Читать книгу El Alcázar de San Jorge - Pablo R. Fernández Giudici - Страница 8

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Capítulo V

El concejo

Hacía muchas semanas ya que Diego había pasado por la humillación de que sus hombres le encontraran maniatado y burlado por un desertor. Su encono hacia Alonso había crecido a niveles peligrosos, pues no sólo se había propuesto cazarle para recuperar su medallón y darle muerte, sino que se lo había jurado. Para colmo de males, la suerte no sólo le daba la espalda, sino que parecía arremeter en su contra con ferocidad. Las numerosas jornadas que habían pasado desde la ausencia de Alonso provocaron toda clase de rumores entre algunos de sus hombres quienes, ahora más convencidos que nunca, lo consideraban un hombre tocado por la mano de Dios. De modo que las fantasías y leyendas comenzaron a multiplicarse a un ritmo incontenible, al punto que Diego puso una pena de calabozo para quien lo nombrase en su presencia. Muchos pensaron que Dios lo había sacado secretamente de este mundo, como premio a su entrega y sufrimiento; otros, que había conseguido al fin volver a su forma de ángel, espada en mano, para asistir a las huestes celestiales en otros sitios más necesarios. En cambio muchos otros pensaron que debía estar en una mazmorra purgando sus faltas e irresponsabilidades, alejado al fin del favor divino, si es que acaso alguna vez había contado con él. Como sea, lentamente los pronósticos más favorables hallaron su eco en la novedad de que toda aquella matanza innecesaria había sido idea de Diego, pues su contienda con Alonso era harto conocida por casi todos, aún por los superiores. No tardó mucho en correr el rumor sobre el ataque nocturno hacia Diego y su puesta en ridículo en venganza de los caídos. Esto no hizo más que fortalecer el nombre del fugitivo y devolverle, no en todos pero si en muchos casos, la dignidad que había perdido en su última batalla.

Estas vicisitudes enfurecían aún más al oficial que no hallaba el modo de justificar sus acciones, pues dar el brazo a torcer en relación al ataque era poner en evidencia su propia ineptitud. De manera que acomodó las cosas a su conveniencia e inventó una historia que más o menos decía que, habiéndose hallado Alonso derrotado y cercado por las murmuraciones, sin más opción que la deshonra, la emprendió arteramente en contra de su capitán, matando a varios de los suyos a su paso, pues le habían descubierto en su búsqueda egoísta de fama y reconocimiento. Que no conforme con deshonrar a su ejército y a Dios en ello, había dado muerte sin motivo alguno, a quienes intentaron hacerle reflexionar. Y que fue el mismo Diego que ofreciendo una mano amiga para que recapacitase, debió en contra de su voluntad enfrentarse a él, que a fin de cuentas era uno de los suyos, para evitar que la matanza fuera mayor. Y habiendo recibido de este demente y traidor una bofetada en sus buenas intenciones, su honra y su presea fueron sustraídas como nueva muestra de desprecio a su persona, su bandera y su Dios.

Es oportuno aclarar que no demasiados se hicieron eco de esta mentira, pues por mucho que miraran con desdén las acciones de un hombre renegado, también sabían de los ardides de Diego, que no perdería el tiempo en desprestigiar a Alonso en su propio beneficio, especialmente con el ego herido y su medallón extraviado en el confuso episodio. Por otra parte, hay ciertas cosas que tarde o temprano se saben y pese a los cuidados que puso en confesar bien a la soldadesca que nada de lo acontecido esa noche se supiera, poco a poco la verdadera historia comenzó a circular, condimentando de igual modo la astucia de uno y la torpe cobardía del otro.

La guerra, que tampoco estaba yendo hacia la gloria, había pasado definitivamente a segundo plano para Diego. Cometía más y más torpezas en su afán de estar en dos sitios al mismo tiempo: deseaba honrar sus obligaciones de armas, pero no conseguía olvidar la afrenta de Alonso, algo que lo hizo movilizar significativos recursos para dar con él.

El orgulloso capitán, que era dueño de una naturaleza ladina y ventajista, supo rodearse de hombres de la misma ralea para sus trabajos sucios. Prometiéndoles nuevos y mejores favores, no tardó demasiado en obtener algún resultado que avivara la llama de su venganza. Puso en movimiento a no menos de siete mensajeros, cada uno de ellos con la misión de cubrir las posibles rutas de escape que pudo elegir Alonso en su apresurada huida. Todos ellos, lobos con piel de cordero, transitaban inhóspitos senderos a paso ligero pero hábilmente ataviados, no como militares, sino como simples peregrinos que en apariencia, estaban más preocupados por la palabra de Dios que por blandir la espada.

Así fue como uno de ellos, haciendo referencia a unas marcas corporales que tenía Alonso de las que más adelante os daré detalles, consiguió un tenue rastro, en un pequeño puesto pesquero en mitad del territorio francés. Con la certeza de que no distaba a muchas semanas de sus talones, habiéndose enterado de las nuevas, Diego ordenó concentrar esfuerzos en averiguar más movimientos del fugitivo. Nada lo detendría hasta darle caza al que lo había humillado de ese modo.

