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Capítulo III

Santa María de los Buenos Ayres

Durante el tiempo que Alonso estuvo en Santiago de Compostela, fueron numerosas las ocasiones en las que visitó la Catedral, buscando quizás las respuestas a tantas preguntas que latían en tu interior. Estuvo un tiempo viviendo de la caridad, mendigando a desconocidos, oculto tras convenientes harapos, sin olvidar su situación de fugitivo. La sombra de Diego le quitaba el sueño por las noches, conocía aquel alma rapaz y vengativa que no tendría descanso hasta darle caza. Sabía que su estadía en la península era un riesgo permanente y debía marcharse de allí cuanto antes. Pese a su reticencia para el contacto con las personas, y forzado por su paupérrima situación, entabló contacto con un religioso de la catedral, cuya principal tarea era la de brindar ayuda a los peregrinos. Alonso era desconfiado por naturaleza y por su carácter y ocupación de tantos años en las armas, no era una persona especialmente dada a conversaciones que permitieran siquiera espiar su alma, pero con este hombre de Dios hizo una excepción. Tras poner a prueba su confianza durante algunos días y aceptar de buen grado la caridad, le rogó al fin que le tomara confesión. Hacía rato que su religiosidad había menguado, aunque esto no significara la pérdida de la fe. Como todos los que alguna vez intentamos descifrar vanamente los caminos de Dios, había sido inconstante en su credo, pero a cambio, mantenía un diálogo íntimo, oscuro y receloso con el creador. Ya sea por todo esto o porque, doblegado al fin en los intentos de indagar sobre su fe, había aceptado el camino que los cielos le indicaban, es que recurrió a la confesión. Deseaba vaciar su alma, pues había en ella un gran peso que le agobiaba. Una parte de él anhelaba hallar sosiego en su compleja búsqueda interna; otra, la externa, necesitaba con desesperación el apoyo de un mecenas para poder realizar el viaje hasta América que tanto soñaba. El religioso, de buen corazón, al escuchar la confesión de Alonso supo enseguida que no se trataba ni de un vagabundo ni de un hombre tosco o menguado. Escuchó algunas razones profundas y se conmovió por su fe, que sin duda alguna estaba atravesando un momento muy particular. Tras ofrecer penitencia y consuelo, le propuso a Alonso un intercambio que podría ser de utilidad a ambos. A cambio de algunos trabajos menores, de escaso contacto con la gente, daría al peregrino la posibilidad de aseo y ropa limpia, un nuevo aspecto y al menos una comida al día. Alonso aceptó gustoso con una sola condición: que su presencia en aquel sitio fuese breve y secreta.

Así fue que, en pocos días, Alonso pudo cambiar su aspecto por completo y emprender la enorme tarea de intentar construir una vida nueva. No era la primera vez que trataba de escapar de su pasado, lo cual significaba para él la ventaja de la experiencia. Pero esa experiencia también cargaba en sus espaldas el peso de los años vividos. Y no me refiero a su edad, sino al peso de los recuerdos, algunos de ellos, de una dolorosa profundidad. Lo cierto es que, además de hacerse llamar Lorenzo, para evitar cualquier suspicacia, pasaba el día un poco en la huerta, otro poco haciendo pequeñas labores y siempre, intentando rehuir de las oraciones a las que su benefactor lo instaba vanamente.

No pasaron muchos días hasta que Alonso o si preferís, Lorenzo, comenzó a hacer averiguaciones más activas sobre el modo de llegar al lejano y misterioso Río de la Plata. Acotado en sus movimientos por su condición de fugitivo, no tuvo más remedio que confiar en su benefactor y explicar sin rodeos sus verdaderas intenciones. Para su fortuna, y como si el cielo le ofreciera una muestra más de su compañía, el joven religioso prometió traerle novedades en poco tiempo, ya que a través de un lazo de amistad, conocía al capitán de un mercante que solía hacer viajes de ultramar. Todo esto, claro está, con pocas garantías y a cambio de que Alonso asistiera sin demoras ni quejas a las oraciones. Desde luego aceptó gustoso, abrigando la única esperanza que tenía de alcanzar su destino desde el otro lado del mundo.

