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7.

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Se sabe: en el viaje de la nave nodriza de la Gran Paranoia Universal no hay límite que no fuese el límite relativo de un continuo siempre ir más allá, agregar otra vez un nuevo axioma, una nueva revelación para llenar de mundos el mundo y ya no encontrar ningún mundo-núcleo, primigenio, necesario ni revelado y así entonces llegar al punto en el que uno ya no sabe ni dónde está.

¿Roy?

Ese no es mi verdadero nombre.

¿Roy?

¿Ese es mi nombre?

Bonito nombre: Roy –un punto en el que uno ya no se acuerda ni cómo se llama.

Aquí Roy.

Último llamado.

Nave Nodriza.

Responda. Aquí Roy, último llamado.

¿Aquí?, ¿dónde?

Donde vos quieras, Roy, a esta altura ¿qué importancia puede tener la diferencia entre lo propio y lo impropio, la distancia intransitable que nos aleja de la más cercana intimidad: yo, tú, él, nosotros?

¿Por qué entonces este temblor de viejo alcohólico apapuchado en el calor de los recuerdos de otro –él mismo– que seguramente nunca existió?

Uno siempre puede caminar por el abismo de sí mismo como si hubiese pagado el voucher completo con hotel de lujo y guía turística que nos explique qué hace el Gran Cañón ahí, justo ahí donde no debería haber más que un desierto de porcelana.

No Roy, no hace falta.

Aquí Nave Nodriza, cambio, allá Roy Benavidez, cambio.

Bienvenido Roy Benavidez al país del Nunca Jamás, usted se encuentra en el Mundo-Tumba de la memoria, a su derecha verá las Montañas Rocosas, al sur el Gran Cañón Interior, al norte las Galaxias del Sistema Roy girando en derredor del agujero negro del mundo.

¿Cuánto tiempo estuvo Roy lejos de Roy?

Al despertar se sintió mareado.

El mundo daba vueltas alrededor de Roy o Roy daba vueltas alrededor del mundo.

O Roy daba vueltas alrededor de Roy sin encontrar mundo.

O, incluso, el mundo daba vueltas alrededor del mundo, sin encontrar ningún mundo, pero tampoco a Roy en su camino hacia sí mismo.

De un modo u otro.

Roy despertó, estaba en el mismo lugar pero el mundo conocido ya no estaba en derredor. No recordaba cómo había llegado allí. Tenía registro de un golpe en la cabeza –unas gotitas de sangre se habían coagulado en su mejilla–, pero no tenía recuerdos de cómo había sucedido.

Las penumbras ganaban el espacio y en la oscuridad todo resultaba lejano. Estaba sentado en un sillón. A un lado una mesa diminuta y sobre ella una lata abierta de alimento balanceado. El olor a putrefacción resultaba insoportable. Solo el frío, el insólito frío que Roy sintió, venía a correr de lugar el olor que se expandía desde la lata. El frío en los huesos, el cuerpo se le contrajo como si una maza hecha de hielo hubiese golpeado contra la boca de su estómago. Llevó sus manos hacia los brazos y raspó buscando calor. Se preguntó ¿cómo no había registrado ese frío antes?

Se levantó de la silla. Teiler no estaba por ningún lado. No existía allí ningún televisor ni pantalla, pero tampoco el recuerdo de alguien llamado Teiler. Caminó buscando reconocer el lugar. Nada le pareció conocido.

Encontró una manta debajo de la mesa. Se la puso sobre los hombros. La manta rozó su cabeza. Sus manos tocaron su nuca. Lo habían rapado. Los dedos dibujaron círculos mínimos sobre el cráneo. Roy encontró la cicatriz de la herida. Supo que la operación se había realizado. La memoria artificial le había sido extraída.

¿Cómo se sabe de aquello que no se sabe?

¿Cuál es la forma de la sobrevivencia de un recuerdo que ya no se recuerda?

¿Cómo se nombra la memoria de algo que ya no está en la memoria?

Esa sensación, ¿no?: la de haber perdido algo que no se puede identificar, nombrar, compartir.

Solo eso: el haber perdido, no esto o lo otro, sino la sensación de haberlo perdido todo. Pero claro está, si no se puede decir qué es ese todo, qué sentido puede tener la sensación de haberlo perdido.

No hay nada alrededor.

Pero tampoco hay nada en Roy.

Ni siquiera Roy.

¿Cuál era la palabra que seguía a la palabra? ¿Cuál era el nombre de aquel que debía nombrar la palabra?

