por Roma en un viaje absurdo que el mismo Boris había planificado. Luego intentaron borrar su memoria, quizás borrar completamente la existencia de Marian y su hijo –no podían eliminar a un gerente de la misma Compañía que les proveía los dispositivos de la memoria entonces lo fueron preparando para aceptar sumiso la extracción. Las cosas no funcionaron del todo bien, la memoria de Roy se empeñaba en encontrar los recovecos mentales por los que resguardar las imágenes que como ruinas quedaban del pasado junto a su mujer y su hijo.

¿Pero ahora qué?, ¿cómo salir de allí? Por más que la forzara, la puerta seguía cerrada. Acaso del otro lado seguían esperando por el fin de la operación. Fue entonces que se dio cuenta de algo. Necesitado y ansioso de buscar en el pasado de Teiler, no había registrado que también había un futuro para él. En la barra de la parte inferior de la pantalla una línea blanca indicaba la carga de la memoria, y una línea gris señalaba lo que faltaba para terminar. El dispositivo contenía entonces todo el pasado pero también todo el futuro de la memoria –una memoria del futuro, una memoria de su muerte más o menos próxima, el artificio extendía sus límites más allá de sí mismo, la memoria engullía cada instante por venir en su propio interior anulando todo instante futuro, haciendo del futuro siempre un museo de lo ya pasado, chupando entonces la vida completa de un hombre reducido a meras conexiones neuronales. El mundo-tumba. Así lo había llamado el mismo Teiler. Un mundo-tumba en el agujero hecho en medio del cerebro.

Roy adelantó una hora el dispositivo y allí estaba Teiler haciendo la operación sobre el cráneo de Roy. La película mostraba un futuro inmediato diferente a lo que había sucedido: en ella Roy no se había arrebatado contra el otro ni se había dejado llevar por el vuelo nocturno de la anestesia hacia el invierno florido de las alucinaciones entregándose manso a la extirpación.

Era raro ver la diferencia entre lo que la pantalla mostraba y lo que efectivamente había sucedido. Era Roy el que debía estar ahora tirado en la camilla y no el otro; en la película, en cambio, Teiler ya estaba terminando la operación.

Adelantó un poco más: mientras Roy seguía dormido en la camilla, el otro parecía moverse como si ya hubiese tenido planeado lo que estaba por hacer. Tomó la memoria artificial de Roy, la puso en la computadora. Buscó al azar alguna imagen de Marian, se bajó el cierre del pantalón y empezó a masturbarse –una y otra vez, toda la tarde de ese día buscando imágenes de Marian y pajeándose a más no poder. Ver a Teiler masturbarse no era fácil –la pichila diminuta entre los colgajos de grasa cayendo hacia adelante y los dedos amorcillados cubriendo toda su extensión para subir y bajar la pielcita–. Aquello sin embargo, también le devolvía –aún a pesar de sí mismo– el halo vertiginoso que la existencia de Marian creaba a su alrededor.

Pero el vértigo respondía a otra cosa: recobrar su memoria en la memoria de otro. Y era extraño, no solo porque entonces la memoria le era extraña, ajena, impropia, no solo porque el acceso a su memoria era por medio de la memoria del otro, sino, por ello mismo, porque la imagen que de Marian habría guardado en el fondo del trasfondo de su cerebro, en verdad, anidaba en el cerebro del otro. El despojamiento era total –sus recuerdos podían existir en cualquier cerebro, salvo en el suyo–; y era entonces como si la paja que Teiler se estaba haciendo frente a la imagen de Marian fuera en realidad una paja dedicada al mismo Roy, una paja que era mensaje de agradecimiento: gracias por Marian, gracias por tus recuerdos.

Teiler eyaculó tres veces, y entre cada paja fue y vino por el espacio mínimo de aquella cueva: preparó un sánguche que se lo embutió rápidamente en la boca y se hizo una paja, fue al baño un rato y al volver se hizo otra paja, se fumó un faso y se hizo otra paja más. Finalmente, durmió un rato, hizo alguna que otra cosa, la película siguió corriendo y entonces sucedió: se escucharon unos golpes contra la puerta y luego un estruendo venido del otro lado, Teiler se dio vuelta y se encontró de pronto con Boris Spakov.

En ese mismo momento, Roy escuchó los mismos golpes y luego el mismo estruendo que recién había escuchado en la memoria de Teiler reproducida en la televisión. Se dio vuelta y se encontró de pronto con Boris Spakov. Los dos planos parecieron volverse indistinguibles confundiéndose en un mismo simulacro de otro simulacro; por un segundo las imágenes de la pantalla parecieron superponerse con el espacio de lo real pero el segundo pasó y eso que era superposición quedó reducido –como una mala definición de la poesía– a mera revelación de lo que está por suceder y finalmente no sucede.

Boris Spakov se sorprendió de encontrar a Roy despierto y a Teiler dormido. Parecía saber que no era así como debían funcionar las cosas. La confusión en su rostro señalaba que había perdido el guión, como si ya hubiera visto las imágenes que continuaban sucediéndose en la pantalla o acaso como si compartiera la misma memoria artificial de Teiler y pretendiendo cumplir su papel de pronto le hubieran cambiado la escena. Sin embargo el desconcierto duró nada.

–¿Vos acá? –dijo Roy.

–¿Me conocés, todavía me recordás? –preguntó Boris.

Roy no llegó a responder.

Boris ya tenía el arma en la mano y dándola vuelta golpeó la culata contra la cabeza de Roy.

Las pasiones alegres

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