La espera se hizo larga y los días se convirtieron en semanas. Alonso no quería ponerse demandante pero su fastidio y preocupación hablaban por él. Llevaba en Compostela semi oculto más de dos meses y aún no tenía visos siquiera de comenzar su aventura. Tras largas y angustiosas jornadas de vigilia, finalmente la espera llegó a su fin y el religioso llegó con las ansiadas buenas nuevas. Sólo debía aguardar diez días más, antes de que un carguero le ofreciera una plaza a cambio de ponerse a las órdenes del capitán. Desde luego, todo esto sin hacer ni contestar preguntas. Aunque el plazo le pareció eterno, los días seguían teniendo las mismas horas de siempre, de modo que las empleó con mayor ahínco y solicitud en las tareas que le eran encomendadas. Era hombre agradecido y sabía que ni un año de trabajos podían pagar lo que se le estaba ofreciendo.

Llegado al fin el plazo, Alonso recogió sus pocas pertenencias y se despidió afectuosamente del religioso, con un largo y sentido abrazo, pero no sin antes ofrecerle un obsequio en el que había trabajado durante días: una bella cruz de madera tallada con singular destreza. Hacía tiempo que su daga no tenía un uso tan noble y estuvo gustoso en que, aunque modesta, esa fuera su manera de agradecer tantas atenciones.

Sin derramar lágrimas aunque con el pecho oprimido por el agradecimiento y la emoción, partió presto hacia su destino. Deambuló por andurriales de roca y verdes sotos durante un buen tiempo, perdido en sus pensamientos y en las dudas sobre el modo de hacer las cosas. Aún no estaba exento del riesgo, pero su pecho se inflaba del aire que olía a mar y a libertad. Tras algunas horas de un largo camino y alistado a las órdenes del comandante de la nave carguera, al fin estuvo listo para partir del puerto de la Coruña. No cabía dentro de sí por adentrarse en el infinito océano con rumbo al nuevo mundo.

Del aquel viaje sólo diré, como habrán de suponer, que fue una aventura en sí misma y que perderse en los pormenores y acontecimientos que allí tuvieron lugar, sería alejarlos una vez más del verdadero relato. Alonso, a quien la mar no le era ajena, sirvió con discreción y esmero a su capitán y no cambió con él más que amables palabras de cortesía durante casi todo el trayecto. En honor a la verdad y a juzgar por la enorme discreción del capitán y su tripulación, hoscos pero de amable trato, podría decirse que no era la primera vez que acogían a un forastero sin nombre y en el más prudente silencio. Como sea, tras varias semanas en altamar y luego de tocar un gran número de puertos, el capitán le anunció que en pocos días más el buque llegaría a Santa María de los Buenos Ayres, destino final de Alonso. Al escuchar esto, su corazón se llenó de alivio y congoja. Daría inicio por fin a su verdadero viaje.

La primera impresión que tuvo Alonso al entrar en ese enorme mar dulce y ocre, al que llamaban Río de la Plata, fue de un enorme desconcierto. América era para él, más o menos lo mismo que para todos en España: una tierra extraña y poco explorada, alimento de leyendas y fábulas de toda clase que seducían con sus peligros y sus promesas de oro y aventura. Pero la aventura de Alonso no necesitaba de leyendas o relatos fantásticos para encender su atención: ya estaba en marcha y no tenía más intención que seguir el camino que, según interpretaba, le habían señalado los cielos. Aquellos nuevos paisajes, extraños y misteriosos, estimulaban su imaginación y lo llevaban por pensamientos diferentes. Sus meses de soledad o, para decirlo de un modo más preciso, el tiempo en el que estuvo genuinamente sólo, sin que el intercambio con otros seres perturbasen su búsqueda interna, lo habían cambiado un poco. Pudo contar con algo de tiempo para repasar su vida a conciencia, con sus aciertos y errores, y lo que sin dudas podía concluir a pesar de las mil incógnitas con las que luchaba en su interior, era que estaba totalmente convencido de estar en el verdadero camino.