Ese fue el primer registro de la pérdida: la del nombre.

Luego el cuerpo. La sensación rara de estar donde uno no está. Es decir. No la sensación de tener sino la de estar en unas manos, unas piernas, una lengua. Ajenas, extrañas. Eso pensó ese que ya no refería al nombre Roy, sino simplemente un cualquiera que estaba en unas manos, unas piernas, una lengua como de paso, como si pudiese estar en ese momento en otro lugar, otras manos, otros brazos, otro cráneo.

Incluso las palabras con las que daba sentido a esa sensación que también era la de no estar en el cuerpo que él mismo era. Palabras como interminables trenes que nunca terminaban de cruzar la estación donde él, sin palabras, las miraba pasar. Palabras de otro que sin embargo hablaban de él. Como si de repente le hubiese sido dada la magia de ver las palabras fuera de las palabras, en ese lugar ¿mortuorio? en el que las palabras solo pueden ser vistas pero jamás nombradas. Así Roy, sin Roy, miraba las palabras que cruzaban la estación de sus oídos subidas a trenes que siempre ya se estaban marchando sin nunca terminar de irse.

El nombre, ¿no?, ni siquiera habían dejado el nombre de Roy en Roy como para que Roy supiera al menos de Roy. Sin embargo, enseguida escuchó una voz que viniendo de uno de los vértices del lugar lo nombraba, lo llamaba.

Roy.

Roy Benavidez.

No lo nombraba, no lo llamaba. Solo se trataba de un murmullo de alguien que parecía estar ahogándose en eso mismo que decía.

Avanzó hacia el vértice. Encontró una puerta. Abrió. Del otro lado lo mismo. Un hombre gordo sentado en un sillón descuajeringado, junto a una mesa en la que una lata abierta de alimento balanceado juntaba podredumbre y la soltaba en el aire frío del lugar.

El gordo estaba de espaldas a Roy hablando solo. Murmurando solo.

Roy se acercó uno, dos pasos. Dijo algo, solo para hacer saber que había entrado. El otro no registró la voz de Roy.

Roy insistió. Su voz ganó fuerza, y él mismo se sorprendió de tener una voz y que su voz sonara así de fuerte.

Sin embargo, el gordo tampoco así pareció escucharlo.

Roy se acercó más, hasta ponerse de frente al hombre.

Vio que tenía los ojos cerrados mientras murmuraba. Vio que a veces se le abrían pero era como si esos ojos nada miraran y no reconocieran que allí delante se encontraba Roy.

Entonces el gordo volvió a decir “Roy”. “Roy Benavidez”.

Y Roy pensó, tuvo la intuición, la sensación borrosa de que ese era su nombre, el nombre que no había podido recordar, que no lo lograba recordar del todo.

Quiso creer que ese otro lo estaba nombrando y respondió. Dijo algo así como “Sí, soy Roy Benavidez”. Pero el gordo no se dio por enterado y continuó murmurando lo ininteligible. Roy pasó su mano por delante de los ojos de aquel hombre, pero no encontró ningún efecto.

“¿Eso me preguntas? Roy Benavidez. Eso es lo poco que soy. Ahora podés irte y hacerme desparecer de tu vida, pero ¿sabés algo, Marian?, adonde vayas siempre vas a saber quién soy y quiénes fuimos”, dijo el gordo.

No estaba entonces hablando solo, hablaba con una tal Marian, aunque ninguna mujer y nadie más que Roy estuvieran en aquella habitación. Era como si estuviese recordando una conversación pasada, repitiendo una escena grabada en su memoria, pero viviéndola como si estuviera ocurriendo en ese mismo momento, como si ese fuese su presente y Marian estuviese allí escuchándolo.

Fue entonces que mientas el otro seguía hablando con Marian, a Roy le pareció recordar. No a la mujer llamada Marian. No se trataba de recordarla a ella sino de recordar el momento en que tenía el recuerdo de Marian. Como si su memoria solo tuviera el recuerdo de haber tenido alguna vez alguna memoria de aquella mujer.

Incluso, sin que el otro nombrara a su hijo, le pareció recobrar alguna imagen de su hijo, al menos el nombre Nolan. Pero, de nuevo, no era tanto recordar a su hijo ni recordar a una mujer, sino el de recordar haber tenido alguna vez el recuerdo de ellos.

La memoria de una memoria perdida. Una nada que es casi algo. Así funcionaba también su nombre: la marca de haber perdido la marca que lo hubiera llevado a alguna parte.