Llegué a la cocina sucio y con lágrimas que surcaban mis cara como latigazos, agitado y con expresión desencajada. La mueca de terror en mi rostro hizo que no fueran necesarias las palabras. Algo muy grave había ocurrido. Fernando y Alonso me habían visto salir del túnel y detenerme por un instante en el huerto, con la cabeza gacha y las manos sobre las rodillas, intentando recuperar el aliento que me faltaba y no podía hallar en ningún sitio. El espanto se había apoderado de mí y no era capaz de manejar la situación. Quería gritar, romper en llanto, huir de ahí. Pero huir… ¿A dónde? Si mi vida en el convento había sido huir de todos, corriendo a ciegas y sin freno hacia mi propio interior.

Dos hermanos que estaban en la cocina al verme tan poco compuesto acudieron de inmediato para asistirme. Pusieron sobre mis manos un cuenco con agua fresca y me hicieron sentar sobre un banco, pensando que estaba al borde del desmayo. Durante minutos intentaron sacarme de ese estado, preguntando primero apresuradamente y más tarde con calma las razones de mi agitación. Pero no era capaz de responderles sino con llanto, sin poder articular una palabra. De alguna forma, entre sollozos, logré pedir por el prior y de inmediato fueron por él.

Rápidamente la novedad había recorrido el convento y eran muchos los hermanos que estaban a la espera de mis palabras cuando el prior se presentó en la cocina tan pronto como le fue posible. Al verme en aquel estado, sucio, agitado, con lágrimas y expresión de terror en el rostro, me preguntó si deseaba hablar con él a solas. Con un movimiento de cabeza asentí y con dificultad le acompañé hasta su sala. Una vez allí, aguardó un tiempo para permitirme recomponer la compostura y de ese modo, estar en condiciones de explicar los motivos de mi agitación. Intenté describir con la mayor precisión posible la causa de la turbación, pero el llanto, la angustia y la confusión se habían apoderado de mis sentidos, por lo que poco pude hacer para expresarme con claridad. De modo que sólo atiné a referirme a los túneles y el prior, comprendiendo mi estado, accedió a acompañarme para que pudiera mostrarle lo que había hallado. Para entonces, casi sin permiso, Rodrigo había entrado en la sala alegando haber escuchado rumores sobre los túneles, por lo que mis palabras se dificultaron aún más.

Con escasa discreción, muchos hermanos que estaban genuinamente preocupados por mi estado, se acercaron a enterarse qué ocurría. Al verme salir algo repuesto de la estancia del prior, acompañado por Rodrigo, temieron algo malo. En el camino se nos unieron Fernando y Alonso que con gestos de desconcierto intentaban averiguar qué es lo que estaba sucediendo. Al ver semejante revuelo, el prior dio la orden a Rodrigo que sólo quienes intervenían en el túnel podían acceder a él. Rodrigo no tardó en hacer cumplir la disposición, en especial sobre Alonso, a quien con una mueca de satisfacción detuvo a los pies de la escalera. La revancha había llegado antes de lo previsto para imponer su voluntad sobre la de Alonso.

Recorrimos en silencio y con cuidado las oscuras paredes del túnel que para entonces se me antojaba más siniestro y lúgubre que nunca. Las viejas velas que invitaban al misterio, arrojaban una luz amarillenta y demasiado tenue como para infundir confianza. De pronto, tras varios metros de recorrido, los destellos del candil sobre el fondo del túnel, ondulaban frágiles y agregaban incertidumbre a los corazones que ya latían con fuerza. Rodrigo aprovechó la tensión para disiparla a su modo, ordenándole a Fernando que aguardara en aquel sitio en tanto el prior, él y yo, avanzábamos hacia el hallazgo. Al llegar al final del túnel, los tres nos detuvimos para contemplar lo inexplicable. Rodrigo no pudo más que llevar una mano a su boca, quizás para ahogar una exclamación de espanto. El prior, que era un hombre de profunda fe, se acercó despacio para analizar, con recelo aunque con valentía, aquellas extrañas piedras. Me dio una palmada, para infundirme confianza y con un gesto me indicó que me quedara en aquél sitio. Se agachó lentamente y observó más de cerca el motivo de mi espanto. Luego de un riguroso análisis, llevó ambas manos en posición de oración a su rostro y tras agitar la cabeza con desconcierto, no hizo más que persignarse y mirar al cielo. Un cielo que parecía más lejos que nunca, sepultado por toneladas de tierra y dudas.

El prior agitó la cabeza, mirándome comprensivo y paternal; me dijo “ni una palabra a nadie sobre esto”. Asentí nervioso y pese a mis reparos, pude comprobar que en efecto se trataba de algo grave. El prior también ordenó que todos salieran de allí y que Rodrigo estuviera preparado, pues en breve lo llamaría para mantener una reunión de urgencia.

El prior luchaba por mantener la calma, pero era evidente que estaba conmocionado al igual que yo por el hallazgo. Desconocía qué secretos temores o ideas habían despertado en él las extrañas piedras. Salió del túnel con una parca sonrisa llevando tranquilidad a todos.

–Hermanos, pueden volver a sus labores. Pedro ya se siente repuesto. Vamos, no hay nada de qué preocuparse. A sus labores…

Alonso, que había seguido la secuencia con detenimiento, no se había tragado el anzuelo. Los años no habían atenuado el conocimiento que tenían el uno del otro, de modo que, sin demoras, interceptó al prior para inquirirlo.

–¿Vas a decirme lo que está sucediendo?

–Desde luego, pero no aquí; en tu celda. Con discreción por favor, no deseo alboroto.

