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San Sebastián, 2 de noviembre de 1989

Querido Nicolás:

A pesar de que mañana mismo te habré enviado una postal que acabo de escribir, sentí ganas de escribirte un poco más. Para no decir nada en especial, o sí, ya me acordé: todo empezó con la Academia Medrano. Te pido que me informes de las conversaciones (claro, las interesantes) de la Academia. Estoy un poco enojado, o no, no, no estoy enojado, pero se me ocurre en este momento que los amigos poetas académicos podrían haberme contestado la carta que les escribí para contarme las noticias y no delegarte a vos la responsabilidad de contarme todo lo que pasa. (Perdón, tal vez ni siquiera te la delegaron). Eso no quita que me divierta con tus comentarios sobre los entretelones del asunto, pero sigo sin entender por qué tantas idas y vueltas del ICI para darnos una fecha. Entiendo que la puesta en escena es algo complicada, ¿pero no tienen ahí todo lo necesario? Suenan las campanas. En los walkman suena Art of Noise, sobre Art of Noise, el ruido del mar embravecido, también las olas interfiriendo con esta hoja, que es de espuma. ¡Al fin conozco el azur del mar!

El hotel parece un telo kitsch de los sesenta en sus últimos estertores de sillones de pana y borlas rojas y media luz en la barra del bar. La estoy pasando genial.

Finalmente acepté la invitación de Jordi a San Sebastián, donde está trabajando como asistente de dirección en una puesta de La vida es sueño para el festival de teatro. Me dijo que cuando termine el festival, puedo ir con él a Madrid, y me ofreció quedarme en su casa mientras busco trabajo allá.

En el hotel donde estamos ahora, el Hotel Isla, (enfrente hay una), están parando también algunos chicos del elenco, casi todos gays y divertidos. Una noche tomamos un éxtasis que no le pegó a nadie y salimos cuatro en un autito que a duras penas subía por una carretera empinadísima, a buscar KV, una disco gay. Después de muchas vueltas la encontramos, había unas cinco personas, diez a lo sumo. No duramos ni media hora, tomamos una copa y salimos a buscar otro lugar, nula la salida. Volvimos al hotel y nos metimos en una habitación a jugar al Monopoly.

Estoy obsesionado nuevamente con la cuestión orínica. Mientras escribo ordeno las ideas que se me ocurrieron hoy en el auto cuando paseábamos por San Sebastián. En un momento, uno de los actores que venían con nosotros se quejó: “Por aquí todo el mundo mea en cualquier parte”. Parece que es por la zona, por el clima, no sé, pero es cierto, en el camino vimos un montón de tipos meando en la calle. El nombre orínico se me acaba de ocurrir. Pienso tal vez en titular mis elucubraciones Sueños orínicos, Vida orínica, ¡pum! ¡pum! (esto último sonó en el walkman, estoy escuchando Art of Noise). Si se te ocurre un título mejor, acepto sugerencias.

Tal vez algo no te guste, y es que por momentos escapa de lo literario para emerger casi teatral (en este ambiente de festival de teatro capaz me contagié de algo).

No pienso todavía en un orden. Una serie de monólogos. Reportajes guionados. Al reporteado se le pregunta o simplemente se lo deja hablar como en un noticiero.

El primer monólogo no es sobre la orina, es quizás el más chancho de todos, es sobre la menstruación:

Un chico adolescente cuenta cómo, sentado en la playa mirando al mar, ve a menos de un metro de donde está un tampón usado, seco por el sol. El muchacho, con el pie, a la distancia, trata de taparlo con arena, pero no puede. Reflexiona en voz alta sobre la posible acidez de la substancia sanguinolenta que hace que el algodón parezca quemado. Al final se decide a tomar el tampón por el piolín y arrojarlo fuera de su vista: “No me dio tanto asco tocarlo, más asco me daba verlo”.

El segundo monólogo es una anécdota de un chico que conocí en el Quetzal, que me contó cómo una noche, su padre, grandote, musculoso, profesor de educación física, se levantó de la mesa mientras estaba la familia cenando y se puso a mear en la pileta de la cocina, adelante de todos, dejando ver son enorme membre. Meaba y dejaba correr el agua de la canilla.

El tercero es una anécdota mía de cuando hice el servicio militar en Polvorines. Durante una práctica de combate, el cabo primero nos mandó a enmascararnos a un camino donde no había barro. Yo ya conocía la forma correcta de cumplir con la orden sin seguir de largo hasta el arroyo, lo cual habría ameritado un castigo por no haber cumplido la orden al pie de la letra. Lo sabía por un novio de mi vieja que de casualidad había hecho el servicio militar también en Polvorines, y había contado la anécdota en una sobremesa familiar. Sugerí entonces, a un grupo de soldaditos amigos, que orináramos en círculo en la tierra seca para hacer un barro ahí mismo. Todos aceptaron como si fuera lo más normal del mundo y con eso nos enmascaramos. No sé si agregar el elemento erótico que se acoplaba a mi intención de no recibir un castigo del superior, creo que se sobreentiende. Aún hoy no puedo justificar de otra manera mi idea de que meáramos en círculo en vez hacerse cada uno su propio barro. En la colimba me hice muy popular, porque mientras a los que habían ido hasta el arroyo les pegaron un baile tremendo bajo el sol, nosotros los mirábamos sentados a la sombra de los árboles.

Me gustaría también una hilera de chicos meando y agregar una postal del Manneken Pis como la que te envié desde Bruselas, últimamente me está gustando ese algo entre cursi y memorioso de las postales.

Quisiera mencionar además el placer masoquista de alguien que se deja mear por otro. Sería bárbaro conseguir un video porno que vi en París, en el que un bigotudo meaba parado ante un gordo tirado en el piso acostado boca arriba, que se tragaba el pis del chorro que el bigotudo le dirigía a la boca.

Bueno, consciente de que esta carta tenga párrafos que puedan llegar a desagradarte (espero que no, pero puede llegar a ocurrir), te pido tu opinión.

Un beso enorme.

Pablo

Querido Nicolás

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