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4.

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Esa noche durmió como pudo. Al despertar quiso volver a mirar la filmación de la fiesta de Boris, confirmar que la mujer que Boris le había presentado como su esposa era Marian y corroborar que aquella noche le habían hecho una cirugía en el cráneo.

La grabación había sido borrada de la computadora. Intentó descargar otra vez la memoria del microchip de la cámara con la que había filmado. La memoria de la cámara estaba vacía.

Buscó en derredor huellas de alguien que por la noche hubiera entrado en el lugar para hacer aquello, entonces se dio cuenta que la carta de Nolan ya no estaba. La había dejado arriba de la mesa de la cocina, pero no estaba ahí ni en ninguna otra parte de la casa.

Aquello podía mostrarse como el punto de quiebre y saturación del que ya no podría volver, sin embargo, fue entonces que buscando la carta de Nolan encontró la llave de la casa donde menos lo esperaba: oculta entre manzanas podridas, en una bolsa metida dentro de la heladera.

Una vibración eléctrica nacida en el centro del pecho, ramificándose hasta alcanzar las terminales nerviosas de sus pies, le devolvió cierto espesor físico y con ello un suelo desde donde volver a tener un mundo. Se decidió de inmediato a salir de allí, volver a la Clínica y enfrentar a Boris Spakov. Sin la grabación de lo que había ocurrido la noche en que le habían realizado la cirugía en el cráneo, solo le quedaba obligarlo a confesar qué había sucedido con Marian.

Mientras hacía girar la llave en la cerradura de la puerta, pensó si en verdad no le habían devuelto la llave para hacer eso mismo que estaba haciendo. No sabía por qué ni para qué pero acaso estaban ordenando sus pasos como lo venían haciendo desde el primer momento. Incluso, escapar de aquel encierro era parte de la trampa.

No le importó, terminó de hacer girar la llave y salió del departamento. Tomó un taxi hacia el centro de la ciudad y un rato más tarde se encontraba en la plaza central. Delante suyo se levantaba la torre espejada del banco financiero, el hipermercado y el Mall que la Compañía había inaugurado hacía un año atrás en el lugar donde antes se encontraba la Casa de Gobierno. Recordaba perfectamente la demolición de aquel edificio pero ahora era como si nunca hubiera existido. Unas cuadras más adelante, entró a la sede de la Compañía. Desde la muerte de Marian y Nolan no había vuelto al lugar. En el hall de la entrada nadie lo reconoció, él tampoco reconoció a nadie, en todo caso, tampoco parecían trabajar allí. Le pareció extraño el estado de abandono –una manta de mugre cubriéndolo todo, sillas tiradas y papeles desparramados por el piso. El ascensor no funcionaba. Subió por las escaleras hasta el quinto piso. Fue directamente a su oficina para encontrarse con el mismo paisaje ruinoso.

Se paró delante de los ventanales que cubrían casi toda la pared. Desde allí tenía una visión panorámica de la ciudad. Pasó unos diez minutos contemplando los edificios hasta reducir la ciudad a una foto de esa misma ciudad. Todo le parecía muerto, estático, como si en verdad la vida y el movimiento no respondieran sino a un pasado remoto que valía más como narración que como imagen mental. El efecto era agradable: pensaba en los pasos dados desde que había salido del departamento y sintió que nunca habían ocurrido. Pensó en la muerte de Nolan y en su vida con Marian, supo que se habían reducido a folletos de ciudades que nunca había visitado, entradas para una fiesta a la que no pudo ir, souvenires de países imaginarios que entre papeles, papelitos, boletos, recibos, estaban destinados al fondo del último cajón de un escritorio que ya nunca se abrirá. Sin embargo, aquella sensación era una conquista: el fin que se había impuesto de olvidar lo que había pasado para rehacerse una y otra vez y todas las veces que hicieran falta estaba empezando a funcionar.

Al rato, subió de nuevo las escaleras pensando siempre en el ya improbable encuentro con Boris –en todo caso, algún otro que pudiera darle algunas respuestas. Transitando aquellos pasillos terminó de aceptar que del lugar donde él tanto tiempo había trabajado no habían quedado más que las ruinas de lo que había sido: montañas de papeles amontonados en cualquier parte, oficinas vacías, cajones olvidados en el piso, carpetas y más carpetas apiñadas sobre los escritorios y en los rincones. Al llegar al último piso, se encaminó hacia la sala de reuniones de la gerencia. Se habían llevado hasta las sillas. Ni la enorme mesa de algarrobo, los sillones, los cuadros, ni los maceteros ni las palmeras, habían dejado.

Allí encontró a Dafoe. Recordó de inmediato su imagen en la grabación de la fiesta organizada en la casa de Boris cuando Roy terminó drogado o anestesiado en manos de Teiler y su bisturí. Ahora Dafoe estaba sentado en el piso debajo de un ventanal revisando los papeles que se repartían y acumulaban unos sobre otros por todo el salón. Cuando vio a Roy, se levantó como si lo hubieran sorprendido robando huevos en un gallinero.

–¿Te acordas de mí? –preguntó Roy.

–Si pensas en volver, te digo que acá no hay mucho para hacer.

–Estoy buscando a Boris Spakov.

–No lo vas a encontrar. Se fue, desapareció.

–No juegues conmigo, ya perdí demasiado, decime dónde puedo ubicar a Boris.