Alonso quedó perplejo por la respuesta y la proposición, pues en el fondo esperaba que su desafío fuera contestado con desaire, quizás aún acostumbrado a las recias formas de su oficio. Al salir del túnel, Fernando me preguntó qué pasaba y con una torpe sonrisa le dije que nada, que todo estaba bien, que me había asustado por una tontería. Alonso, atento a mis palabras y movimientos, tampoco compró mis mentiras piadosas y lanzó una mirada grave sobre mí que hizo que me sobrecogiera. No deseaba mentirle a nadie más, pero la desesperación hablaba por mí.

–Dejad que el hermano Pedro tome un descanso. El trabajo pesado le tiene fatigado y es natural el aturdimiento luego de tantas horas; se ha ganado un tiempo de reposo. Por favor, dejadle que ya se encuentra mejor –pedía el prior, mientras el enjambre de religiosos me acosaba con amabilidades y preguntas de buena intención.

Era difícil explicar un nuevo evento secreto ocurrido en las obras que de por sí ya eran bastante ocultas a la mayoría en el monasterio. Logré con alguna dificultad perderme en dirección a mi celda, no sin antes ver que tanto Alonso como el prior, se encerraban en una celda para hablar. El asunto no tenía buen aspecto y aunque avivaba mi curiosidad, no podía resistir más intrigas; me sentía en verdad asustado, de modo que en ese mismo momento decidí que ya no estaba a mi alcance nada de lo que pudiera ocurrir. Ingresé a mi celda y faltó poco para que rompiera en llanto, producto de la tensión y la incertidumbre. Muchas cosas pasaban por mi cabeza, cosas hechas con la misma materia de pesadillas y oscuros temores infantiles, que cobraban vida ahora en aquellas nefastas catacumbas. Pero no fui capaz siquiera de desahogarme, pues no bien estuvo cerrada la puerta, Rodrigo la abrió con violencia, para cerrarla tras él con el sigilo de una serpiente.

–Escúchame bien lo que voy a decirte. No dejes que ese farsante protegido del prior llene tu cabeza de ideas absurdas. No pensarás que voy a dejarle que me humille de ese modo sin tomar acciones ¿verdad? Pronto me voy a encargar de darle un buen escarmiento. En cuanto a ti, sabes que cuento con tu discreción y fidelidad. No es momento para darle tantos disgustos al prior. Quién sabe, con todas estas agitaciones, tal vez Dios lo requiera en su presencia y yo deba tomar las riendas de este convento. Si eso sucede, muchos como Alonso querrán golpearle las puertas a Satanás antes de vérselas conmigo. Así que obra con inteligencia, mantén tus ojos abiertos y sobre todo, tu boca cerrada. Puedes comprar algo de tiempo antes de que mi recelo te tenga como blanco.

Sin siquiera concederme una mueca como derecho a réplica, cerró la puerta nuevamente y se perdió tras ella dejando muy claras sus intenciones. Rodrigo era de esas personas que podían convertir una desgracia en una oportunidad afín a sus planes, sin importar las consecuencias para el resto. Como sea, su breve pero contundente advertencia, me había convencido apenas hubo comenzado.

En tanto, en la celda de Alonso, el prior extrañamente ilusionado, explicaba lo acontecido al huésped y no ahorraba detalles en su relato. Y aunque se trataba de algo inexplicable y fuera de lo usual, se lo veía entusiasta y fascinado por el hallazgo.

–¿Estás seguro de lo que dices?

–Ve a verlo con tus propios ojos. ¿Cuántas pruebas más necesitas para que el Señor te demuestre que te tiene entre sus hijos predilectos?

–A otro con esos cuentos de hadas, tú ves lo que quieres ver.

–Sabes que no me ofende tu falta de convencimiento, pero sí lo hace la afrenta de negar las pruebas que una tras otra vez se te presentan. Obsérvalas por ti mismo, no dejes que mi exceso de fe, como te gusta pensar, modele la realidad. Ve y constrúyela en base a hechos. ¿No es así como nos enseñaron?

–Si es verdad que tus ojos no te engañan, no debes atribuirme lo fortuito del hallazgo. En todo caso será un misterio más de estas nuevas tierras, de las que escuché numerosas leyendas. No niego que todo esto es bastante extraño y que podríamos reconocer ciertos lazos con mi historia, si es que así deseas verlo, pero creo que estás forzando las cosas para que sucedan del modo en el que esperas que sean.

–Insisto. Ve y dame tu opinión de lo que hay allí abajo y luego hablamos.

–Acabo de verlo. Sabes que no podía resistir mucho sin saber de qué se trataban todas las correrías y secretos. Y acepto que en algo tienes razón: logró hacerme dudar por un breve espacio de tiempo. Ignoro el origen de esa cosa, pero déjame decirte que no me impresiona tanto como esperas. Tengo vistos objetos mucho más extraordinarios que sí me quitan el sueño. Créeme que no voy a dejar de dormir por unas rocas dentadas.

–Sé que en tu corazón abrigas la duda por no poder comprobar si esta nueva señal es para ti o para todos. Sea cual fuere el resultado, no deja de ser una bendición para este convento. Estoy seguro de que, en su debido momento, todos podremos comprender la trascendencia de este hallazgo inesperado. Es importante que vuelvas a las galerías.

–¿Y qué hay de tu perro fiel? Hui de Flandes harto de lidiar con lerdos.

–¿Lo dices por Rodrigo, verdad? Mira, sé que cuando alguien no te cae bien, por algo es; confío en tu instinto. Pero a pesar de ser un hombre de trato distante está haciendo una maravillosa obra para el monasterio.