Tocó al fin puerto y sin demoras, aunque perdido en aquel paraje desconocido, comenzó a hacer averiguaciones sobre un viejo amigo. Abrigaba la esperanza de dar con él, pese a que muchos años habían pasado desde que cambiaron palabras por última vez. Ni siquiera había sido en estas nuevas tierras, que Alonso pisaba ahora por vez primera, de modo que, si la suerte lo acompañaba, este buen hombre se llevaría una gran sorpresa al verlo. La última vez que habían hablado, no fue en los mejores términos y aunque la obstinación de Alonso supo despertar la ira de muchos hombres, comprendía que su amigo, de vocación religiosa y gran amplitud mental, lo conocía lo suficiente como para perdonar sus desaciertos. De todos modos, la prisa y las características de su escape no le habían dejado tiempo para mensajes ni preparativos, por lo que sin pensarlo demasiado se sumergió en su empresa más ambiciosa con la esperanza de reflotar su vieja amistad. Pese a la incertidumbre, que no lo amedrentaba, pronto dio con el monasterio, donde su viejo consejero, el prior Sebastián, regía con justicia y sabiduría entre los monjes.

Tras hacer algunas averiguaciones en varios sitios que consideró estratégicos del emplazamiento, Alonso abandonó el puerto y se dirigió sin perder tiempo al sitio donde coincidían las indicaciones. En su caminata por aquel nuevo sitio, recordó con algo de inquietud los últimos intercambios con el ahora prior. Había en todo lo vivido últimamente un sabor amargo que no le dejaba a gusto, pero sin profundizar demasiado en sus razonamientos, quizás por temor a hallar respuestas que no eran de su agrado, prosiguió con la marcha hasta su destino. Una vez frente al modesto edificio y con poco más que lo puesto, golpeó el pesado portón de madera que resguardaba aquel santo lugar del exterior. Pronto un monje acudió al llamado y escuchó con extrañeza el pedido del forastero. Algo desconfiado lo escudriñó con la mirada de arriba hacia abajo, amable pero escéptico, bastante extrañado por el aspecto y la historia de este hombre salido de la nada y que se hacía llamar hermano Lorenzo.

Poco duró el misterio, o al menos en lo concerniente a las primeras intenciones del extranjero. Al verle inerme y algo desalineado, quizás por caridad o por lástima, enseguida lo hizo ingresar al convento y le dejó en un jardín en tanto llevaban la nueva al prior. Alonso se sorprendió por la belleza y pulcritud del lugar, que poco tenían que ver con el aspecto sombrío del pueblo que tras las paredes permanecía aletargado. Aquel vergel, oculto entre pesados muros, era de una aplicación y hermosura como sólo había visto en algunas ricas casas de su añorada España. Aquel pequeño fragmento de paraíso, fruto del afanoso trabajo de manos hábiles y dispuestas, era la primera prueba que recibía de que algunas cosas que se decían sobre América eran ciertas. En aquellos parajes, con la dedicación adecuada, hasta las piedras podían florecer. Sin duda un sitio bendecido por la mano de Dios y custodiado por el esmero de los hombres, para honrar su legado.

Recorrió con impaciencia pero lentamente un camino embaldosado que serpenteaba por el jardín. El tibio sol de primavera se colaba por el follaje nuevo y tímido que, perezoso, comenzaba a vestir los frutales que allí se levantaban. Un aroma a azahar inundaba el sitio y todo era de un verdor tan pronunciado como no recordaba. El contraste con los muros pintados de cal era intenso y todo en aquel lugar sugería calma y paz. Maravillado por aquel sitio, devolvió con fraternal sonrisa el amable saludo de unos religiosos que algunas brazas más lejos trabajaban con energía en la huerta.