–Mirá Roy, si algo te hizo Boris, sabé que yo también lo estoy buscando. Dediqué años enteros a esta empresa y me cagó la vida. No sé lo que Boris te hizo pero a mí me cagó plata, mucha plata. No estoy hablando de un vuelto, no te podés imaginar todos los numeritos de los que te estoy hablando. Y el que se la llevó toda fue Boris, vació la empresa, transfirió los fondos al exterior y desapareció. Nadie dio explicaciones de nada. En la sede central de la Compañía ni siquiera nos atienden. Nos dejaron en la calle.

–Nadie puede desaparecer así como así.

–Lo busqué en la casa, no hay nadie ahí. Ni la esposa ni el hijo, ni siquiera la servidumbre. No quedó registro de nada.

–Si no querés decirme dónde está, entonces me vas a contar qué pasó aquella noche en la fiesta de Boris.

–No sé de qué fiesta me hablás.

–No te hagas el tonto. Vos trabajas para Boris, estuviste aquella noche en su casa.

–Ya te dije, no sé de lo que me hablás.

–Cuando ya casi todos se habían ido, Boris nos invitó a subir al primer piso. Vos subiste conmigo, tomamos unas copas, te vi con Laura tocándose delante del mismo Boris. No podés decirme que no sabés de lo que hablo –dijo Roy atragantándose en el momento en que pronunció el nombre de Laura mientras en su mente resplandecían las luces de neón del cartel que llevaba el nombre de Marian.

–¿Y entonces qué?

–No sé qué pasó después. Quiero que me digás eso mismo. ¿Qué pasó en aquel primer piso?

–No pasó nada, al menos no puedo decirte demasiado. Estuve ahí, tomé algunos tragos pero me fui enseguida a otro lado.

–¿Y Laura?

–¿Laura?, ¿la esposa de Boris? Laura era así, no había problema con eso. Al mismo Boris le gustaba ver a su mujer con otros tipos. ¿Te creés que fue la primera vez? Boris organizaba fiestas solo para entregar a su mujer al que a él se le ocurría.

–¿Hace cuánto conocés a la tal Laura?

–No sé, Roy, desde hace algunos años, ocho, nueve años. No sé qué te pasa conmigo pero no me gusta la gente que se cree policía.

–¿Conocés a un tipo de apellido Teiler?

–Sí, puede ser. Escuché hablar de él. Trabajaba para Boris. No sé qué negocio tenían juntos.

–Necesito encontrarlo.

–No creo que lo quieras. Teiler debe ser uno de los tantos reventados que Boris mantenía cerca.

–Una dirección, un teléfono, algún contacto con Teiler me podés conseguir.

–No es difícil. Tengo una lista de los contactos de Boris, pero te sugiero que no te acerqués por esos lados.

Ese mismo día, Roy fue a la mansión de Boris. La seguridad del lugar no lo dejó pasar. Solo le informaron que se había marchado y no tenían datos sobre su regreso. Entonces decidió ir a buscar a Teiler. La dirección que le había dado Dafoe quedaba en el Bajo Flores. Se trataba de un asentamiento. Se paseó un largo rato entre pasadizos que no iban a ningún lado, con los zapatos hundidos en el barro, entre monolitos construidos con la basura amontonada y restos de ceremonias macumberas en cada rincón. La calle Llorente era un pasadizo entre ranchos de chapa temblando con el viento. Aquello era una obra de arte colectiva hecha para arqueólogos del futuro. Golpeó la puerta, lo atendió un hombre gordo y macizo que parecía repetir la panza en el pecho y el pecho en la cabeza formando un cono de pelotas encajadas unas sobre otras.

–Te estábamos esperando –dijo.

–Estoy buscando a Teiler –respondió Roy.

–Ya sabemos a quién estás buscando. El problema es haberlo encontrado. Estás acá por las interferencias. Algo ha comenzado a fallar, ¿no es cierto? –dijo el otro para que Roy comprendiera que había caído en la trampa de Dafoe. Seguramente había llamado a aquel lugar para informarles que les enviaba un paquetito de regalo llamado Roy Benavidez.

–Solo quiero saber quién es Teiler –atinó a decir.

–Despacio, vamos despacio. Primero tenés que saber el costo. El costo es no volver.

–¿No volver a qué?

–Simplemente no volver.

La capucha negra le apretaba la garganta. La venda en los ojos no lo dejaba parpadear. Las manos amarradas por detrás de la cintura y la posición fetal en el baúl de un falcón modelo pre-colombino le devolvieron las ganas trans-históricas de chuparse el dedo gordo. Definitivamente no sabía en qué se había metido. Dos o tres horas de viaje rodando de un lado al otro, golpeándose contra el baúl-sarcófago por rutas precarias del país sin que nadie atendiera a sus ruegos de detenerse un ratito mínimo para orinar un poco y de paso chuparse un rato el dedo gordo. Conclusión: meado hasta los tobillos con una espuma blanca en el paladar de perro pavloviano, llegaron a ninguna parte. El desierto de Ninguna Parte quedaba más o menos en ninguna parte. Cuando lo bajaron del baúl, lo encontraron dormido por el sedante que le habían dado. Lo cargaron como si de una bolsa de papas se tratara hacia el rancho-tapera donde Teiler los esperaba junto a la puerta. Alrededor solo pastizales y algunas vacas lejanas en el horizonte mugriento. Lo arrojaron sobre una camilla. Lo que Teiler tardó en quitarle la capucha fue lo suficiente como para que el Falcon se alejara haciéndose chiquito por el camino de tierra.

Las pasiones alegres

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