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Ya me había quedado claro que el mundo entero estaba conjurado para rechazar la belleza. La belleza del jardín de mi garaje, la belleza de mis queridísimas chicas, la belleza de mis hijos no natos por un sinfín de actitudes caprichosas ante la vida.

Perdonad si hablo sólo de mí mismo... Pero es que todo esto lo empecé yo solo. ¿Qué le vamos a hacer? Dentro de nada, entrarán mis esbirros en acción.

Os voy a hablar ahora de Asturias, eso seguro que os gusta.

La Asturias de mis tatarabuelos era un sitio muy hermoso donde la gente era muy pobre, pero tenía muchos hijos y cantaba canciones muy bonitas. Vivían diez personas en una misma casa, como poco, y sobrevivían con lo que podían conseguir con sus propias manos en la aldea y en el monte.

La Asturias de mis abuelos era un sitio algo menos bonito porque se sacó a la gente de las aldeas para meterlos en las minas y en las acerías. Muchos hombres murieron en sus trabajos, otros murieron en el frente. Sobrevivieron los más fuertes. Por aquella época las mujeres mantenían el orden del hogar y custodiaban implacablemente el misterio de los hijos y de las canciones bonitas. Algo es algo, pero poco duraría.

La Asturias de mis padres sacó a los hombres de las minas y de las acerías y los llevó a la cola del paro y al bar. Por el contrario las mujeres empezaron a trabajar de maestras y de dependientas.

Se empezó a tener muy pocos hijos y el único refugio que quedaba para las canciones bonitas era el alcohol. Mal compañero.

En la Asturias que me tocó vivir a mí sustituyeron definitivamente a los obreros asturianos por chinos y luego por robots. Se acabaron los hijos y las prestaciones de desempleo y los obreros no pudieron pagar a las dependientas y las maestras, que se quedaron sin niños a los que enseñar. Así que los pocos integrantes de mi generación se fueron a vivir a un piso cochambroso de Madrid, trataron de tener éxito en el sector servicios (es decir, en la servidumbre) y renunciaron definitivamente a tener hijos y a cantar canciones bonitas, que fueron rápidamente sustituidas por “música urbana”, la banda sonora del apocalipsis.

La clave para conseguir todo esto fue volver a las personas “cívicas”. Así no tenían que arriesgarse a los hachazos de los aldeanos ni a los piquetes de los mineros. «Nosotros condenamos toda forma de violencia». Decían los descerebrados. Así nos iba. Su estrategia inicial fue luchar contra los hombres rebeldes. No les fue del todo bien. La estrategia definitiva, con la que los descerebrados tuvieron éxito y demostraron que no eran descerebrados sino traidores, fue manchar el buen nombre de los indómitos considerándolos el gran enemigo microagresor, bruto y pendenciero. Asunto zanjado. Todos a Madrid a trabajar de freelances por cuatro duros y a vivir en un zulo sin pareja (o con una pareja infiel), sin hijos (o con hijos bajo la custodia de la pareja infiel y que sólo quieren tu escaso dinero), sin dignidad y, lo que es peor, sin canciones bonitas.

Yo, como idealista que era, me negué a vivir en Madrid. Probé a irme fuera, pero lo más lejos que llegué fue a Lugo, donde estudié Veterinaria. ¡Me empapizaba tanto al cruzar el río Eo que en cuanto pude volví a mi querida tierra! Pese a que Lugo, probablemente por su cercanía a Asturias, es una buena tierra.

Volví y me puse con ese doctorado que ya os he comentado y que me llevó a la Gran Revelación Mariana. Que me pilló trabajando, así dicen que debe ser.

Corría el curso 2018-2019 y yo ya llevaba tres años trabajando en mi tesis doctoral y sobreviviendo con la mínima paga que me daban como becario y con un grupo de versiones de asturianadas y canción romántica con el que tocaba en bodas, fiestas de pueblo y en centros de arte contemporáneo en los que les daba lo mismo ocho que ochenta con tal de rellenar su esquelética programación. A nadie le gustaba mi música porque a nadie le gustaban ya las canciones bonitas, pero el relativismo moral hacía que, por lo menos, no me fusilaran... No fueron previsores.