–¿Estás seguro de que la obra es para el monasterio?

–¿A qué te refieres?

–Sebastián, por favor. ¿Cuántos años hace que me conoces? Acaso parezco la clase de necio que es capaz de cruzar el mundo para, después de una década de silencio, venir a hablar sinsentidos de tu venerado arquitecto. Mira –dijo levantándose las telas que cubrían sus brazos– créeme que conozco a muchos hombres que son tan buenos como él, incluso mejores. Los he visto por docenas, les he escuchado con paciencia y fascinación para llevar a cabo mis propósitos y ninguno destilaba la soberbia y el oportunismo de tu protegido.

–Es curioso que ambos usen la misma palabra para describirse mutuamente.

–Es posible, pero yo no vine a estafarte.

–¿Y a qué viniste entonces? –preguntó con calma y sin ánimo de desafío.

–A visitar a un viejo amigo, para encontrar sosiego y pedir consejo antes de proseguir el camino a mi meta.

–Sigues con la idea, ¿verdad?

–¿Acaso debo contestar a tu pregunta muchas veces más? Por supuesto que sí.

–Quizás debas contestar a mi pregunta tantas veces como el señor ponga frente a ti sus señales. Pues si tú eres necio, déjame a mí ser testarudo. Para ser alguien que no escucha, es curioso que hayas venido a por mis consejos. En cuanto a Rodrigo, no veo por qué desconfías tanto de él. Su trabajo hasta aquí ha sido extraordinario.

–Sí, extraordinariamente estratégico, querrás decir.

–Bueno, parte del motivo de los túneles tiene que ver con la defensa.

–De acuerdo. Contéstame esto entonces: ¿Quién es el encargado de conseguir bienes, negociar los materiales y ocuparse personalmente de los detalles con los mercaderes, aún con quienes merecen sólo el perdón de Dios mas no de los hombres?

–Rodrigo.

–¿Y no se te pasó ni por un instante por la cabeza que algunos de los túneles van camino al puerto, para poder tener una vía libre al contrabando?

El prior se detuvo a pensar por unos momentos.

–No, en verdad. Pero, si así fuera, ¿qué quieres probar con eso?

–¿Tu no cambias más, verdad? Siempre buscando lo bueno aún en las almas más oscuras, viles y maliciosas.

–También veo muchas cosas buenas en ti –agregó con una sonrisa.

–Al grano, señor prior. ¿Qué planes tienes para tu hallazgo?

–Ya te dije que no me gusta que me llames así. A eso vine, a que me tendieras una mano ante esta situación imprevista. A fin de cuentas, no puedes obligarme a pensar otra cosa más que en una señal del cielo que te sigue.

–Otra vez con lo mismo.

–Ya cállate y déjame hablar. Antes de proseguir, quisiera que me contestes, como amigo, una pregunta que no me atreví a hacer en cuanto te vi después de tanto tiempo. No me gusta mentir y menos a los hermanos, pero sabes que nuestra amistad amerita algunos permisos. ¿Qué tan fuerte es tu deseo de continuar con tu búsqueda?

–Tan fuerte, que probablemente sea lo único que late en mi pecho.

–Tal como imaginaba. ¿Y qué planes tienes entonces sobre tu estadía aquí?

–Bueno, ya me conoces, quieto no estoy a gusto por mucho tiempo en ningún sitio. Vine hasta aquí por consejo y refugio, pero parece que los problemas me siguen a donde vaya. Seré honesto contigo, no podrás retenerme por muchas semanas.

–Lo sé, amigo mío. Lo sé. Pues déjame decirte que ésta es quizás la oportunidad que estabas esperando. Voy a ayudarte, porque creo en ti y porque antes que en ti, creo que el Señor tiene un destino para ti, a pesar de tu ceguera y necedad. Pero a cambio, deberás prometerme que tu meta y este obsequio del cielo, serán uno. Y no sólo eso, deberás también asegurarme que así como yo voy a confiar en tus percepciones, tu deberás profundizar en tu fe y dejar de rechazar las gracias que te son concedidas.

–No estoy en contra de eso si me acerca al objetivo. Aunque no me figuro…

–Déjame los detalles. Quizás hasta tu desconfianza obtenga respuestas en mis planes. Sé que piensas que mi exceso de bondad tal vez me lleve por extraños derroteros, como los que tu aspiras; pues bien, creo que llegó el momento de ponerlos a prueba y ver hacia dónde nos conducen. Quizás deba engañar a quienes me engañan para alcanzar una meta superior. Que la voluntad de Dios sea cumplida.

Tardé varios años en componer los elementos que conforman este relato, pues al desconocer el pasado común del prior y Alonso, muchos detalles se me antojaban contradictorios y caprichosos, aunque, desde luego, no lo eran. Os ruego paciencia para revelarlos, ya que ni Alonso era un aventurero tonto, ni el prior un fanático improvisado, y ambos conocían sus secretas razones para ver o rechazar lo que definían como señales del cielo. Pero si a mí me provocaban duda y confusión, no quiero imaginar el efecto que toda esta situación tendría en la mente de Rodrigo, que veía con más preocupación que asombro las extrañas rocas halladas en el medio de la construcción.