De nuevo el murmullo. Pero esta vez, ruido sobre ruido. Reconoció que otra voz hablaba en los recovecos de la voz del hombre gordo que seguía hablando y discutiendo con Marian.

Esa otra voz venía del otro lado de la pared, por debajo de la otra puerta de la habitación.

Roy avanzó hacia allí y se encontró con lo mismo: otro hombre sentado en un sillón descuajeringado, junto a una mesa en la que una lata abierta de alimento balanceado juntaba podredumbre y la desparramaba en el aire frío del lugar. Ese hombre también estaba de espaldas a Roy hablando solo, murmurando solo.

Roy se acercó sin decir palabra. No tardó en reconocer que ese otro también hablaba con Marian, sin que ninguna mujer estuviera allí. Era en verdad como si fuera la continuación de la conversación anterior. Hablaba con ella como si ya se hubieran reconciliado, como si Marian hubiera decidido no marcharse para quedarse junto a Roy.

Rápidamente se dio cuenta que en este tercer cuarto también había una puerta. Del otro lado se encontró con lo mismo. No exactamente lo mismo, esta vez el hombre no estaba sentado en el sillón, sino caminando alrededor de la mesa. La lata de alimento balanceado y putrefacto estaba vacía. El hombre caminaba en redondel. Era viejo. Las arrugas se hacían zanjas que declinaban hacia una barba sucia y enrulada. Roy tuvo la esperanza de que alguna comunicación fuera posible, pero solo bastaron un par de pasos para acercarse y registrar el mismo agujero mental. El viejo se mostraba nervioso en su andar continuo, pero no hablaba con Marian, sino con Nolan. Al menos así lo llamaba mientras le pedía que le prometiera no volver a hacer algo que Roy no lograba a identificar.

¿De qué hablaba toda esa gente?, ¿con quienes estaban hablando? ¿Qué monstruos mentales, qué fantasmas psicóticos? Y ¿por qué, en todo caso, le parecía a Roy todo tan familiar hasta el punto de sentir que en verdad estaban hablando de algo que era suyo? Roy se interpuso en el camino circular de aquel hombre. El viejo chocó contra Roy y de repente gritó. Se echó hacia atrás, tocó con los talones el sillón y se sentó con los pies encima del asiento, las rodillas tocándoles el pecho y sus brazos apretando fuerte el conjunto. Entonces lloró desesperado. “Roy. Soy Roy Benavidez”, dijo el viejo mientras no dejaba de temblar. Dijo su nombre en voz alta dos o tres veces más, y era como estuviera intentando reiniciar la grabación mental que Roy había cortado al ponérsele delante.

La puerta contigua estaba abierta hacia una cuarta habitación. Al dar el primer paso le pareció que no había nadie. Entró despacio. El sillón estaba vacío. La lata sobre la mesa, todavía llena. El olor a podrido volvió a hacerse espeso en el aire frío. Volvió a escuchar de nuevo el nombre de “Roy”, pero esta vez era la voz de una mujer la que lo convocaba. Roy miró alrededor y no encontró a nadie. La mujer preguntó “¿sos vos, Roy?, ¿ya llegaste?”.

Durante un mínimo segundo aquella voz pareció darle la gracia de recuperar lo propio, sin saber del todo qué era lo propio. Estuvo tentando a responderle: “Sí, Marian, soy Roy, ya estoy de nuevo”. Pero la mujer no esperó ninguna respuesta y se echó a hablar con Roy como si Roy verdaderamente le hubiese respondido algo. En todo caso, no estaba hablando con Roy sino con una especie de Roy genérico, una abstracción, una figura mental.

Fue entonces que registró que la mujer estaba sentada contra el piso, la espalda contra la pared, tomándose de las rodillas flexionadas contra su pecho. Roy se puso de cuclillas frente a ella. La tomó del mentón. La mujer sintió el contacto como un golpe de electricidad. Se corrió hacia un lado. Más fuerte se apretó contra sí misma. Dijo que Nolan ya se había ido a dormir. Le preguntó a Roy por qué había llegado tan tarde. No esperó ninguna respuesta. Simplemente se puso a hablar de las fotos que se habían sacado en el mar. Las había revelado esa tarde. Señaló hacia la mesa indicando que las fotos estaban allí arriba. En la mesa no había más que una lata llena de podredumbre.

