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3.

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Fue por entonces, durante ese tiempo dedicado a escarbar en la fascinación de contemplar a la mujer de Boris y encontrar en ella a Marian, que comenzaron los llamados. La primera vez dudó en atender pensando que nada debía distraerlo de la desgrabación de lo que aquella noche había filmado, pero cuando levantó el tubo y escuchó la voz de Marian fue como si en verdad hubiera estado esperando volverla a escuchar.

–Tengo que hablar rápido, quería decirte que ya estamos en la casa.

Roy: el silencio. Dudó, las palabras se atropellaron en su garganta, no supo qué decir; pero la duda ya era parte de lo que debía rechazar –dudar si la que llamaba del otro lado de la línea era Marian ya era afirmar la posibilidad de que Marian estuviera viva.

–El viaje fue largo pero ya estamos donde queríamos –continuó la voz de Marian.

Aturdido, no podía llevar el hilo de lo que ella decía acerca de lo que habían hecho apenas llegaron a la ciudad y se perdía en el asombro mayor de que del otro lado de la línea y del mundo todavía existiera su mujer, o al menos la voz de su mujer.

–Nolan está bien, no te preocupes. Llegamos hace poco, pero la ciudad es preciosa.

Sin esperar que Marian terminara lo que estaba diciendo, cortó la comunicación. Enseguida identificó la violencia del movimiento de su brazo y se preguntó si también Marian había registrado el exabrupto. “Marian no existe, Marian está muerta, es estúpido pensar si puede o no registrar o interpretar algo”, se dijo a sí mismo en voz alta.

Pensó si acaso se trataba de algún artilugio tecnológico. Recordó entonces que aquello había sido una idea de Marian. Durante un tiempo lo había intentado convencer de contratar un servicio de acompañamiento post-mortem. Se trataba, justamente, de ofrecerle al cliente un contacto virtual con sus muertos. El artificio sería el siguiente: el cliente permitiría que sus conversaciones telefónicas y las imágenes archivadas en la memoria de su computadora fueran grabadas por la empresa; al morir el cliente o una persona cercana usaría las grabaciones del pasado y las haría pasar por locuciones e imágenes reales, cortando y pegando distintos fragmentos.

“Suena el teléfono y de pronto escuchás la voz de tu madre tal como sonaba antes de morir; imaginate si soy yo la que se muere, te conectás al chat y podés conversar conmigo como siempre; incluso pueden hacer que una persona reciba llamados del que él mismo fue en el pasado, imaginate que te llamen y seas vos mismo cuando tenías cinco años”, había dicho Marian aquella vez.

Roy se había negado a la propuesta pero nunca supo si Marian había contratado aquel servicio sin decírselo. Se preguntó si a lo largo de su vida no habían estado grabando los chats y las conversaciones telefónicas con Marian, para entonces hacerle escuchar su voz. Se negó a pensar que alguien pudiera estar jugando con él. En un caso u otro se trataba de una ficción y ante ello Roy sintió que el acto-reflejo de haber escuchado la voz de su mujer y haber respondido a ella como si estuviera viva había sido una estupidez.

Sin embargo, al otro día se la pasó esperando que el llamado volviera a ocurrir. Recién a las siete de la tarde, recibió un mensaje de conexión en el chat de la computadora.

–Me quedé mal anoche. No sé por qué cortaste así sin despedirte, sin que nos dijésemos “chau” o algo parecido, ¿dije algo que te molestó?

La imagen de Marian en la pantalla resultó un golpe que no esperaba. Solo atinó a retroceder, darse el instante para desactivar la corriente eléctrica que calaba en sus huesos y ganar alguna serenidad. Acaso como un modo de defenderse del retorno del fantasma, se le ocurrió pensar en el demiurgo que cortaba y pegaba aquellas viejas grabaciones y ahora las hacía pasar como presentes. Que tomara el dato de que el día anterior él había colgado el tubo en medio de la conversación le pareció sorprendente, aquello sumaba al verosímil y generaba el efecto real de una voluntad propia, una conciencia detrás de la voz, más allá de la grabación.

Pensó que allí debía concentrarse, tenía que apuntar al que armaba y desarmaba el discurso de Marian hasta ponerlo en evidencia.

–Yo no te llamé. Vos me llamaste a mí. Pero nada dijiste que me haya molestado. Habrá sido un problema con la línea. Te escuchaba perfectamente y se cortó... Qué bueno que te hayas conectado. Me quedé pensando que no te pregunté nada de Nolan.