Fue el momento pues de que el monje arquitecto fuera convocado por el prior para hacer un análisis más completo del hallazgo y definir un consejo para tomar acciones con respecto a las obras. Y habiéndose ubicado tanto él como Rodrigo frente a los planos, prestos a comenzar a definir los pasos, se sumó al debate Alonso para disgusto del arquitecto.

–¿Qué hace este hombre aquí? –preguntó sin cuidar las formas.

–Deseo que esté presente –contestó con frialdad el prior– espero que esto no signifique un problema para usted, hermano Rodrigo.

–Pues lamento decepcionarlo. En su corta estadía su amigo no ha traído más que contrariedades a este convento.

–Pensé que era nuestro huésped y no sólo mi amigo, Rodrigo. El hermano Lorenzo es de mi absoluta confianza, no tiene por qué preocuparse.

–Creí que yo también lo era –dijo con disgusto Rodrigo en un último intento por fijar su posición.

–Sin duda, sin duda. Por eso deseo que trabajemos como uno. Hermanos, la situación es inusual y, creo yo, de características únicas hasta dónde llega mi intelecto. Nos hemos topado con algo que excede no sólo nuestro conocimiento, sino que además, pone a prueba nuestra comprensión y nuestra fe. Saben que mi deber es, ante un caso como este, dar aviso inmediato a una instancia superior para que esté al corriente del asunto. No creo ser digno de tomar una decisión que pueda poner en riesgo reliquias de semejante naturaleza. Es por este motivo que hoy mismo escribiré una carta exigua pero sustancial, para explicar a la autoridad pertinente la gravedad y urgencia de la situación. Confío en que el hermano Lorenzo podrá devolver las mercedes con las que lo hemos recibido, obrando de mensajero para tan importante recado.

El rostro de Rodrigo se iluminó por completo. A punto estuvo de abandonar su rictus habitual para dar espacio a una maliciosa sonrisa. No podía creer en su suerte. Es cierto que aún quedaba el escollo que entorpecía la excavación, pero sin duda se haría a un lado y las cosas seguirían a toda marcha, ahora sin la molesta presencia del forastero a quien tanto aborrecía. Disimulando su entusiasmo se permitió hacer sugerencias.

–Si me permitís, puedo conseguiros información y hacer los arreglos de algún navío que en pocos días zarpe a España.

Tan sólo esa frase duró la fortuna de Rodrigo, pues el prior, que insisto no era lerdo, tenía otra clase de planes para todos.

–Os agradezco, hermano Rodrigo. Pero el navío no ha de dirigirse hacia el norte sino hacia el sur. Deberá zarpar con rumbo a Santiago de Chile, no a España.

Durante unos segundos, la sonrisa del embustero se fue diluyendo como gruesos granos de sal en un caldero hirviendo.

–Pero señor, habéis dicho una autoridad competente. ¿Qué clase de autoridad competente podéis encontrar en Santiago de Chile?

–Una pregunta razonable –otorgó el prior con amabilidad– sucede que nuestro amigo viajero, trajo con sus magras pertenencias un recado de alguien muy importante que tendrá asiento en Chile durante los próximos meses. Una combinación afortunada de tenerle cerca ante estas circunstancias extraordinarias.

–¿Y puedo saber de quién se trata? –preguntó entre molesto y preocupado Rodrigo.

–Me temo que no, hermano. Hasta este humilde siervo debe mantener la discreción sobre algunos asuntos.

–Comprendo, comprendo –fingió, fastidioso, el mal monje, pero sin darse por vencido– ¿Y por qué cubrir la travesía por mar, un viaje que sin duda está plagado de peligros?

–Pienso que es la vía más rápida. Es menester que el mensaje llegue lo antes posible.

–Estoy de acuerdo –dijo sin estar demasiado convencido de la jugada.

Alonso llevó su mano a la boca para disimular una sonrisa triunfal. El viaje a Chile era una excusa del prior para confiar en los deseos de su amigo, que arriesgándolo todo, trataría de llevar adelante su soñada empresa. Pero las malas noticias, aún no terminaban para Rodrigo. Alzando un poco la voz, el prior solicitó a un hermano que me fuera a buscar, pues requería mi presencia.

–¿Para qué deseáis la presencia del mozo, señor? –preguntó como si le hubiesen ofendido.

–Bueno, el muchacho fue quien dio con las rocas, si es que debo llamarlas así. Creo oportuno hacerle algunas preguntas.

–No le encuentro el sentido, pero estoy seguro de que tenéis una muy buena razón para ello –se conformó con asfixiar su furia en galanterías, mientras no dejaba quietas las manos por la impaciencia.

Minutos de tenso silencio y de miradas cómplices se vivieron en aquella sala dónde sólo se hablaba de cuestiones importantes. Al menos importantes para una pequeña comunidad de monjes como nosotros. Alonso se divertía con el suspenso y el prior, agudizaba sus respuestas en busca de nuevas señales de impertinencia y desafío. Aunque algo tarde, había tomado nota de las observaciones de Alonso sobre Rodrigo.

Una vez en el recinto, me presenté con humildad y no tardé en mostrarme incómodo por la presencia de Rodrigo. Ni siquiera me dedicó su habitual mirada de desprecio, como si aquella amenaza que me profiriera poco tiempo antes hubiese sido producto de un mal sueño.

–Adelante hermano Pedro –se apuró por decir el prior, siempre atento a mi bienestar. Evitando levantar demasiado la cabeza, giré los ojos para ver a Alonso, que sin mudar su expresión seria, me guiñó un ojo en señal amistosa.

