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¿COLAPSO?

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No se trata del fin del mundo, ni del apocalipsis. Tampoco de una simple crisis de la que se sale indemne, ni de una catástrofe puntual que se olvida unos meses después, como un tsunami o un ataque terrorista. Un colapso es «el proceso a partir del cual una mayoría de la población ya no cuenta con las necesidades básicas (agua, alimentación, alojamiento, vestimenta, energía, etc.) cubiertas [por un precio razonable] por los servicios previstos por la ley1». Por tanto, se trata de un proceso irreversible a gran escala, como el fin del mundo, efectivamente, ¡solo que no es el fin! Lo que vendrá después se prevé de larga duración, y habrá qué vivirlo con una certeza: no tenemos manera de saber en qué consistirá. Sin embargo, si peligran nuestras «necesidades básicas», no nos cuesta imaginar que la situación podría resultar incalculablemente catastrófica.

Pero ¿hasta qué punto? ¿A quién afecta? ¿A los países más pobres? ¿A Europa? ¿A todos los países ricos? ¿Al mundo industrializado? ¿A la civilización occidental? ¿Al conjunto de la humanidad? O incluso, como afirman algunos científicos, ¿a la inmensa mayoría de las especies vivas? No hay respuestas claras a estas preguntas, pero lo que es seguro es que no se puede descartar ninguna de estas posibilidades. Todas las «crisis» que sufrimos están relacionadas con estas categorías: por ejemplo, el fin del petróleo afecta al mundo industrializado (pero no a las pequeñas empresas rurales olvidadas por la globalización); los cambios climáticos, en cambio, amenazan a todos los humanos, incluyendo una buena parte de las especies vivas.

Las publicaciones científicas que contemplan derivas globales catastróficas y una creciente probabilidad de colapso son cada vez más numerosas y están más respaldadas. Los informes de la Royal Society de Reino Unido de 2013 incluyeron un artículo de Paul y Anne Ehrlich sobre el tema, que dejaba pocas dudas al respecto2… Las consecuencias de los cambios medioambientales globales que se estimaban plausibles para la segunda mitad del siglo xxi, se manifiestan hoy en día muy concretamente a la luz de unas cifras cada día más precisas y contundentes. El clima se desboca, la biodiversidad colapsa, la contaminación alcanza todos los rincones y se convierte en una constante, la economía está frecuentemente al borde de un paro cardiaco, las tensiones sociales y geopolíticas se multiplican, etc. No resulta extraño ya ver a responsables del más alto nivel e informes oficiales de grandes instituciones (Banco Mundial, ejércitos, IPCC, bancos de negocios, ONG, etc.) insinuar la posibilidad de un colapso, o lo que el príncipe Carlos llama un «acto suicida a gran escala3».

En un sentido más amplio, «Antropoceno» es el nombre que se ha dado a esta nueva época geológica que caracteriza nuestro presente4. Nosotros —los humanos— venimos del Holoceno, una era de destacable estabilidad climática que duró unos 12.000 años y que permitió la aparición de la agricultura y las civilizaciones. Desde hace algunas décadas, los seres humanos (en todo caso, muchos de ellos, y el número crece) han sido capaces de trastocar los grandes ciclos biogeoquímicos del sistema Tierra, creando una nueva época de cambios profundos e imprevisibles.

No obstante, estos balances y cifras son un tanto abstractos. ¿Cómo afectan a nuestra vida cotidiana? ¿Acaso no sentís que hay una especie de vacío enorme por llenar, un lazo de unión que falta entre estas grandes declaraciones científicas rigurosas y globales y la vida diaria que se pierde en los detalles, el caos de los imprevistos y el calor de las emociones? Ese es precisamente el vacío que trata de llenar este libro; establecer la relación entre el Antropoceno y vuestro día a día. Para eso, hemos elegido la idea de colapso, que permite combinar distintos niveles, es decir, tratar tanto tasas de pérdida de biodiversidad como emociones asociadas a las catástrofes, o comentar riesgos de hambrunas. Es una idea relacionada con imaginarios cinematográficos ampliamente conocidos (¿quién no visualiza a Mel Gibson en el desierto, armado con una escopeta recortada?), pero también con informes científicos muy especializados; que permite plantear diferentes cronologías (desde la urgencia de lo cotidiano hasta el tiempo geológico) viajando cómodamente entre pasado y futuro; o que hace posible establecer un nexo entre la crisis social y económica griega y la desaparición masiva de poblaciones de pájaros e insectos en China o en Europa. En resumen, es la idea que convierte el concepto de Antropoceno en algo vivo y tangible.

Aun así, en el ámbito mediático e intelectual no se plantea con seriedad la cuestión del colapso. El famoso problema informático del año 2000 y, después, el «fenómeno maya» del 21 de diciembre de 2012, acabaron con cualquier posibilidad de argumentación seria y factual. Insinuar un colapso en público equivale a anunciar el apocalipsis y, por tanto, a verse relegado a la categoría muy delimitada de «creyente» y de «irracional» que «ha habido siempre». Punto final, siguiente tema. Este proceso de destierro automático —que en este caso parece verdaderamente irracional— ha dejado el debate público en tal estado de deterioro intelectual que ya no es posible expresarse si no es por medio de dos posturas caricaturescas que a menudo rozan lo ridículo. Por una parte, tenemos que soportar discursos apocalípticos, supervivencialistas o seudomayas, y por otra, hemos de aguantar las refutaciones «progresistas» de algunos como Luc Ferry, Claude Allègre y del estilo de Pascal Bruckner. Las dos posturas, ambas frenéticas y crispadas por un mito (el del apocalipsis o el del progreso), se nutren mutuamente por un efecto «espantapájaros» y comparten la fobia al debate pausado y respetuoso, lo que refuerza esa actitud de negación colectiva desacomplejada tan característica de nuestra época.

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