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Pues bien, yo estaba en el laboratorio trabajando en mi tesis sobre la incorporación simbiogenética de las mitocondrias y reflexionando sobre la simbiogénesis como motor de la evolución, tal y como nuestra beatificada Lynn Margulis planteaba.

La simbiogénesis es el resultado de endosimbiosis estables a largo plazo que desembocan en la transferencia de material genético, pasando parte o el total del adn de los simbiontes al genoma del individuo resultante. Del proceso simbiogenético surge un nuevo organismo que ha integrado en su célula (o células) los simbiontes. Es un proceso por el cual las especies se asocian y crean una nueva en la que los individuos que anteriormente eran independientes pasan a estar integrados y, en cierta manera, sometidos a esta nueva especie.

Mientras estudiaba esto, tuve la Gran Revelación Mariana. Estaba trabajando con el microscopio para observar distintos procesos de fagocitosis mientras trataba de encontrar la razón del perpetuo aniquilamiento mutuo cuando, de repente, vi como el aparato de Golgi de una célula comenzaba a moverse muy rápidamente, de una forma que yo no había visto jamás. Los centriolos y los lisosomas bailaban sin coordinación. Las mitocondrias crecían y palpitaban mientras iban devorando al resto de los orgánulos descompuestos dentro de la célula y al hacerlo mutaban y pasaban por múltiples formas, de la misma manera que un feto pasa por distintas fases antes de formar un ser humano, y finalmente, tras todas esas metamorfosis, pude ver cómo formaban, claramente, un pentagrama en llamas.

Sí, el pentáculo. No un pentagrama musical. Ojalá hubiera sido eso. Era la estrella de cinco puntas.

Noté cómo volvía mi recurrente taquicardia. Un calor inhumano empezó a abrasarme, me quité la bata, la camisa, los pantalones. Cogí la botella de agua que tenía a mano para refrescarme, me mojé la cara y caí desplomado al suelo. Probablemente estuve ahí tirado desnudo en el laboratorio durante bastante tiempo hasta que una dulce voz me despertó:

—¡Pablín! ¡Pablín! ¡Despierta, vida!

—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¿Dónde estás tú? ¿Quién eres?

—Yo soy la Santina de Covadonga. La Divina Providencia lleva mucho tiempo acercándote a mi vera. Me envía Diosle para informarte de algo muy importante.

—¿Diosle?

—Sí. Él es el responsable de la vida, la simbiogénesis y la reproducción sexual. También es el responsable de todas las cosinas guapas que hay. Es el responsable de todo, vaya, pero ahora tiene un problemilla. Te cuento, rey: Diosle, cuando era mozo, creía que la igualdad estaba muy bien. Era joven e inexperto y con eso de la igualdad armó una buena porque acabó creando el “infierno de lo igual”. Diosle no quería, lo hacía con buena voluntad, pero claro, las hembras asexuadas unicelulares del líquido primigenio se empezaron a reproducir por clonación y al no haber variaciones genéticas todos los vicios se replicaban y perpetuaban y, al final, sólo había vicio y líquido ponzoñoso con olor a azufre. O lo que es lo mismo, a ventosidad.

La tolerancia y la igualdad reinaban y no se podía eliminar el vicio de ninguna manera porque hacerlo se considerba “incorrecto”. En ese líquido primigenio las fuerzas ancestrales demoniacas flotaban en forma de mitocondrias y otras procariotas. Diosle tuvo que inventar un truco de magia para que la vida en la Tierra pudiera escapar de este infierno que ante todo, como decís vosotros, era una coñazo. ¡Ay, madre! Ji, ji, ji, ji; que Diosle me perdone. Lo que tuvo que inventar fue la reproducción sexual, que introducía variación genética, y un truco de magia muy potente: la simbiogénesis. El asunto que tú estás estudiando con las mitocondrias.

Las mitocondrias quedaron encerradas en las células eucariotas y así, poco a poco y gracias a la reproducción sexual, se pudo evolucionar hasta que el amor llegó a poblar la faz de la Tierra. Con muerte y esas cosas, porque si sale gratis, no se valora y porque había que purgar el planeta de todos los demonietes que la poblaban en la época igualitaria y tolerante, pero con amor y belleza, que es lo que nos importa. Y está claro que lo que es belleza y amor, cada vez hay menos desde hace un tiempo. No hay más que ver cómo vestís, las fotos que os hacéis y las cosas que te pasan a ti con las chicas, hijo mío, que estás escaldado. Cuanta más igualdad y más tolerancia, menos belleza y menos amor. Es así. Los viciosos lo toman todo, no hay paisanos en condiciones que los quiten del medio y se nos va todo a pique.

—¿El “infierno de lo igual”? ¿Puedes volver a eso si eres tan amable, Santina? No lo entiendo del todo.