De verdad me hallaba incómodo. Tenía la sensación de haber provocado algo malo, de despertar la furia de Rodrigo, de poner en problemas a Alonso, de contrariar al prior. Lo único que deseaba era largarme de allí y volver a mi pico y a mi zapa. No deseaba que me interrogaran, ni revivir lo sucedido, ni que me forzaran a hundirme con mis imprudencias a fuerza de condescendencia. Deseaba estar solo, sin dar explicaciones, sin hacer otra cosa que no fuera trabajar. Pero ahí estaba y debía enfrentar los hechos de la manera en la que se habían presentado. Como tantas otras veces en mi vida, no contaba con demasiadas opciones, de modo que, respirando profundo, puse mi mente en blanco y me entregué.

Tras analizar por algunos instantes mi incomodidad, el prior sofocó mi tortuosa espera con una frase que en verdad no me esperaba.

–¿Qué opina de todo esto, hermano Pedro?

Supongo que mi expresión debió ser lo suficientemente elocuente, pues nadie en su sano juicio hubiera esperado una respuesta de alguien tan cohibido. Sin duda era una pregunta que no esperaba respuesta, una formalidad del prior, un gesto, para incluirme en sus planes de un modo menos áspero y forzado.

–Sé por lo que has pasado, muchacho –disparó al fin con tono paternal. No me equivoco si todos los aquí presentes coincidimos en que todas las cosas suceden por un propósito y son señales que nos brinda el Señor para comunicarnos su voluntad. Algunas son extrañas por demás y algo desconcertantes, pues nos llevan a un extremo de duda y de descreimiento. Otras, en cambio, son más simples y pueden leerse con la facilidad de un libro de aventuras. Sin creerme yo un señalado ni ninguna otra cosa más que un humilde instrumento del Todopoderoso, me atrevo a preguntarte si estarías dispuesto a acompañar a Alonso en un viaje a Chile para entregar una carta importantísima.

Creo que hasta el mismo prior se sorprendió por su atrevimiento, pues su rostro jovial dejaba entrever alguna travesura que no podía comunicar a voces, pues a su rango y edad ya no podía permitirse.

–¡Pero señor! –bramó Rodrigo, como era de esperarse– no estoy de acuerdo en que la interpretación de esta gracia del Señor sea tan grave como para retirar de las galerías a mi mejor hombre.

A punto estuve de gritar un par de verdades en la cara de aquel farsante. La expresión “mi mejor hombre” sonaba tan falsa como sus servicios a otra cosa que no fueran los propios intereses. Pero no pasó demasiado tiempo hasta que advertí que toda aquella plática era producto de una paciente e inteligente planificación. El prior era un hombre sumamente sabio, pues contaba con la reacción de Rodrigo para hacer un doble juego: desenmascarar al impostor y asegurarse una respuesta afirmativa de mi parte.

–Si el prior cree que puedo ser más útil en un barco que en las galerías, que así sea –dije con el vértigo de saltar al vacío y la satisfacción de contradecir al gusano.

–Tú no tienes nada que decir –se alteró Rodrigo.

–Hermano Rodrigo, creo que está fuera de lugar. Al muchacho fue dirigida la pregunta y me complace saber que podamos contar con él tanto en tierra como en el mar. En cuanto a las galerías, no debéis preocuparos. Doy por suspendidas las obras en la galería principal hasta nuevo aviso.

–Me opongo enérgicamente –dijo Rodrigo en tanto golpeaba la mesa.

–Guardad la energía, hermano Rodrigo, que os necesito para otros menesteres. Es una decisión tomada y no tiene sentido perder ni el tiempo ni las formas en discutirla.

–Señor, esos túneles significan mucho para todos nosotros. Hay muchos meses de esfuerzo y trabajo puestos en ellos. La obra tiene un propósito y debemos cumplirlo si queremos que tenga sentido.

–En vuestros esquemas hay desvíos. Tal vez puedas continuar con algunos de ellos si clausuramos el acceso al hallazgo.

–Debería replantear la obra completa, señor. Estos esquemas y dibujos no son obra del azar, sino de muchas horas de cálculo y análisis para garantizar tanto el éxito de nuestra empresa como la seguridad de los hombres que intervienen en ella. No podemos renunciar ahora, dejadme trabajar al menos con un hombre. Yo mismo quisiera cavar si eso os complace.

–Rodrigo, aprecio vuestra dedicación y veo con muy buenos ojos la actitud hacia el trabajo, pero no quiero ni una piedra de las que encontró Pedro fuera del sitio del hallazgo bajo ninguna circunstancia, esos túneles son para nosotros un lugar sagrado de ahora en más y no permitiré que se le perturbe, así tenga que cargar con vuestro mal humor por el resto de mis días.

–Comete un grave error, señor. Un muy grave error. Los túneles no son un capricho, son la posibilidad de ayudar a nuestros semejantes. Poned a otro al frente de las obras, hacedme cavar con las manos si eso os hace feliz, pero no me pidáis que renuncie a lo que tanto trabajo y fatigas he dedicado.

Durante algunos minutos el prior puso a prueba al pobre infeliz, que en cada palabra se hundía más y más, dando una cabal prueba de que sus intenciones con los túneles, efectivamente escondían algún interés secundario. Cuando el prior ya tuvo suficiente de todo aquel teatro, repasó los planes y dio por concluida la reunión, pues había demasiados arreglos que hacer y cuanto antes.

