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UN MUNDO EXPONENCIAL

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Por más que lo hayamos visto en el colegio, no estamos acostumbrados a hacernos la idea de un crecimiento exponencial. Claro que vemos una curva que sube, un crecimiento. Pero ¡qué crecimiento! La mente humana no tiene problemas para imaginar un crecimiento aritmético, por ejemplo, el de un pelo que crece un centímetro al mes, pero le cuesta pensar en uno exponencial.

Si doblamos en dos una gran pieza de tela, tras varias dobleces, ganará un espesor de alrededor de 1 cm. Si pudiéramos seguir doblándola veintinueve veces más, el espesor alcanzaría 5.400 km, ¡la distancia que hay entre París y Dubái! Unas cuantas dobleces más bastarían para superar el tramo Tierra-Luna. Un PIB (por ejemplo, el de China) que crece un 7% al año representa una actividad económica que se dobla cada diez años, con lo que se cuadruplica en veinte años. Pasados cincuenta años, nos encontraríamos ante un volumen de treinta y dos economías chinas, es decir, con los valores actuales, ¡el equivalente a casi cuatro economías mundiales adicionales! ¿Alguien cree sinceramente que eso es posible en el estado actual de nuestro planeta?

Sobran los ejemplos para describir el increíble comportamiento de la curva exponencial; desde la ecuación de Nenúfar que tanto le gusta a Albert Jacquard2 hasta el tablero de ajedrez, donde rellenaríamos cada casilla con una cantidad de granos de arroz multiplicada por dos3. Todos muestran que esta dinámica resulta muy sorprendente, incluso contraria a la intuición: para cuando se hacen visibles los efectos del crecimiento, a menudo es demasiado tarde.

En matemáticas, una función exponencial asciende hasta el cielo. En el mundo real, en la Tierra, hay una barrera mucho antes. En ecología, esta barrera se conoce como capacidad de carga de un ecosistema, y se señala como K. En general, existen tres formas en las que un sistema puede reaccionar ante un crecimiento exponencial (ver figura 1). Tomemos el clásico ejemplo de una población de conejos que crece en una pradera; puede que la población se estabilice lentamente antes alcanzar la barrera (ya no crece más, encuentra un equilibrio con el medio) (figura 1A), que la población sobrepase el umbral máximo que puede soportar la pradera y más tarde se estabilice en una fluctuación que deteriore ligeramente la pradera (figura 1B), o que traspase la barrera y siga acelerando (overshooting), lo que lleva a un colapso de la pradera, seguido del de la población de conejos (figura 1C)4.

Estos tres patrones teóricos pueden servir para ilustrar tres épocas. El primer patrón se corresponde típicamente con la ecología política de los años setenta: todavía teníamos tiempo y la posibilidad de emprender una trayectoria de «desarrollo sostenible» (lo que los anglosajones llaman una «steady-state economy»). El segundo representa la ecología de los años noventa, época en que, gracias al concepto de huella ecológica, nos dimos cuenta de que habíamos sobrepasado la capacidad de carga global de la Tierra5. A partir de entonces, cada año, la humanidad en su conjunto «consume más que un planeta», y los ecosistemas se deterioran. El último patrón se corresponde con la década de 2010: durante los últimos veinte años hemos seguido acelerando con total conocimiento de causa mientras destruíamos a un ritmo aún más constante el sistema Tierra, que nos acoge y nos mantiene. Digan lo que digan los optimistas, la época en la que vivimos está claramente marcada por el espectro de un colapso.


Figura 1. Reacción de un sistema vivo a un crecimiento exponencial (la curva continua representa una población y la curva discontinua representa la capacidad de carga del medio).

Fuente: Meadows et. al., 20046.

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