Roy dejó a la mujer y decidió regresar al lugar donde había despertado con la cabeza rapada y la cicatriz de la extracción en su cráneo. Pero al volver hacia atrás no se encontró con el viejo ni con ninguno de los otros hombres que había visto, sino con otra mujer que al igual que la anterior parecía estar hablando con otro Roy Benavidez.

Se sintió perdido pero decidió continuar. Fue y vino en una dirección y en otra. Siempre encontró lo mismo: hombres y mujeres hablando a solas con Marian, con Roy, con Nolan, siendo ellos mismos siempre el mismo Roy, la misma Marian. Avanzaba Roy de habitación en habitación y le parecía que los cuerpos y los rostros iban perdiendo definición. Todos iban asemejándose, perdiéndose en un mismo enchastre fantasmal. Pero con ello también ganando identidad en el fango borroso de una misma cara, un mismo hombre y una misma mujer que existían borrándose.

Acaso no era más que la tensión con la que Roy se había despertado en un lugar desconocido y sin saber quién era él mismo. Aunque de eso mismo se trataba, de la sospecha general de que él era o había sido esa nada genérica llamada Roy Benavidez. Él también existía o había existido a condición de perderse en un fantasma que era nadie y era todos.

Al final de un pasillo encontró unas escaleras. Contra la pared estaba incrustado el número del piso. Estaba en el piso 10. Se detuvo junto a una de las puertas del pasillo, antes de llegar a las escaleras. Se sintió mareado, un fuego en el estómago se transformó en náuseas y arcadas. Alguien detrás suyo lo tomó de un brazo –acaso lo había estado siguiendo. Lo cargó pasando unos de sus brazos por encima del hombro. Abrió la puerta de uno de los cuartos pero no llegaron a entrar. Vomitó en cualquier parte, no en cualquier parte sino en el marco de la puerta. Sentado contra el marco, sobre su propio vómito, Roy estiró el brazo buscando el picaporte para cerrar la puerta. Ya sin fuerzas, sintió que no había vuelta atrás. Tampoco ganas de seguir adelante. Finalmente había llegado al mundo-tumba. Desde el comienzo tenía que haber aceptado que el único lugar que le era posible era la ciudad de los muertos vivos. ¿Ese era el infierno que se había prometido a sí mismo?, en todo caso, ¿cuál sería la vida de un muerto sino la de vagar por los restos de la nada de su memoria?

Eso no debía importarle, no por el momento. El otro lo tomó del brazo y lo ayudó a levantarse. Le sacó la ropa manchada de vómito y abrazándolo lo arrastró hacia uno de los sillones de la oficina. Parecía como si Roy no tuviera registro de la existencia del otro. Solo le preocupaba entender. El televisor delante del sillón en el que lo habían sentado ya estaba encendido y la pantalla iluminaba su rostro. Pensó si el error había sido buscar una salida. Quiso creer que acaso esa búsqueda transformaba su vagabundear en un error, su paseo alocado en una errancia, un error de cálculo. Acaso asumiendo la imposibilidad de un afuera, renunciando a seguir yendo a ninguna parte, retomaría entonces algún sentido a lo que lo rodeaba. Y no fue más que asomarse a la idea de no buscar más que lo que se le daba que de pronto se dio cuenta de las imágenes que la televisión proyectaba:

Roy estaba detrás de Nolan.

Roy se quitaba el cinturón.

El cinturón rodeaba el cuello de Nolan.

Nolan abría los ojos buscando tragar un bocado de la nada universal.

La nada universal no encontraba nombre en la boca abierta pero muda de Nolan.

Roy sacaba del bolsillo de su pantalón la bolsa que ya tenía preparada.

La bolsa era calzada en la cabeza del chico.

Respiraba agitado inflando y desinflando la bolsa mientras Roy continuaba apretándole el cuello con el cinturón.

La bolsa empezó a llenarse de baba y al poco tiempo tomó cierto tono rojizo debido seguramente a la sangre que Nolan comenzó a escupir.

Roy siguió tirando y tirando del cinturón.

La bolsa ya no tenía aire en su interior para inflarse una vez más.

La baba y la sangre alcanzaron el tope de la bolsa.

Nolan ya no se movía.

La nada universal –la universal nada que se muestra en ese momento en que las cosas ya siempre existieron solamente en el modo de haber ya siempre terminado de ocurrir– fijó el cuerpo desgastado de Roy al gesto de su propia descomposición, el resplandor azulado de la pantalla dejó de titilar sobre su rostro inasible, y de pronto todo se detuvo en la magia evanescente de forzar todos los instantes en el instante más pequeño entre dos instantes.

Las pasiones alegres

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