Pero, como suele pasar en ciertas ocasiones, en que la suerte parece darse vuelta para favorecer a quienes había abandonado, de las sombras surgió una pregunta de Rodrigo que dejó a todos en silencio por un instante.

–¿Cuánto durará el viaje de nuestros hermanos? –disparó a quemarropa.

–Por qué lo preguntáis –inquirió el prior.

–Es sólo una pregunta. Supongo que deberán volver con una respuesta. O al menos que deberán volver. ¿O es que acaso deben hacer algo más que entregar esa secretísima carta a una persona que no me está dado conocer?

Presionado por lo sensato de las preguntas, aunque vislumbrando la estrategia de Rodrigo, el prior ensayó una respuesta lo mejor que pudo.

–Bien, sí, deben volver, claro –dijo mirando sin saber qué decir a Alonso– el propósito del viaje es sin duda entregar la correspondencia y, en el mejor de los casos, regresar con las autoridades; al menos eso sería lo deseable. Pero es difícil estimar fechas, pues dependerá de las vicisitudes del viaje, al que supongo arduo, la disponibilidad de quienes deban acudir aquí, el clima... En fin, no veo tiempos cortos en esto.

–Digamos… un año como mucho –apresuró Rodrigo.

–Es una posibilidad –contestó poco convencido el prior.

–De acuerdo. Le propongo una cosa, entonces. Si en un año no tenemos novedades de ellos, supongo que no tendrá motivos para seguir deteniendo la excavación. Por supuesto resguardando de todo posible daño el nuevo tesoro que debemos proteger. Creo que de ese modo cumplimos con las expectativas de todos –dijo mirando directamente a los ojos de Alonso.

Rodrigo tampoco era ni lento ni limitado y sabía que lanzando un desafío directo a aquel forastero de formas impetuosas, tenía más posibilidades de que cayera en su trampa.

–No veo problema ninguno –se apuró por contestar Alonso, mordiendo el anzuelo.

–Pues, en ese caso –se vio obligado a decir un prior vacilante–, en ese caso me parece que es posible hacer lo que dice el hermano Rodrigo.

Una media sonrisa de satisfacción volvió al rostro del farsante. En el minuto final se había robado una porción de victoria al emplazar las secretas empresas de Alonso y el prior. Como el herido que, tendido en el campo de batalla, asesta el mortal golpe a su captor con lo que le queda de vida, Rodrigo había rapiñado un trozo de voluntad para su favor y conveniencia.

Si bien había mucho en juego, ya puestas todas las cartas sobre la mesa, el prior decidió arriesgarnos a Alonso y a mí, encomendando a Rodrigo la tarea de hallar navío a la brevedad que cubriera el trayecto solicitado. Tal vez esta tarea debió llevarla a cabo Alonso, pues era necesario asegurarse de un par de cuestiones importantes antes de emprender el viaje, pero prevaleció la necesidad de no exponerlo en el pueblo, pues nunca se sabía quién podría reconocer a un desertor, de modo que era preferible arriesgarse a las malas artes del experimentado Rodrigo antes que tentar a un destino poco amable.

A estas alturas el prior ya tenía la certeza de que Rodrigo no se quedaría quieto, pues contaba con pruebas suficientes de que su interés sobre los túneles no eran promovidos ni por el altruismo ni por el bien común. Pese a ello, autorizó a dar celeridad al asunto, que se tuvieran en cuenta todos los buques disponibles para hacer el trayecto, aún aquellos de dudosa reputación para los cuales dio algunas pautas mínimas de seguridad. Algo preocupado por enviarnos a una muerte segura, el prior confió en la divina protección de Alonso y en los escrúpulos de Rodrigo, al que creyó incapaz de lastimar a alguien. Es triste reconocerlo pero… ¡Cuánto se equivocaba!

Recuerdo que desde ese momento me pegué a Alonso, pues mi respuesta a la proposición del prior sin duda sería interpretada por Rodrigo como una insolencia imperdonable, así que bien me cuidé de que me pillara desprevenido para vapulearme con sus reproches y bravuconadas. A decir verdad, no tenía claro todo este asunto de las autoridades en Chile, pero no solía cuestionar lo que decía el prior, pues le tenía por un hombre reflexivo y competente. Y aunque me dolía dejar el monasterio luego de tantos años, no debí mantener un diálogo muy concienzudo con el prior para que un viso de esperanza me invadiera. No tenía definido qué clase de aventuras me esperaban, pero algo en mi interior me decía que el sólo hecho de abandonar las cosas que me atenazaban y probar nuevos horizontes, harían de mí alguien mejor.

No estoy seguro de hasta qué punto el prior estaba convencido de su decisión inicial, pues recuerdo un breve diálogo que tuvimos, en ocasión de su visita a mi celda donde sin exponerse demasiado, me dejó entrever sus vacilaciones y sus reparos.

–¿Comprendes que el Señor te ha bendecido con ese hallazgo, verdad?

–No lo sé. No dudo de las gracias del cielo, pero tampoco soy capaz de interpretarlas. Sólo sé que no quiero volver a bajar a los túneles.

–No tienes por qué temer. Debes sentirte honrado. Sé que toda esta situación te trae el recuerdo de algunas cosas tristes de tu niñez. Pero créeme, no debes temer.

–Usted tampoco.

–Yo no temo. A Dios es a quien temo. ¿Por qué piensas que tengo miedo?