Así era mi vida y no me quejo porque en realidad todo era una simple tapadera para poder seguir centrado en el exceso de mugre y en la falta de belleza que hacía que el mundo estuviera cada vez más lleno de zorolos. Con la tesis doctoral estudiaba la mugre y la belleza del mundo biológico. Con las canciones estudiaba la mugre y la belleza de los bares y de las chicas, o lo que es lo mismo, del mundo espiritual. Todo ello me acercaba a la Gran Revelación y complacía a la Divina Providencia. Además, en cierta manera, vivir así era de las pocas opciones mínimamente respetables para el que no quiere trabajar en nada porque tiene que centrarse en el sentido de la vida.

Trabajar en una tesis doctoral es lo más parecido a no trabajar en nada que un payo puede hacer sin ser expulsado de la comunidad. Y cuando uno no trabaja en nada, se dedica a la vida contemplativa. Y la contemplación, como el sueño de la razón, produce monstruos. En este caso, literalmente.

Si no quería trabajar en nada, que conste, no es porque fuera un vago, porque el mercado laboral fuera miserable, porque la mayoría de los jefes fueran unos enchufados ineptos que maltrataban a sus subordinados o porque trabajar supusiera renunciar a la individualidad para integrarse en uno de los múltiples infiernos de la vida colectiva.

Si no quería trabajar era porque no podía.

Y si no podía era porque me pasaba el día pensando en las novias que había perdido, en los familiares que había perdido, en los capullos que me habían deshonrado, en los zoquetes que me habían atacado y en la evidente degeneración estética y moral de todo el mundo conocido, materializada, muy claramente, en los niñatos traperos, el reguetón y los periodistas lumbreras que lo justificaban como “arte popular”. ¡Cuántas invocaciones del Maligno se han permitido en nombre de lo popular!

Si pensaba en todo esto era porque no podía dejar de hacerlo y si no podía dejar de hacerlo era porque la Divina Providencia me estaba hablando alto y claro. Tenía que tratar de resolver el problema de la traición, el problema del amor, el problema de la muerte y el problema del mal gusto. Tenía que cantar en sidrerías y tenía que empezar una tesis doctoral sobre el origen evolutivo de la reproducción sexual. Así era el mundo hiperestimulado que nos había tocado vivir.

Al menos esa combinación de estudios me permitió resolver mis dudas existenciales acerca del amor, la muerte, las traiciones, el Maligno, etc.

En el fondo tan vago no era... No como mis compañeros de doctorado que sí que eran vagos profesionales. Tan vagos que se acabaron metiendo todos en política.

Eran hombres jóvenes y acalorados, como yo, pero estaban infectados por ese tipo de sordera contagiosa llamada ateísmo, que les impedía postrarse ante “ella” y, por lo tanto, ganar. Ellos sólo se oían a sí mismos o los unos a los otros, que viene a ser lo mismo porque eran todos iguales y ahí estaba el gran problema. ¡Maldita igualdad! ¡Que no vuelva jamás! Mis compañeros se las arreglaron para medrar en dos fases. Primero decían que su partido defendía los intereses de los trabajadores. Tenían sentido del humor, eso no se puede negar. Luego ya confesaron que sólo se trataba de ligoteo y centraron en ello todas sus políticas. Tanto es así que los lidercillos empezaron a hablar en plural femenino para complacer a sus futuras esposas lidercillas y así fue. Lo hicieron tan bien que quedó demostrado el viejo proverbio chino:

Plural femenino para arrimar el pepino.

En fin, allá cada uno con su camino en la vida. El mío fue no trabajar del todo para poder dedicarme a la vida contemplativa y así poder meter el dedo en la llaga con tiempo y con calma. Y de la llaga saqué una pepita de oro.

¡Un pedazo de pepita de oro alquímico!

Quién me lo iba a decir por aquel entonces.

La Bestia Colmena

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