De pronto, la llegada del prior junto a quien le abriera la puerta, lo arrancó de sus cavilaciones. A medida que el prior se acercaba a él, su expresión mudaba y de su proverbial calma pasaba a una visible e indecisa alegría. Al verse los rostros a corta distancia el prior disipó toda duda y caminó hacia él con los brazos extendidos.

–¡Válgame Dios! No puedo creer lo que ven mis ojos. Pero si es…

–¡El hermano Lorenzo! Mi señor. El hermano Lorenzo, que ansiaba desde hace meses abrazaros.

El prior quedó algo perplejo pero, agudísimo en su interpretación, abrazó con afecto a Alonso y repitió su nuevo nombre como signo de aceptación y complicidad.

–Hermano Lorenzo –dijo al fin, sin ocultar un sesgo de reproche en sus palabras– es una inmensa alegría tenerte aquí con nosotros. Han pasado muchos años, amigo mío. Muchos años. Quisiera saber a qué debo el honor de esta inesperada visita.

–Bien, mi señor, es una larga historia.

–No lo dudo ni un instante. Pero nada de “mi señor”. Que mi cargo no ponga más distancia que la que nos han impuesto los años. Sigo siendo Sebastián para ti.

Algo confundido por el reencuentro, el monje que allí estaba, seguía con atención el diálogo de los viejos amigos, sin poder establecer relaciones entre ambos. El prior, atento de esta incómoda presencia para Alonso y algo intrigado por el cambio de identidad, lo invitó a refrescarse y consultó sin rodeos las intenciones del viajante.

–¿Os veo sin muchas pertenencias, cuánto hace que estáis por estas tierras?

–A decir verdad, no más de medio día.

–¿Y vuestros efectos personales, si es que traéis alguno?

–Tan sólo lo que veis.

–Entiendo –dijo el prior mientras algo intuía– Me sentiría muy honrado si pudiera recibiros como huésped y amigo en esta casa.

–Os agradezco tanta hospitalidad. Será un verdadero honor para mí. Es posible que, si estáis de acuerdo, permanezca entre estos muros durante algunos días.

–Bien, me alegro que aceptes. Por favor, Tadeo, acompaña al hermano Lorenzo a una celda y procura que tenga agua fresca. Nuestra casa no tiene lujos pero sí os puedo asegurar un trozo de pan y una manta para abrigar el sueño. Supongo que el viaje hasta aquí os habrá causado fatigas amigo mío y desearás tomar un descanso.

–Más fatigas de las que podéis imaginar.

–En ese caso, por favor acompaña a Tadeo que te mostrará el lugar.

–Nada de eso, mi Señor. Esperé semanas para hablar con vos y en tanto esté en pie, podré compensaros por tantos años de silencio.

–Te propongo una cosa: Acompaña a Tadeo, aséate y descansa un poco. Tu visita es motivo de una inmensa alegría para mí, aunque no voy a negar que aún no salgo de mi sorpresa. Pero aún así, tengo responsabilidades que atender y quisiera escucharte como es debido.

Alonso asintió algo frustrado; dio las gracias con humildad por el convite y las atenciones. Sabía que no podía presentarse así como así y pretender que su visita alterara el funcionamiento del monasterio. De modo que, cediendo a las exigencias de la nueva etapa que había comenzado, aceptó el consejo. Tadeo era un hombre amable y de muy pocas palabras. Tras hacerle seguir brevemente, le mostró la celda donde dormiría, que era de una modestísima factura aunque, al igual que el corazón de esos hombres, estaba limpia y dispuesta para recibir a un extraño como él. Resignado y algo inquieto por todo lo que debía hablar con el prior, Alonso se recostó en el camastro y sólo entonces reparó en el tiempo que hacía que no dormía en una cama decente. Sin duda era un hombre fuerte y acostumbrado a la faena pesada, pero hasta el más fuerte de los hombres debe descansar para poder seguir adelante, de modo que se dejó caer y perderse en un sueño reparador.

