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Comenzar, comenzar, comencé yo solo.

¿qué le vamos a hacer?

Mucho antes de la gran revelación mariana, la Divina Providencia ya me había enseñado su patita en numerosas ocasiones. En concreto en cinco ocasiones. Cinco ocasiones que sirvieron para trasladarme hondos fundamentos morales que deberían acompañarme en la vida y en la batalla.

Primera patita: la enfermedad

Al poco de nacer, con menos de un año, pillé una buena meningitis por la que casi casco. Hubo una epidemia terrible en Gijón. Hace mucho tiempo de todo esto y yo era muy pequeño, pero por alguna razón he conseguido almacenar algunos flashazos de aquella lejana época en mi memoria. Recuerdo que mi cuerpo empezó a ponerse morado debido a la rotura de todos los vasos sanguíneos; recuerdo que el médico que me trató olía a 100 Pipers y también recuerdo que cuando salí del hospital, tenía tanta hambre que me comí la cena que estaba preparada para los otros niños enfermos. Ellos no consiguieron salir del hospital, así que no perjudiqué a nadie. Me quedo más tranquilo. Mi vida, la salvó un borracho. Más allá de ser médico, era un borracho. Tenía muy mala fama porque eran bien conocidas en toda la villa marinera sus aficiones a la bebida y a las mujeres.

Pues un borracho mujeriego me salvó y recomendó a mis padres que me dieran café. Mucho café. Me vendría bien para recuperar mi dañado sistema nervioso. Así fue como con un año de edad empecé a tomar café y esa sustancia, combinada con las huellas de la meningitis, hizo que empezara a desarrollar ciertas facultades psíquicas que posteriormente se demostraron fundamentales para la lucha contra el Maligno. Además de aficionarme al café, también comencé a leer el diario regional La Nueva España. Era el más serio de todos.

La primera patita de la Divina Providencia me enseñó que los borrachos (y mujeriegos) eran mis ángeles de la guarda. El premio fue sobrevivir.

Segunda patita: la muerte

A los cinco años comencé a asistir a funerales.

El día del funeral de ella 150 personas me dieron el pésame, pero hubo una señora que me dijo: «Muchos éxitos».

El día del funeral de él, mi hermana y yo nos abrazamos y pusimos los brazos en cruz para ver quién tenía más envergadura y así nos quedamos un rato... Con los brazos en cruz.

El día del funeral de ella el cura dio un sermón muy bonito y dedicó palabras a todos menos a mí. No sabía qué decirme, quizás sabía que había visto a la Muerte una semana antes y que sé que es una peruana que anda cuidando viejos por el barrio. A la Muerte la volvería a ver varias veces a lo largo de mi vida y siempre me cayó bien, la verdad.

El día del funeral de él soñé con que estaba en la estación de tren. No había muerto, se había ido con una amante polaca y era feliz y tenía buen color. Tenía ese color rojo en las mejillas que tienen los borrachos, pero en sano. Cuando la iban a meter en el horno crematorio, ella salió del ataúd limpia, digna y elegante como era, y con la mejor de las sonrisas me agarró de la mano mientras mi hermana y mi padre me agarraron de los pies y formamos un ente de cuatro cabezas que me tocaba cargar. Otros ya lo habían hecho antes, era un cargo rotativo.

Caminamos y atravesamos el tanatorio, el bar de carretera, el kiosco y el puticlub hasta llegar a un descampado. Debajo de un tendejón estaban todos alrededor de un bidón ardiendo, todos los que han hecho que yo exista.

Mi primo vestía sus botines de piel de lagarto y se notaba que estaba puesto de jaco. Mi bisabuelo arreglaba con la navaja unas madreñas. Mi güela tejía y de vez en cuando miraba, con una dulzura incomparable a mi güeli, que jugaba a las cartas con Quico... Por fin sin tuberculosis.

Cuánto amor. Cuánto amor hay en el otro lado. Todo el amor que se diluye en este mundo brota de la muerte. Ahí, en la muerte, es donde está concentrado. La muerte es todo amor. Es una capa de la realidad llena de amor, como está lleno de lava el subsuelo. De vez en cuando hay erupciones.

Y eso es lo que nos llega a nosotros. Es lo que nos merecemos hasta que estamos muertos.

La segunda patita de la Divina Providencia me enseñó que todo el amor de este mundo viene de la muerte. El uno no existe sin la otra. El premio fue desarrollar un férreo sentido de la estética.

Tercera patita: la purga

A los siete años estaba obsesionado con la belleza y también estaba convencido de que en el garaje donde mi padre guardaba su carro motorizado (como los que tenemos ahora, pero echando humo), un lugar sucio y cutre como todo garaje, había una puerta que daba a un jardín precioso.