–No me preguntaste, pero te dije que estaba bien. El viaje se nos hizo largo. Pensé que para él iba a ser un tormento pero se quedó tranquilo en la silla. Igual, ya sabés, desde el accidente no tuvimos buenos tiempos. A Nolan todo le cuesta infinitamente más.

Roy sintió que el operador le había devuelto la pelota y le había armado una trampa peor: ahora no se trataba de saber qué había sucedido con su hijo sino cómo sabía del “accidente”.

–No sé de qué accidente me hablás –dijo solo para ponerlo a prueba.

–El auto, el accidente en la ruta. No me hagas hablar de eso. Me la paso hablando yo sola, contame vos cómo estás, qué pasó.

–No sé de qué querés hablar.

–De nada. Solo quiero escucharte, saber cómo estás. Hablame de cualquier cosa, del trabajo por ejemplo.

Roy enmudeció. Las imágenes que él mismo se había hecho del accidente y de la muerte de Marian y Nolan se le vinieron encima como un vendaval de polvo ante el que solo atinaba a cerrar los ojos. Apuró el fin de la conversación diciendo que tenía cosas que hacer. Unos minutos después sonó el teléfono de nuevo. Dudó en levantar el tubo pero finalmente lo hizo. Marian le rogó que no le cortara de nuevo. Decía estar desesperada en seguir hablando, saber que Roy estaba allí en alguna parte del mundo escuchándola. Entonces solo atinó a calmarla y con ello él mismo fue encontrando el modo de armar un escenario en el que la paranoia acerca de si estaba hablando con alguien o solo respondiendo a lo que una vieja grabación reproducía, se anulaba para dar lugar al mero goce de hablar y sentirse escuchado.

Desde entonces, todos los días, puntualmente, a las nueve de la noche, Roy y su mujer conversaron largo y tendido. El clima relajado los llevaba a lugares que a Roy le parecían raros. Resultaba difícil determinar quién de los dos llevaba el ritmo e imponía la cadencia de la relación. Se trataba de preguntarle al otro qué había hecho ese día y comenzaba el regodeo: “solo pienso que se me hagan las nueve para volver a escucharte”, “no pude dejar de pensar en lo que me decías anoche”, “me pregunto cómo será cuando llegue el momento de encontrarnos”. El tono juguetón mezclaba risitas y frases a medio decir que funcionaban como códigos para interpretar frases enunciadas en conversaciones pasadas o situaciones que debían haber vivido juntos. Visto desde afuera esas frases sueltas bien podían ayudar a entender la charla como la de dos personas que habiéndose separado volvían a encontrarse reconstruyendo una ilusión. Yendo lentamente uno hacia el otro, sabiendo de las heridas del pasado, disfrutaban de encontrarse en la distancia sin dar el paso del reencuentro, esperando en todo caso que sea el otro el que lo hiciera. A esa altura, a Roy no le preocupaba en nada la cuestión de si se trataba de un artificio de una empresa. Le habían devuelto a Marian y con ello una dirección mental, un horizonte que repetía un pasado que nunca había querido perder. La verdad acerca de qué o quién estaba del otro lado de la línea o el chat se perdió en los recovecos del olvido y la indiferencia; solo se trataba de aprender a jugar en el abismo para que el abismo también sea un suelo por donde andar.

Así pasó el tiempo de Roy encerrado en su departamento, olvidado ya de la filmación, del parecido sorprendente entre Marian y Laura y de lo que había ocurrido aquella noche en la casa de Boris. Solo se destinó a esperar el llamado de su mujer. Así hasta el día en que se acabaron todos los juegos. Cebado por aquellas conversaciones buscó otros modos de recuperar a sus muertos. Arrepentido de haber quemado todas las cosas que había podido –de Nolan la cama, la silla de ruedas, sus juguetes, la ropa; de Marian los zapatos, los vestidos, las cartas, las fotos–; buscó algún recuerdo sin mayor orden ni sentido en todos los recovecos de la casa.

En el escritorio de Marian se topó con un cajón cerrado bajo llave. Con un fierro forzó la cerradura y logró abrirlo. Allí encontró una caja con algunas cartas y algunas fotos que se habían salvado del fuego. Dedicó el resto del día a ordenar las fotos de modo cronológico, desde los primeros encuentros hasta una que había sido tomada dos semanas antes de haber muerto. Luego pasó a las cartas. Las leyó como un ciego al que le devolvieran la vista. Entre ellas apareció un sobre de papel madera. En el interior una foto: Marian desnuda, su cuerpo refregándose contra el cuerpo desnudo de Boris Spakov.