Para cuando advirtió que su siesta se había convertido en pesado sueño, hacía tiempo ya que el sol se había ocultado. Un nuevo golpe, algo más insistente sonó y entonces entendió que alguien estaba llamando a su puerta desde hacía algún tiempo: era el prior.

–Adelante, amigo mío. Por favor, pasa. No golpees la puerta de tu casa, pasa, pasa.

–Hermano Lorenzo –soltó el prior con una mirada pícara y reprobatoria.

Alonso sonrió y rascándose la cabeza, se incorporó algo aturdido aún por el sueño. Sólo podía sonreír como sonríe un niño después de cometer una travesura y de algún modo ensayó la disculpa.

–Es una larga historia.

–No me cabe la menor duda –dijo el prior en tanto se acomodaba sobre un taburete– Veo que tienes largas historias acumuladas, amigo mío. Puedes comenzar cuando quieras.

Durante al menos dos horas, ambos hombres que se conocían desde hacía muchos años, pudieron al fin ponerse al día con las vivencias de cada uno. En especial Alonso, que con algo de timidez y de culpa desgranó hasta el mínimo detalle todo lo acontecido en los últimos meses. El prior, por momentos, también volvía a encontrar en aquella mirada, dos ojos encendidos y una pasión incontenible, pero a la vez, en la medida que escuchaba con atención los pequeños detalles del relato, se sorprendía por descubrir un hombre nuevo debajo del conocido. Algo que sin duda, además de sorprenderlo, opacó su ánimo y lo intranquilizó un poco.

–Mira, Alonso, o mejor, Lorenzo, si es que así lo prefieres. No voy a negar que estoy sorprendido por lo que cuentas y sé que has pasado por mucho sufrimiento, pero lo que no dejo de ver en todo lo que me cuentas, es aquello que yo mismo te señalé hace muchos años: Dios tiene un propósito para ti. Ignoro si viniste hasta aquí para darme el gusto de admitir mi razón o para intentar disfrazar las cosas y así demostrarme que no la tenía.

–No, no la tienes.

–Sin embargo viniste a mí. Mira, nos conocemos desde hace bastante tiempo y sé por lo que has pasado. Sé por las tragedias que debiste atravesar y sé también que hace años que sufres…

–Te ruego que no metamos a Dios ni al pasado en esto –dijo con mirada encendida y algo de brusquedad– No volvamos a mi pasado, porque lo hecho, hecho está. Puedo entender que en todo veas la mano de Dios, porque es tu elección y tu destino, pero no el mío. Yo no tengo destino, no tengo nada.

–Sabes que no hablas en serio. Por algo huiste de aquel hombre.

–Mira… –dijo tras extraer de sus sucias ropas el medallón robado– traje un recuerdo de mi paso por Flandes. Esto es todo lo que me queda del sacrificio de toda aquella tontería. Y antes de que me lo preguntes, no. No es una medalla por mis actos de guerra. Aunque no huí de Diego por cobarde, pues me conoces lo suficiente como para estar de acuerdo conmigo en que no lo soy. Me largué de allí porque no quería terminar como un trofeo más de aquel maldito o, peor, muerto por mis propios hombres. Así que de este modo me cobré un par de favores que aquel insensato me debía desde hace tiempo. Ni él ni muchos otros soportaban la idea de que no muriese. Tardé en comprender que si estaba vivo es por fortuna, no por lo que los demás se empecinan en ver. Y juro que deseé morirme más de mil veces. Pero no puedo dejar este mundo sin tomar un último riesgo. No sin antes completar la tarea…

–Sigues con esa idea.