Estaba convencido de eso. Había visto, en un plano de la realidad u otro, cómo esa puerta se abría y daba a un lugar soleado y repleto de animales mansos, de árboles propios de un jardín inglés y de felicidad.

Yo estaba seguro de que era así, pero la única puerta que había daba a un retrete lleno de mugre. Un retrete de garaje.

Mis padres me decían que lo había soñado, pero yo sabía que no, sabía que esa puerta existía, pero que, simplemente, no me la merecía.

Yo buscaba la belleza, sin perdón, pero lo que yo me merecía, como buen infante, era un retrete de garaje.

Aún no me había purificado y la belleza llega cuando uno alinea sus chacras.

Cuando somos niños vienen alineados de serie, pero eso no vale. Se tienen que desalinear para luego volver a alinearlos porque cuando uno los alinea, es cuando aparece la belleza. ¡Por eso lo de la mugre! ¡Por eso lo del garaje!

Sabía que iba a acabar encontrando ese jardín precioso, sabía que iba a acabar mereciéndomelo. Acaté la ley que la Divina Providencia me estaba mostrando con la elegante discreción que la caracteriza.

La tercera patita de la Divina Providencia me enseñó que si quiero encontrar la belleza, antes tengo que conocer la mugre. El premio fue perder el miedo al dolor físico.

Cuarta patita: la pelea

Cuando tenía diez años, me rodearon cuatro niños en el patio del colegio porque no les gustaba que leyera La Nueva España, eran mucho más afines a La Voz de Asturias, que aún se publicaba en papel por aquella época.

El niño 1 me empujó y caí encima del niño 2, que me volvió a empujar hacia el niño 1.

A los laterales tenía a los niños 3 y 4 pasivos.

Con la inercia del empujón del niño 2 (y la intervención de “ella”), le di una hostia al niño 1 en la frente y cayó desmayado.

Todo en cinco segundos.

Mi victoria, y que el jefe de estudios me dijera: «A ver, Tyson, ven a mi despacho» (con la consecuente mejora de la calidad de mi inminente esperma a los ojos de las chicas del colegio), no fueron suficientes recompensas, así que estuve maldiciendo con todas mis fuerzas a esos dos cabrones todos los días durante un año...

Hasta que el niño 2, un deportista nato, guapo y salado, cayó desplomado en un parque.

«Muerte súbita», dijo el médico. Pobres padres. Ojalá hayan rehecho su vida. Era hijo único, ellos mayores... Pero él, que se joda por haberme empujado.

Al niño 1, por su lado, le cortaron tres dedos por un accidente de bici.

Consideré que mi honor estaba reparado.

Estamos en paz.

La cuarta patita de la Divina Providencia me enseñó que hay que perseverar. El premio fue acceder al maravilloso mundo de las chicas.

¡Pero qué guapas son las chicas!

¡Y qué bien huelen! Especialmente las adolescentes, que huelen a carameli, y las ancianas que han tenido no menos de tres hijos y no menos de seis nietos (vivos o muertos), que huelen a canela.

En cualquier caso, ambos olores están relacionados con el arroz con leche.

Quinta patita (o primer rabito): las queridísimas chicas

Tras haber alcanzado el despertar sexual por medio de la violencia, como han hecho todos los seres vivos desde el principio de los tiempos, pude saborear las mieles del triunfo... Durante poco tiempo, eso sí, porque si no, me apartaría de mi verdadero destino, ese que la Divina Providencia estaba tratando de indicarme con sus lecciones. Así fue que “ella” quiso que todas mis amadas me acabaran traicionando con alegría y abundancia.

A mi primera novia la conocí justo después de haberme vengado del niño 1 y del niño 2, a la tierna edad de 11 años. Yo la quería mucho, incluso llegué a hacerle poemas de amor. ¡Craso error! Los poemas de amor complacían a Diosle pero no a las chicas. Las chicas, en aquellos años desalmados, se reían de ti si hacías eso. Así fue y mi primera novia, con once años, se fue con un macarra sicokiler con el que estafaron a compañías de seguros, vendieron drogas, se pelearon y fueron felices según los cánones morales occidentales.