–Porque duda en enviarme a ese viaje.

El prior sonrió y me concedió la razón.

–Ya no eres un niño. Y quizás yo me estoy poniendo viejo. Hace algunos años le prometí a tu padre que cuidaría de ti, que haría de ti un hombre.

–Cumplió su palabra.

–Ahora sé lo que se siente dejar que un hijo crezca. Es temor y orgullo al mismo tiempo. Créeme que intenté por todos los medios que tuvieras las mismas oportunidades que el resto. Tal vez no supe…

–Padre, lo ha hecho bien.

–Temo estar cometiendo un error. Si dudas de este viaje, no tienes más que decírmelo. Rodrigo estará gustoso de que vuelvas, así más no sea para buscarte nuevas tareas.

–Es una buena oportunidad para alejarme de Rodrigo. Es por el hermano Lorenzo que me marcho gustoso. Me ha devuelto las ganas de hacer cosas. Y aunque aprecio sus numerosos esfuerzos, siento que aquí hace rato que no tengo nada que perder.

–Te equivocas. Busca en tu corazón y verás que el Señor te ha dado más de lo que te quitó. Debes honrar esos regalos con agradecimiento y devoción. Haz que este viejo tonto haya dejado algo bueno en ti.

–No deshonraré a la cruz, ni a los cuidados dispensados. Vuestra promesa está cumplida. Elijo esta nueva búsqueda como Jesús buscó el madero. Quizás me vaya la vida en ello, pero sin duda serán las puertas a algo mejor.

–Sabes que Lorenzo, es decir Alonso, está completamente loco, ¿verdad? –dijo con una sonrisa pícara.

–Por supuesto, es vuestro amigo.

El prior me abrazó y sentí entonces los brazos de mi padre que me despedían.

No pasarían demasiados días hasta que los arreglos del viaje quedaron resueltos. Temía no volver a verle nunca más, pero aun así, persistí en mi idea de partir a lo desconocido. Pude adivinar en el prior el deseo de que mis preguntas pudiesen aliviarlo, pero preferí no saber. Ya sabía demasiado de misterios y secretos y sólo me habían traído hasta entonces infortunio y malos momentos. Si el hallazgo de aquellas extrañas rocas era realmente una señal, pues entonces, al igual que había hecho Alonso, las interpretaría como la necesidad de concretar mis sueños, aunque no los tuviera aún.

Acuciado por los tiempos que no le eran favorables y relevado temporalmente de la responsabilidad de hacer avanzar los túneles, Rodrigo dedicó muchos días y esfuerzo en dar con un buque que reuniera las características encomendadas. No importaba tanto la constitución del navío, pero sí su derrotero y la extrema discreción de la tripulación.

Algo presionado por comenzar de una vez por todas con el conteo de días, decidió prescindir de cuidados y discreciones y jugó su carta ganadora, contactando a través de un tercero de dudosísima reputación a un capitán portugués, que comandaba una carraca dedicada al comercio informal: una bella manera de describir a un contrabandista. Rodrigo había cambiado dos o tres favores con este tercero en alguna oportunidad y tanto él como el capitán tenían en común su gusto por el dinero y la bebida. Por lo que pronto se pusieron de acuerdo con el plazo, el precio y los servicios extras. Partirían en seis días, y el costo del pasaje, algo módico teniendo en cuenta la naturaleza de la misión, estaba garantizado. Por supuesto garantizaban absoluta discreción y un cómodo sitio en las bodegas. En cuanto a los extras, Rodrigo sabía que el capitán era tan de fiar como un niño de dos años, pero con el suficiente estímulo podría confiarle alguna barrabasada de su conveniencia. Una buena suma de su propia bolsa tuvo que destinar a ese viaje sin retorno –pregonado como la mejor de las opciones– para que el precio y las condiciones le resultaran creíbles al prior.

Rodrigo llegó al convento con la nueva y, exagerando las características de su trato, consiguió el aval del prior, quien con mucho esfuerzo, pagó de las arcas del monasterio, el pasaje de ambos aventureros. A la paga formal, Rodrigo debió agregar algunas monedas de su haber, con las que se aseguraría que el plazo pudiera cumplirse sin más demoras que las pactadas. Sólo un año lo separaba de su objetivo; algo eterno para quien desespera pero definitivamente viable gracias a la permeabilidad moral del comandante de la nave.

Ajenos a tales arreglos, nos despedimos al fin con muchísima discreción, del prior, de Rodrigo y de Fernando, quien pese a no comprender lo que estaba ocurriendo, se puso feliz por los dos, pues me tenía en estima y deseaba lo mejor para mí y para su nuevo amigo.

Antes de poner rumbo al puerto, el prior hizo entrega de la carta, con su sello de lacre y su secreto contenido. Rodrigo analizó el sobre con gran curiosidad durante el breve trayecto de la mano del prior hasta el pecho de Alonso. Era evidente que esa carta le quitaba el sueño y significaba un peligro para sus planes. De todos modos, no se lo veía muy nervioso, pues no era nada de lo que el capitán no pudiera encargarse. Me percaté que Alonso llevaba más equipaje del que había traído al convento, pues su hatillo se veía más abultado y pesado. Algún obsequio del prior, quizás.

Perdí mis pensamientos en aquellos pequeños detalles en tanto nos alejábamos de las puertas del convento saludando a la distancia. La verdadera aventura estaba por comenzar.

El Alcázar de San Jorge

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