—Sí, corazón. Lo crearon las hembras asexuadas del líquido primigenio. Íncubos y súcubos los llamaban hace un tiempo. Crearon un aburrimiento primigenio en el que no había diferencias, ni sexo, ni belleza, ni amor ni nada que valiera dos duros. Diosle creó la simbiogénesis para crear nuevas estructuras pluricelulares que sacaran a la vida de su infierno unicelular de igualdad. Y funcionó. Las mitocondrias, en realidad, son pequeños demonios que quedaron encerrados dentro de las células eucariotas y estas, a su vez, dentro de los animales para que hubiera más seguridad. Esto permitió que los animales evolucionaran moralmente hasta crear a los seres humanos, las canciones románticas, los bailes agarrados y las ofrendas florales como las que me hacen a mí cada año los vecinos de Cangas de Onís. Qué majos... Esas cosas guapas nos acercan al Reino de Diosle, donde manda el amor y no los miedicas. El sitio al que tenéis que llegar cuanto antes. ¿Por dónde iba? Ah, el judío, sí. Hace unos años, cuando el judío ese tan famoso se empeñó en que aflorara el deseo lo que hizo fue dar voz a los pequeños demonios interiores que teníais guardados bajo llave, a las mitocondrias que todos teníais subyugadas en vuestro interior y que ahora se han hecho fuertes y os quieren subyugar a vosotros y quieren cambiar los roles. El Maligno, después de mil quinientos millones de años, ha aprendido la técnica y está usando la simbiogénesis en su propio beneficio para meter a la vida de nuevo en otro infierno de igualdad y los humanos vais de cabeza. Por eso todo el mundo cada vez se parece más, las ciudades están más cerca, los precios mundiales se igualan, los negros y los blancos se parecen, los hombres y las mujeres, los de Cangas de Onís y los de Arriondas, todo se está acercando peligrosamente al “infierno de lo igual” del que hace millones de años Diosle os sacó. Y así se está creando un nuevo animal simbiogenético e infernal que contendrá a toda la humanidad en su interior y al que Diosle llama la Bestia Colmena.

— ¿Cómo?

— ¡La Bestia Colmena, caramba! Empezó a invocarlo el judío ese, Segismundo. Lo retomaron con Silicon Valley después de esas peleas que hubo en todo el mundo y que ganaron los magos judíos. Guerras mundiales las llamaban. Cuando las invocaciones estaban hechas, empezó a manifestarse la Bestia. Primero se manifestó el esqueleto colmena con la onu, el fmi y el bm. Luego la sangre colmena con las teles privadas llenas de avaricia, ira, lujuria, gula, soberbia, pereza y envidia. ¡Con lo que me gustaba a mí el Un, dos, tres! Me relajaba mucho. Después la mente colmena hecha con el dichoso Internet y sus redes sociales en las que todo el mundo dice exactamente lo mismo: tonterías. Y ahora ya va todo del tirón, mucho más rápido desde que se creó su mente, claro.

La humanidad es su carne.

El miedo es su espíritu.

Los políticos son sus residuos líquidos y sólidos.

La vida en el planeta se unifica en una nueva superestructura.

El Maligno ha aprendido a utilizar la simbiogénsis y os va a encerrar a todos en un infierno que, además, va a dotar de cuerpo, cuernos y escupitajos. Todo con las excusas baratas de la igualdad, la tolerancia y el progreso.

La Bestia Colmena, vida. Todo se irá al carajo a no ser que tú actúes. Tú y algún amiguín que hagas que esté purificado o purificándose, que viene a ser pringar y anteponer el amor y la belleza a cualquier mamarrachada.

Bien hecho, Pablín.

Bien hecho.

Diosle y yo, la Santina de Covadonga, depositamos en ti toda nuestra esperanza.

—¿Pero cómo es posible que haya pasado todo esto? ¿La Bestia Colmena? ¿Y qué puedo hacer yo para arreglarlo?

—Mira, Pablín. Ya que no te has reproducido, tienes que servir para algo. Tendrás que espabilar y apañártelas. Diosle, la belleza, la humanidad, el buen gusto y yo te necesitamos. Me voy. Hasta lueguín.

Y así se fue. Y yo me quedé semidesnudo en el laboratorio mientras el resto de estudiantes entraban y me miraban con estupor. Tenía demasiadas ideas en la cabeza. Tenía que ordenarlas y traducir al lenguaje científico el oscuro arcano que la Santina me había revelado. Tenía que empezar a cumplir su voluntad y sí, también tenía que buscar ayuda. En ese laboratorio no la iba a encontrar, aunque por un momento llegué a pensar que sí.

—¡Pablo, depierta! La botella de dimetiltriptamina está vacía. ¿Qué has hecho?

La Bestia Colmena

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