Más adelante, tras superar esa ruptura, tuve otro enfrentamiento con un compañero de clase, Álvaro se llamaba. Él había mancillado mi honor y para poder recuperarlo tuve que ir hasta su casa. Le piqué al timbre, bajó, puse el pie entre la puerta y el quicio, le agarré de la pechera y mientras él trataba de cerrar y me molía el pie, yo le molía los dientes. Así fue como conquisté a mi segunda amada. La quería tanto que volví a tropezar con la misma piedra y le hice más poemas de amor. El resultado volvió a ser exactamente el mismo. Ella me dejó por un chico, un macarra sicokiler con el que probó el sadomasoquismo, la prostitución y la fabricación casera de metanfetamina. Por aquel entonces teníamos catorce años.

Dieciséis, veinte, veintitrés, veintisiete, treinta. Todas mis novias fueron buenas, dulces y hermosas, pero cuando yo les transmitía toda su belleza, dulzura y hermosura, ellas chiflaban, me traicionaban y se convertían en unas víboras. No era normal. Tenían que estar bajo el influjo de alguna fuerza oscura. Algo me estaría tratando de explicar la Divina Providencia, que guiaba mis pasos.

Así seguí durante muchos años, repitiendo el mismo patrón que me llevaba hasta el lugar de origen. Así seguí hasta que conocí a Kristina.

—Cuca, si notas que durante la noche me vuelvo a rascar, párame, por favor. Ya sabes que si no lo haces, me rasco hasta hacerme heridas y luego se me pega la sábana a la sangre, se seca y tengo que ir con la sábana pegada hasta la ducha para que ablande y me la pueda quitar sin abrasarme. Hay veces que por no rascarme ni duermo... Vuelvo a estar azotado, ya sabes que de cuando en cuando me da. Tengo la sensación de que hay algo que tengo que conocer, pero que aún no conozco y eso me perturba mucho...Habrás notado mi taquicardia. Cuando tú la notas, yo me doy cuenta de que me había olvidado de ella. Me doy cuenta de que ya estoy acostumbrado. Para bien o para mal. Cuando te conocí, te cortejé y nos pasamos meses follando día y noche. No me picaba nada. Todo me sentaba bien.

Y el médico dice que es una alergia alimentaria. Menuda farsa. Ya probé a dejar de comer y lo único que pasó fue que me convertí en un pringado más que no hace lo que quiere, sino lo que quiere otro, un médico en este caso. Adelgaza la voluntad y después el cuerpo. En este estricto orden. Hasta que te conviertes en un saco de huesos coordinado por la voluntad anulada de un desgraciado. Y ya que no ejerzo mi voluntad, por lo menos debería ejercer la voluntad de alguna entidad superior... ¿Te he hablado ya de la Divina Providencia? Yo creo que mis problemas se deben a una intervención de la Divina Providencia. De hecho siempre he creído que todos los problemas se deben a sus intervenciones y que están para elevarnos sobre nuestra miserable condición y acercarnos a algo que verdaderamente parta la pana. ¿Si no para qué existe la Divina Providencia? Y es evidente que existe porque Darwin le dedicó un libro entero. Si somos tan cabrones los unos con los otros, es para algo, es para que la conciencia universal se desarrolle, digo yo. Para que el mundo sea más hermoso, nos queramos más y la gente sea más elegante. No debería ser tan extraordinariamente difícil. En fin, últimamente hay varias cosas que me perturban. Algo le está pasando al mundo. Algo que no está bien. ¿Viste lo de Julio Iglesias? Lo acaban de prohibir en los chiringuitos de las fiestas del pueblo. También han prohibido los piropos, la carne de cerdo, jugar a la pelota, beber en la calle, cantar en los bares, los toros y los chistes graciosos. Y no hablemos del tema de las licencias. Antes se montaba una fiesta en cada esquina y sin pedir permiso a nadie. Ahora todo son licencias millonarias destinadas a impedir todo lo que sea mínimamente espontáneo, todo lo que parta de la Divina Providencia. Esta obsesión en contra de todo lo hermoso ya me tiene frito. Se niega lo hermoso y se niega la muerte. Dos cosas que van de la mano. Es de bárbaros eso de quemar a los muertos en cuanto estiran la pata. Eso y lo de prohibir la tauromaquia, la verdad. Los toros mueren bastante mejor que cualquier viejo. Se cague o no se cague encima. Lo que no les gusta es el duelo. En todas sus formas. Entre caballeros, quizás la forma más civilizada que ha existido de resolver un conflicto, o el de después de la muerte... Pero sin duelo no hay victoria. Sólo hay derrota. Y si encumbramos la derrota, pues nos va a ir mal, sencillamente. Nos secamos y nos convertimos en polvo. Eso es lo que les pasa a los derrotados. Si la muerte no se ritualiza, se nos quitan las ganas de tener hijos. Por eso después de las guerras, aunque la gente sea pobre de solemnidad, tiene muchos hijos. Porque tener hijos no tiene nada que ver con tener dinero. Es una respuesta a la visión de la muerte. Es la respuesta victoriosa a la visión de la muerte. Los hijos son las vidas extra del Super Mario Bros. Nuevas versiones de algo eterno preparadas para que la eternidad se encuentre consigo misma. ¡Nada que ver con el dinero! ¡Qué vergüenza! ¿Tenían dinero los monos o las ratas almizcleras de las que provenimos?