–Es la razón de mi vida.

–Tu vida debería contemplar otras razones.

–Sabes bien que no tengo más razón que las piedras. Es lo que me mantuvo vivo todos estos años.

–No soy el único que piensa distinto. Creo que fue más fácil para ti huir que aceptar tu condición de elegido.

–Mira, Sebastián, sabes bien que te considero un amigo y es cierto que vine hasta el otro lado del mundo porque necesito un tiempo para sosegarme, pensar y hacer las cosas que realmente tienen sentido para mí, aunque no lo tengan para los demás. Durante todos estos años, en todas las veces que tuve que tragar fango, soportar a imbéciles que creían que sabían más que yo y salir una y otra vez a batalla en esa tierra maldita, lo único que me mantuvo con vida fue mi sueño. Quédate con tus pensamientos de un buen Dios que te despoja de todo para luego ahorrarte unas balas y unos vendajes. Lo único cierto y real que me mantuvo en pie, cuando todo a mi alrededor se caía a pedazos fue, es y será un sueño. Nada más que un sueño. Y voy a pelear por él porque es lo único que me mantendrá con vida mientras pueda moverme y hacer algo por alcanzarlo. No tengo nada en contra de Dios, pero no te confundas, que este asunto es de una naturaleza más mundana.

–Sigues disgustado con Él.

–Eso no es asunto tuyo.

–Pero sí lo es que aparezcas de la nada, después de todos estos años y dispares tres o cuatro verdades que no hacen más que demostrarme que eres un necio obstinado incapaz de reconocer ni dar las gracias cuando se te tiende una mano amiga.

–Mira, realmente agradezco lo que haces por mí...

–No hablaba de mi. Hablaba de Dios –disparó el prior con frialdad en tanto se ponía de pie–. La cena nos espera.

En la sala donde los monjes se agrupaban para hacer sus frugales comidas, había una gran mesa en la que cabían cómodamente sentados unos veinte hombres, en cuya cabecera el prior ofrecía una oración antes de tomar los alimentos. Alonso se incorporó tarde al grupo que casi en silencio le dio la bienvenida con gestos leves y sonrisas, pero con pocas palabras. Se sintió algo intimidado por aquella quietud y por las miradas curiosas que lo estudiaban como si se tratara de un ser inusual y extraño. Una vez sentados y dichas las oraciones, el prior le dedicó unas palabras antes de comenzar la cena.

–Hermanos, por favor den la bienvenida al hermano Lorenzo; se quedará unos días con nosotros. Lorenzo es un viejo amigo mío y ha venido a ésta, la morada de Dios, a reencontrarse con Él y a buscar el sosiego perdido. Les ruego lo hagan sentir en su casa y no duden en contar con su ayuda para toda clase de tareas. Lorenzo es un hombre fuerte y hábil con las manos. Estoy seguro que le dará más a esta congregación que lo que nosotros podamos ofrecerle a él.

A estas alturas creo conveniente revelar un detalle que es de importancia, al menos para quien escribe estas líneas. En esa mesa estaba yo, uno de los monjes más jóvenes de aquel monasterio. Para ser completamente honesto, debo decir que en aquel momento no presté demasiada atención al forastero. No era usual que el prior tratase a alguien de amigo antes que de hermano, pero por entonces estaba yo sumergido en otros pensamientos y no recuerdo haberle destinado mucho interés. Sin embargo, durante esa primera noche, sí hubo un detalle que captó mi atención. No tanto por aquel desconocido, sino por algo que salió de los labios del prior y que significó no sólo un antecedente, sino un llamado de atención para todos sobre lo que estaba por suceder; en especial para mí. Es desde ese momento que los recuerdos acuden a mi memoria tan vívidos y coloridos como si de ayer se tratara: No fue hasta el promedio de la cena, mientras todos comíamos en silencio y se escuchaba algún murmullo aquí y otro allá, que el prior quebró la monotonía con un extraño pedido.