Buscó un poco más. Encontró otras fotos, Marian y Boris en un restaurant, Marian y Boris en un balcón con la ciudad a sus espaldas, las imágenes de Marian y Boris en un espejo, ella en cuatro patas sobre la cama, él penetrándola por detrás mientras sacaba la foto con un celular.

Y en todas, Marian aparecía con una peluca rubia platinada y con un lunar negro y profundo en el pómulo derecho. Las facciones límpidas de su cara hablaban de una juventud que les había sido arrebatada. Debieron haber sido tomadas unos diez años atrás, cuando todavía estaban esperando a Nolan o incluso con Nolan ya nacido.

La conexión entre aquellas fotos y la filmación de la fiesta en la casa de Boris se hizo rápido. Prendió la computadora. Detuvo la imagen de la grabación en el cuadro que mejor mostraba a Laura, la esposa de Boris. Si ante la semejanza entre Laura y Marian retrocedía entendiendo que era él el que estaba perdiendo el mundo, ahora comparando las fotos y la imagen de la filmación, llegaba a la certeza: no solo se trataba de semejanzas entre una y otra sino que eran la misma e idéntica persona.

Supo entonces de la humillación. La paranoia más que acecharlo se había vuelto motor mismo de sus maquinaciones mentales: estaba seguro que habían fingido la muerte de Marian y Nolan y luego habían armado aquella fiesta con el único fin de hacerlo caer en una trampa de la que todavía no sabía de qué se trataba.

Pensó en Boris y cómo este, desde el comienzo, había ordenado su vida para tenerlo cerca como un perro de compañía. Lo había llevado a trabajar en la Compañía, lo había hecho formar parte de la Gerencia solo para vigilarlo mientras se quedaba con su mujer sin más costo que el de dejarle todos los chupetines y ahora encima se daban el lujo de jugar con él haciéndole escuchar la voz de su mujer en el teléfono, haciéndole ver su imagen en el chat. Si ya se habían apropiado de todo lo que Marian había dejado con su desaparición, transformándola en la reina platinada de su palacio, ¿qué necesidad entonces de armar semejante farsa de la humillación? ¿Por qué llamarlo haciéndolo escuchar la voz de Marian, obligándolo otra vez a enfrentar su rostro como si estuviera viva dando vueltas en alguna galaxia lejana?

Debía serenarse. La venganza frente a un tipo como Boris necesitaba de tiempo y paciencia. Él era el Director de la sede argentina de la Compañía con contactos en el Directorio Central –Roy uno más de sus juguetitos. Decidió esperar, dejar que el tiempo pasara hasta estar seguro de lo que debía hacer. Pero la espera no le resultaba fácil y el teléfono no dejaba de sonar no solo puntual a las nueve de la noche sino también a cualquier hora. La humillación abría la grieta que cada vez más separaba su cerebro del mundo que lo rodeaba hasta armar en derredor su Gran Cañón del Colorado. El teléfono seguía sonando y lo empujaba a saltar. Ya harto del juego de Boris, pensó en salir del departamento, regresar a la Clínica para enfrentarlo, pero aquello que pensó se deshizo rápidamente cuando pretendiendo abrir la puerta del departamento, buscó la llave y no la encontró donde debía estar –hacía tantos días que ni siquiera bajaba a la calle para tomar al menos un poco de aire, que bien podía haberla dejado en cualquier lugar. Entonces sonó el teléfono una vez más y Roy encontró su límite mental. Se encaminó hacia el aparato, levantó el tubo y la voz de Marian se hizo escuchar con la serenidad del que ve el mar en una playa vacía a la hora en que los vientos se marchan.

–Estuviste viendo lo que no debías. No tenías que haber visto esas fotos –se adelantó la voz de Marian.

–¿Me estás vigilando? ¿Pusiste cámaras, me estás grabando? ¿cómo sabés que estuve viendo las fotos? –dijo y rápidamente comprendió que sus palabras no se dirigían a Marian sino a Boris Spakov.

–Sabé que esta es la última vez que me vas a escuchar… No digas nada. Me cuesta hablarte, no sé si estás ahí, si existís de verdad o no sos más que una grabación del pasado. No importa. No me digas nada. Esto me hace mal, ¿sabés? No lo puedo sostener. No sé dónde estás, de dónde es que me llamás.

–Yo no te llamo, sos vos la que me llama –dijo Roy sin saber a esa altura si estaba hablando con Marian o con quién.

