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Capítulo cinco


Una pequeña pista amarilla

A la mañana siguiente, Ágatha, Caetano y yo decidimos recorrer la zona de las santerías de la ciudad, cerca de la estación de trenes, en busca de información sobre los ritos que convierten a un hombre en un zombi. No sabíamos si era lo indicado, pero fue lo único que se nos ocurrió por el momento. Caetano nos acompañaba como parte de sus paseos obligatorios para intentar sacarlo de su ostracismo. Si bien su aspecto había mejorado, aún dormía con la luz encendida.

Locales con grandes vidrieras multicolores exhibían una infinidad de ornamentos y objetos de las más variadas formas: velas rojas para mal de amores y amarres de personas, amarillas para espantar espíritus y proteger viviendas, negras para formular hechizos mal intencionados. También se acumulaban por docenas pequeñas estatuillas que representaban, según la religión, distintos santos o santones.


Nunca les habíamos prestado atención a estos comercios y tampoco entendíamos cómo algunas personas sentían devoción, adoración o temor a simples muñequitos de cerámica.

Mientras nuestra vista se perdía en estos objetos, Caetano dio un grito de espanto. Fue al quedar frente a una espigada figura oscura, de rostro pálido. De un salto se ocultó detrás de Ágatha buscando su protección.

–¿Caetano, estás bien? –gritó ella alarmada.

–¿Qué has visto? –pregunté.

Caetano, con mano temblorosa, señaló la imagen de una estatuilla, una figura que me resultó familiar. Se trataba de la representación de un hombre vestido con un traje oscuro, galera y bastón. Su cara era una especie de máscara blanca, simulando una calavera. Los ojos eran dos orificios oscuros en cuyo interior brillaban con fuerza dos piedritas rojas que, con el reflejo del sol, ostentaban un brillo maligno, como si la escultura tuviera vida.

–¿Se encuentran bien? ¿Hay algo en lo que pueda ayudarlos? –exclamó una mujer de unos cuarenta años, que permanecía oculta detrás de un mostrador atestado de imágenes paganas.

–Les tiene miedo a los esqueletos, un trauma de la niñez –aclaré como restando importancia al asunto.

–¿A quién representa la escultura? –preguntó Ágatha mientras le tomaba una foto.

–¡Fotos no! La dueña no lo permite –notificó de inmediato la mujer.

–No hay problema –respondió Ágatha a modo de disculpas, mientras guardaba la cámara de fotos.

–Se trata del barón Samedi y es mejor que no sepan nada más, son muy pequeños para ciertas cosas.

–Hemos visto a un hombre disfrazado de igual forma y estábamos intrigados de qué o de quién se trataba –insistió Ágatha.

La mujer se puso pálida y sin decir nada dio media vuelta y desapareció detrás de una cortina de colores.

Escuchamos voces. La cortina se abrió sorpresivamente, dando paso a una anciana de aspecto desaliñado. Un pañuelo a lunares le sujetaba la cabellera blanca. Su nariz en forma de gancho, que se destacaba en su rostro redondo y arrugado, y su cuerpo delgado y cubierto por un chal la hacían parecer una gran ave de presa.

–No sabes de lo que estás hablando, pequeña –dijo sujetando a Ágatha con fuerza, mientras nos conducía hacia la salida–. Si en verdad se encontraron con quien dicen que se encontraron… Será mejor que abandonen la ciudad y vuelvan a su pueblo. Y en cuanto a su amigo, debe romper el vínculo o se perderá para siempre.

–¿Cómo supo que somos de un pueblo? –me asombré–. ¿De qué vínculo habla? ¿A qué se refiere con perderlo?

La anciana oprimió aún más el brazo de Ágatha, llevándola hacia la salida con prisa.

–¡Suéltame que me lastimas, vieja del demo…! –rumió conteniéndose.

–Ya les he dicho lo que deben saber –dijo la gitana, cerrándonos la puerta en la cara, no sin antes volver a advertirnos sobre el peligro que corríamos si continuábamos con nuestras investigaciones.

–Me ha dejado el brazo dolorido, en vez de mano tiene una garra –se quejó Ágatha frotándose la zona del dolor. Un diminuto papel amarillo se dejó ver pegado a su brazo.

–¿Qué es esto? –señalé tomándolo con rapidez–: “La Nacional, libros nuevos y usados… No todo lo encuentras en internet”, se leía en él y concluía con una dirección: “Calle 42- casi esquina 3. Tel: 0221-4242083”.

Nos encontrábamos cerca y decidimos ir a visitarla. Pero antes dejamos a Caetano en el departamento. La imagen que había visto lo había perturbado más de lo que ya estaba.

Watson & Cía. Código V

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