–Hermano Luis. Mañana, luego de las oraciones matinales, por favor conduzca al hermano Lorenzo a las obras. Estoy seguro de que, además de resultarle muy interesantes, su conocimiento puede serle de gran ayuda.

Durante un instante se produjo un silencio de tumba y todos los allí presentes dejamos de tomar alimentos por un breve lapso de tiempo. No era usual que el prior involucrara a un extraño en un asunto tan delicado. Debo decir, para ser más preciso, en un asunto tan secreto como el de los túneles. Como era de esperarse, las objeciones no tardaron en llegar.

–¡Señor! Con su debido respeto –interrumpió Rodrigo, un monje cuyo aspecto sombrío y gesto adusto hablaban por él– no creo que sea prudente que alguien que recién llega a esta casa deba…

El prior interrumpió sus razones, sin modificar su postura, simplemente levantando los dedos de su mano izquierda. Quedaba claro que no iba a aceptar una negativa y, dada la relación del prior con el invitado, poco podíamos hacer por ocultar lo inocultable.

–El hermano Lorenzo está al tanto de los túneles, Rodrigo. Su visita no es casual. Está aquí para ayudarnos con la tarea.

El gesto de Alonso, que debió forzar una sonrisa, fue de un falso consentimiento. No tenía la menor idea de lo que allí se estaba hablando, pero decidió seguir la jugada del prior hasta el final. A esas alturas le resultaba evidente que su viejo amigo le estaba devolviendo el favor con más enigmas y que lo había involucrado sin su consentimiento en algo que lucía como un peligroso secreto entre aquellos hombres de fe.

–Así es –se limitó a decir el extranjero– contad conmigo para lo que pueda resultaros de utilidad.

El prior se mostró entonces complacido. El monje de la protesta hundió el malhumor en su tazón y Alonso lanzó una mirada furibunda al líder de aquella comunidad achicando los ojos y exigiendo con ellos una explicación sensata de la puesta en escena. No obtuvo sino la franca sonrisa del prior que lo miraba complacido. Los que allí estábamos reunidos pasamos el resto de la cena perdidos entre monosílabos y expresiones banales. Todos, en especial Alonso y Rodrigo, nos preguntábamos qué tan prudente había sido confiarle al recién llegado una actividad de la que habíamos jurado no revelar nada. Alonso, que además de tener desordenado el descanso, había sido un mar de cavilaciones durante el resto de la cena, no esperó demasiado para pedir unos minutos a solas con el prior. Era necesario que aclarasen algunas cosas.

Una vez que se hubieron retirado los hermanos, pudieron al fin hablar sin testigos.

–Supongo que os sentís vengado, señor, ahora que me habéis hecho cómplice de un secreto que por lo visto inquieta a más de uno en este lugar –disparó Alonso sin más, en cuanto pudo hallarse a solas con el prior.

–Sosegaos, guerrero. Que esta es la casa de Dios y no son necesarias las venganzas. Es cierto que tal vez tenté un poco a la suerte al mostrarme natural con algo de lo que no había llegado a hablar contigo. Pero no es nada de lo que no pueda explicarte en pocas palabras.

–¿Qué os traéis, Sebastián? Te conozco desde hace años y sé del lobo que se esconde bajo el hábito. ¿Qué son esos túneles de los que hablan los monjes?

–¿Los túneles? Bueno, ni más ni menos que eso. Verás, hace tiempo que las cosas no están fáciles por aquí. Buenos Aires es un enclave con sus problemas y, por desgracia, España queda demasiado lejos. El fuerte no es lo suficientemente seguro y puede ser blanco de ataques en cualquier momento. Una forma de proteger los bienes es a través de algunos túneles que hemos excavado.

–¿Bienes? No comprendo. ¿Tanto secreto por un almacén subterráneo?