–Desde el accidente no tenemos más vida, Roy. Nolan no responde, no habla, no quiere la silla, no sale de su cama. Yo no puedo mantenerme parada sino es con un arsenal de pastillas. La otra vez me preguntaste por el accidente: ¿de verdad no sabés lo que pasó?, ¿no recordás nada? Estás muerto, Roy. Estás muerto y no sé qué hago yo hablando con mi esposo muerto. Tengo que salir de todo esto, por favor no me llames más, te lo ruego, no me llames más, y si suena tu teléfono, por favor, Roy, no atiendas, no me respondas, desaparecé de mi vida.

Cuando del otro lado cortaron la comunicación, Roy se representó el tono constante de la línea como una recta en la pantalla de un monitor cardíaco. Luego vino el anonadamiento. No sabía qué pensar. Miró a su alrededor y sintió el peso muerto de las cosas, escuchó vibrar el silencio glacial de su propio encierro, la indiferencia con la que el mundo había respondido a su soledad. Miró por la ventana del departamento. Desde allí arriba podía ver la plaza de enfrente, la estación de trenes en la esquina y le pareció que todo lo que veía ya había muerto. Los hombres, los autos, los trenes se movían como si en verdad estuviesen repitiendo un movimiento ya acabado, como si el conjunto existiera en la repetición infinita de una memoria que solo funcionara volviendo siempre sobre sí misma, sobre cada acto y escena para imponerles repetirse una y otra vez. Era la contemplación de un museo de los actos ya desaparecidos, el teatro donde se representaba un mundo ya muerto, como si todo lo que entonces existiera no fuere más que aquello que en otro lugar alguien recordaba.

Pensó en el llamado de Marian y en la derivación fácil de que lo que lo rodeaba ya no existía sino como el pasado reconstruido en alguna parte del futuro. El truco había sido efectivo: “estás muerto y no sé qué hago yo hablando con mi esposo muerto”, había dicho Marian. “No, no pueden ganarme, no puedo permitírmelo a mí mismo”, se dijo Roy en voz en alta, pretendiendo que aquello no fuera más que la trampa que Boris le había montado y en la que él se había dejado caer.

Repasó mentalmente la secuencia de los llamados desde el primero hasta ese último. Se sintió absurdo, supo que se había dejado llevar por la expectativa del milagro y que eso mismo lo había dejado desnudo ante la miseria de lo real. Tomó de nuevo el teléfono y llamó al número desde el cual Marian –o quien se hiciera pasar por Marian– lo había estado llamando. Enseguida se dio cuenta de que si sabía el número de Marian era porque había sido él el que la había estado llamando, tal como lo ella se lo había dicho. Lo atendió la voz metálica de una grabación que le informaba que aquel el número no era el de ningún cliente en servicio.

Lo intentó una y otra vez y siempre la misma respuesta. Se dio vuelta mirando hacia la cocina. Allí encontró la silla de ruedas vacía. Recordaba perfectamente haberla cargado y arrojado junto a la cama y el ropero en un descampado donde los había quemado. Sabiendo siempre que a la muerte se ingresa lentamente casi sin uno darse cuenta, como si en verdad fueran las cosas en derredor las que fueron muriendo hasta cercar, rodear, acechar y convencerlo de que en verdad ya estaba muerto desde hacía vaya uno a saber cuánto tiempo, Roy tomó coraje y se encaminó hacia el cuarto de Nolan pensando que lo único que allí podía permanecer vivo no era de este mundo. Le sorprendió encontrarse con la cama y los muebles que él mismo había sacado de la casa, incluso con los juguetes y la ropa que estaba seguro haber incendiado. Caminó hacia el dormitorio, abrió el guardarropa. Encontró allí la ropa, los zapatos, las carteras y todo lo que alguna vez había sido de Marian y él había quemado solo unos días después de su muerte.

Volvió a la cocina, vio sobre una de las sillas que rodeaban la mesa el sobre cerrado de una carta y supo con solo verlo que las cosas no marchaban bien o marchaban lo suficientemente bien como para que todo se estropee. No recordaba haberlo visto antes, no recordaba haberlo recibido y nadie habría podido entrar al departamento para dejarlo. Quizás estaba cebado por los retorcijones mentales que las llamadas de Marian habían creado, pero no podía controlar la ansiedad cruel de dejarse humillar jugando el juego de otro. Abrió el sobre y encontró lo que de algún modo esperaba encontrar. La letra chiquitita, desgarbada e insegura, lo obligó a leer lentamente, volviendo una y otra vez sobre cada palabra.