—No, Pablo. No.

—Si de una santa vez hiciera lo que de verdad quiero hacer, me iría mucho mejor. Y lo que de verdad quiero, lo que llevo deseando desde hace mucho tiempo... es tener cuatro, cinco o seis hijos. O treinta, como el gitano ese de Granada que salió el otro día en el programa de ar (Anti Ramona). ¡Qué contento se lo veía! Lo que quiero es tener muchos hijos, vaya. Y si son pobres, mejor. Los hijos pobres siempre molestan menos a los padres que los ricos. Son más independientes. En realidad lo que sale caro es tener payos, no tener hijos. Además me gustaría mucho verte convertida en madre. Me encantan los pezones tan grandes que les quedan a las madres tras dar de mamar. Tú me gustaste desde el principio porque ya los tienes grandes de serie. Se parecen mucho a los que tenía mi madre, pero a mi madre se le hincharon los pezones al alimentarnos a mí y a mi hermana. Al darnos a luz y luego alimentarnos. Los pezones hinchados que tienen las madres son como los puntos en la frente de los hindúes. Son una señal de haber cumplido con un sacramento. A los hombres la paternidad no nos marca físicamente... Y es una pena.

En el fondo todos envidiamos a las madres. Un hombre sale del vientre de una mujer, su madre, y pasa el resto de su vida tratando de meterse en el vientre de otra mujer y hasta hace poco así es como se hacían nuevas madres. El hombre trata de meter lo que puede meter. Si pudiera meterse entero, lo haría... Y así salen nuevas personas, eso es todo. Pero ahora con la tecnología moderna ya no tiene por qué ser así... Por eso ya no nos gusta la muerte y el amor. Bueno, a mí sí que me gusta. ¿Es que entonces a qué dedicas la vida? ¿A comer y a obedecer? Y a ver Masterchef, que va de eso. De comer y de acatar la autoridad. La autoridad de los mesoneros. Toma ya.

Madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle. Eso lo decía mucho la mía. Si es que da igual que sea tu madre, la madre de tu hijo, la del vecino, la de Julio Iglesias o la de cuatro hienas africanas. Una madre es una madre. Y un paisano es un paisano. No es una berza, nunca lo fue y nunca lo será. Yo echo mucho de menos a mi madre. Puede que demasiado y puede que ahora la esté intentando recuperar por partes. Al menos los pezones ya los he encontrado. Unos pezones por aquí, una sonrisa por allá, unas taquicardias por acullá. ¿Me enseñas otra vez esos pezones? ¿Haces que coincidan con los puntitos de luz que entran por la persiana? Míranos, parecemos negros despigmentados. Como la del anuncio de Desigual.... ¿Me enseñas entonces esos pezones? ¿Haces que coincidan con los puntitos de luz que entran por la persiana? Que no haya nada más. Déjame sábanas y ya tapo yo los muebles. Concentración. Silencio...

Silencio...

Silencio...

Joder, qué bonitos son. ¿Por qué no tenemos un hijo? ¿O diez?

—Mira, Pablo, me he vuelto a liar con el sicokiler.

—¿Otra vez?

—Sí.

—Bueno, anda... ¿Tú estás bien?

—Por lo que parece estoy bastante mejor que tú. Esas ideas que tienes, ese trueno... ¡harta me tiene! ¿Cómo vamos a tener un hijo? Además, esa obsesión tuya con las madres. ¿Que me quieres tener aquí de paridera? Mira, yo tengo mi trabajo, mis proyectos y estoy muy bien como estoy.

—Ya... ¿Estás embarazada del sicokiler?

—Estás loco.

—¿Estás embarazada del sicokiler?

—Estás loco.

—¿Estás embarazada del sicokiler?

—Estás loco de cojones.

—¿Estás embarazada del sicokiler?

—Sí.

...

Pero voy a abortar.

La quinta patita de la Divina Providencia me enseñó que mi amor no estaba destinado a las queridísimas chicas, sino a echar povidona yodada a la humanidad cumpliendo así la voluntad de Diosle. El premio fue acceder a la Gran Revelación Mariana.

La Bestia Colmena

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