–Tienes razón. Tal vez simplifiqué un poco las cosas, o tal vez será que eres demasiado sagaz para mis simplificaciones. Los túneles no tienen un único propósito y en honor a la verdad, no sólo de almacenes se tratan. En algunos casos, son conexiones con algunos sitios ante un caso de ataque o invasión. Pero eso es sólo un proyecto, una idea. De momento, la realidad es que son bodegas subterráneas para proteger y protegernos.

–Entiendo. ¿Y por qué el secreto?

–¿Qué ventaja estratégica tendríamos si se supiera de su existencia? Además, mientras tanto, es un lugar adecuado para mantener ciertas cosas lejos del alcance de los curiosos.

–¿Qué cosas?

–Provisiones, documentos, pólvora, armas, lo que fuese necesario.

–¿Pólvora, armas? Que extraño… Por un momento pensé que me habías dicho que esta era la casa de Dios. ¿En qué estáis involucrado, señor prior?

–Deja de llamarme así, no me gusta tu tono. En nada que pueda ofender al Señor, si es que eso contesta tu insolencia. La vida en Buenos Aires nunca fue fácil, eso lo aprendí hace mucho tiempo. No es un sitio dónde las dificultades hayan pasado de largo en su corta existencia. Es paradójico, pero en este vergel donde brota la vida por donde mires, el hambre tiene un trágico historial y ser previsores no daña a nadie. Por otro lado, no me culpéis por tener una visión estratégica del terreno, que si algún soberano con mal genio decide ponernos un pie encima, no me quedaré sólo con la biblia en la mano capitulando alegremente. Recuerda que, al igual que tu de creyente, tengo yo también algo de soldado. Deja que, a nuestro modo, defendamos esta porción de España en el nuevo mundo.

–Me habéis sacado de una trinchera para arrojarme a otra –exclamó Alonso con los ojos al cielo, quejándose de su suerte.

–Pensé que un sitio donde se construya algo nuevo podría interesarte.

–Ya veo. No sé por qué se te ocurren tales cosas.

–Alonso…

–De acuerdo, de acuerdo. No voy a ocultar que me entusiasma y realmente te doy las gracias por todo lo que estás haciendo por mí, en especial por esto. Por cierto, hay una cosa que quisiera preguntarte. ¿Por qué uno de tus muchachos mostró especial preocupación cuando me involucraste en el asunto de los túneles?

–Rodrigo… No es un mal hombre, pero tiene su temperamento. Es muy celoso en todo lo referido a los túneles. Supervisa personalmente los trabajos y los considera una creación suya. Por otra parte, creo que yo tengo la culpa por decir las cosas de un modo tan brusco. Les he advertido tantas veces que mantuviesen el secreto de los túneles que quizás lo tomaron como un descuido o un exceso de confianza de mi parte. No lo sé.

–Pues déjame decirte que si algo aprendí en estos años de lidiar con rufianes es que tengo un gran olfato para los corazones oscuros.

–Creo que te equivocas. Rodrigo es un hombre fiel a Dios.

–A Dios quizás pero… ¿A ti?

–Vete a dormir ya, que mañana te necesitamos. Y deja ya de ver enemigos en todos lados que no estás más en el frente, estás entre amigos. Espero que tu estadía en este lugar te convenza de quién eres y de lo que puedes lograr. No tengo otro deseo para ti más que el de que vuelvas a hallar la paz que alguna vez perdiste. Ah, por cierto, guarda ese medallón en algún sitio donde los hermanos no se sientan atraídos por él. No quisiera mentirles sobre tu identidad más de lo que lo estoy haciendo.

–Gracias Sebastián.

–Por cierto… es una alegría tenerte aquí con nosotros.

Ambos hombres se dieron un abrazo, ese que se debían desde hace años y cada uno se retiró a su celda. Les esperaba un día agitado.

El Alcázar de San Jorge

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