“Hoy es mi cumpleaños. Si estuvieras acá conmigo, me gustaría que me regales un tren, uno que tenga vagones de carga, sin pasajeros, no, ningún pasajero, aunque también podría ser de pasajeros y de carga, las dos cosas juntas estaría bien. Antes, cuando te extrañaba, mamá me llevaba a la estación y me decía que algún día iba a venir un tren del que vos bajarías. Pero los días pasaron y hubo un montón de trenes que llegaron y se fueron, y en ninguno estabas vos. Por eso mamá no me llevó nunca más a la estación. Me dice que ya no lo necesita porque puede hablar por teléfono con vos. Yo le pido hablar pero no me deja. Me dice que no puedo, que el teléfono es para personas grandes, y por más que le ruegue no me deja ni estar cerca cuando te llama. Lo que sí me deja es escribirte cartas. Me gusta escribirte, pero no es lo mismo, a mí lo que me gustaría es hablar por teléfono como lo hace ella. Aunque ahora parece que se enojó y ya no quiere hablarte más. A veces el teléfono suena y suena y suena y ella no quiere atender. Tampoco me deja a mí, pero igual me acerco, lo dejo sonar y cuando ella cree que ya cortaron, levanto el tubo para ver si sos vos. Nunca tengo suerte. Escucho que dicen “hola, hola, hola” y después cortan. Yo no puedo contestar porque si no mamá me va a escuchar y se va a dar cuenta. Pero de todos los “hola” que escucho me parece que ninguna voz es la tuya. Igual tengo miedo de que seas vos y que yo no me dé cuenta. Eso es feo. No me deja dormir. Tampoco me gusta vivir en un departamento. No hay nada para hacer, ni balcón tiene, y la única ventana está en la cocina y da contra la pared del edificio de al lado, por lo que solo puedo ver un pedacito de la estación que está en la esquina. Igual pienso que si vos estuvieras acá, no me importaría vivir en este departamento. Lo que no me gusta es que te hayas muerto. Y que nunca hayas bajado de ningún tren. Bueno, eso es todo. Hoy cuando me canten el feliz cumpleaños y tenga que pedir tres deseos voy a pedir uno solo: que tomes un tren que te traiga conmigo.”

Roy terminó lagrimeando un poco pero como alejado de eso mismo que estaba haciendo, o quizás como el que ve una película armada específicamente para dar el golpe bajo en el momento adecuado, sabiendo que el golpe llegará, preparado desde que comienza la película para recibir el golpe y soportarlo desde la ironía inteligente, desde la distancia cínica, el entrenamiento crítico y un largo etcétera, y sin embargo cuando llega el golpe se emociona estúpidamente con el golpe, llora como un idiota frente al golpe, se estremece hasta los huesos y comprende la dimensión física y a la vez simulada de ese llanto que no vale nada, nada de nada, pero que sin embargo ocurre; así lloraba Roy y pensaba a la vez en la efectividad de la trampa, preguntándose cuál era el procedimiento, quién operaba detrás de aquellas apariciones –los llamados, la carta.

Intentó serenarse y con ello desmenuzar, racionalizar, todas las cuestiones que la carta de Nolan ponía en juego y daba por sentado. Primero que Roy estaba muerto y que ya no iba a volver. Segundo, el lugar que Nolan describía era sin dudas el departamento en el que Roy vivía. Miró alrededor y pensó si ellos verdaderamente no estaban allí yendo y viniendo de un lado al otro, acaso sentados con él en la misma mesa de la cocina mirando por la ventana la pared del edificio de al lado y los sintió como dos intrusos que merodeando en su vida se habían propuesto adueñarse de todo sin nunca dejarse ver.

Fue hacia el baño y corrió la cortina de la ducha, pasó por el comedor, pasó de nuevo por los cuartos de Nolan y de Marian, volvió a la cocina: “¿qué estaba buscando?”, se preguntó a sí mismo sin esperar que existiera más respuesta que la de su propio absurdo.

En medio de aquella búsqueda se dio cuenta que quizás se trataba de dar vuelta el razonamiento que hasta el momento lo había guiado: el intruso era él; Marian y Nolan vivían en el departamento su único y certero presente; era él, en cambio, el que merodeaba alrededor de sus existencias en un pliegue oculto del tiempo.

De fondo, ¿qué otra vida tenía desde sus muertes sino la de un fantasma que vagaba por ahí repitiendo siempre el mismo recorrido desde la cocina al comedor, desde el sofá hasta la cama del cuarto de invitados para echarse a dormir, formando días tras día un círculo que le imponía la idea de que todo lo que hacía ya lo había hecho y que su presente no era más que el simulacro de algo que ya había dejado de existir?

“Ideas, ideas, ideas –se dijo a sí mismo– que solo existen para hacerme daño”: ruido mental que derivaba en el espacio mortuorio en el que Roy declinaba en el mantra “he dejado de existir”.

Las pasiones alegres

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