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Trabajo manual y creatividad

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Me estoy dando cuenta de que un capítulo como este va más allá de mis capacidades. Yo soy una persona práctica y poco «filosófica». Estudié geometría y me faltan algunas bases como latín y griego. Además en la escuela no estudié filosofía, aunque he intentado recuperar estas carencias después de mis estudios oficiales. Hay personas que, cuando afirmas no conocer estas materias, te miran horrorizadas, como si fuera un pecado. Tiempo atrás me sentía casi culpable, pero pensándolo bien, si el sistema escolar no ha previsto hacer que las estudiara, ¿qué culpa tengo yo?

El hecho es que todo nuestro sistema cultural pone como máxima ambición la graduación y desprecia el trabajo manual. En abril de 2017, Eurostat presentó un ranking en el que Italia ocupa el penúltimo lugar entre los países europeos por número de graduados con una cifra igual al 26 %, mientras que el objetivo europeo es del 40 %.

¿Pero realmente se necesitan tantos graduados? Probablemente en Europa la situación es otra y aquel que consigue graduarse tiende a obtener un trabajo mejor, bien pagado y satisfactorio. En Italia las cosas son un poco distintas y la realidad es, a menudo, degradante. Desde que me gradué, creo que he utilizado las competencias aprendidas en ingeniería como máximo un 5 %. No más. El resto lo he tenido que aprender por mí mismo y, a menudo, he tenido que hacer referencia a cosas que no requerían un grado para ser entendido y aprendido. Entre estas competencias incluyo las de gestionar proyectos y programar, cosas que he aprendido como autodidacta. En cuanto a la programación, siempre he sido un apasionado de los ordenadores y he tenido la suerte de tener profesores que en la escuela media y superior (en los años 80 y 90) me enseñaron informática utilizando el BASIC y el Pascal. Hoy en día, por desgracia, las cosas son muy distintas y la informática que se enseña en las escuelas se limita al uso del ratón y de algunos programas editores de vídeo: ¡nada que ver con programar! En recursos humanos buscan siempre, preferiblemente, personas graduadas, como si el graduado fuera una garantía o una referencia. Sin embargo, al final, siempre se acaba realizando tareas poco creativas y bastante degradantes. Mi último empleo como trabajador dependiente fue cada vez a peor con el paso del tiempo. Me llamaron de una empresa que trabajaba en el sector del transporte y acepté de inmediato porque la propuesta me pareció interesante. Tenía ganas de crecer y cambiar de trabajo. Con el tiempo me convertí en programador y tenía la posibilidad de llegar a ser project manager. La empresa formaba parte de un grupo ferroviario y se ocupaba exclusivamente de la parte IT. Me encontré trabajando en una pequeña y acogedora oficina con dos personas más, de las cuales una era mi responsable. El clima era muy relajado y amable, aunque trabajábamos mucho. Me ocupaba del mantenimiento de software ferroviario. De vez en cuando me pedían que diseñara nuevos programas y también que gestionara pequeños grupos de programadores contratados de forma temporal. Mi trabajo contaba con una parte práctica que ocupaba gran parte de mi tiempo.

Con el paso de los años, las líneas ferroviarias fueron «evolucionando»: entró una empresa pública que trajo nuevos gerentes y una visión más amplia y compleja. La empresa donde yo trabajaba decidió expandirse. Yo ansiaba una promoción pero mi trabajo no cambió ni un poco, al contrario, empeoró desde el punto de vista cualitativo. Nuestra pequeña pero eficiente oficina fue separada y se contrató a un nuevo responsable y me lo asignaron. Esa persona no era demasiado competente, incluso desde el punto de vista técnico, pero era muy hábil sobreviviendo y emergiendo en los entornos «empresariales». Cada vez se hacía menos trabajo real, al tiempo que cada vez más aumentaban el papeleo, los correos electrónicos, las reuniones, los documentos para demostrar que las cosas se habían hecho y funcionaban, y la calidad del trabajo disminuía y se producía cada vez menos software. Lo que preocupaba era escribir unos buenos correos, que pudiéramos lucirnos y escaquearnos en caso de problemas. Mi trabajo consistía en compilar largos y aburridos documentos que nunca nadie leería. Ya no podía más y me marché. Calculé que, en los últimos meses, podría haber hecho todo el trabajo de una semana en media jornada. El resto del tiempo servía para «organizarse». Una locura. En esta situación os aseguro que no sirve de nada estar graduado, incluso podría ser perjudicial. Para mí era muy frustrante reflexionar sobre mi situación laboral comparándola con mis estudios. Había estudiado robótica, inteligencia artificial, electrónica digital y sistemas numéricos complejos, y tenía que verme escribiendo documentos inútiles que cualquiera habría podido compilar con un mínimo de formación.

He trabajado en otras grandes empresas y la situación con la que me he encontrado es siempre similar a la que acabo de describir. Creo que esto es con lo que habitualmente se encuentran casi todos los graduados hoy en día. Sin limitarnos al graduado, creo que cualquier persona creativa y con ingenio tendría dificultades en encontrar su sitio en un sistema de este tipo, solo que en un cierto punto nos encontramos con responsabilidades que atender, familias que mantener, facturas que pagar y hacemos que las cosas ya nos vayan bien o nos contentamos con ellas. Una de las frases más feas que he escuchado en más de una ocasión, incluso de parte del CEO de la sociedad ferroviaria para la cual trabajaba, fue: «Fuera hay crisis y vosotros tenéis un puesto de trabajo». Una violencia perfecta.

El problema de estos «trabajos intelectuales» es que de intelectual tienen bien poco. Solo muy pocos de mis amigos tienen un trabajo en el cual pueden aplicar realmente los conocimientos adquiridos durante sus estudios. El trabajo de cuello blanco es, en realidad, pocas veces creativo y muy «impersonal». En el ambiente de la oficina predominan los celos, los arrepentimientos y los trabajos psicológicos. Las acciones de cada individuo son evaluadas, de manera objetiva, utilizando algoritmos o procedimientos poco claros y poco conocidos. ¿Cómo es posible evaluar de forma eficiente un trabajo intelectual? Cuando trabajaba en el empresa ferroviaria, cada año debía tragarme dos reuniones de evaluación con mi superior: una escena degradante y repugnante. En la primera reunión me presentaban los «objetivos» del año y en la segunda me daban la puntuación obtenida. Los puntos, aunque estaban presentados de modo «objetivo» y cuantitativo, para mí, como diseñador y project manager, eran solo subjetivos y personales, y relacionados con la simpatía entre mi superior y yo. El problema era que entre nosotros no había buena sintonía y no evitaba nunca que él lo notara. Desafortunadamente, ha sido el peor jefe que he tenido nunca en mi vida. Para tener una buena puntuación era necesario caerle bien, cosa que, en mi caso, era imposible. Después de dejar la empresa ferroviaria para dedicarme a lo mío, las cosas han cambiado. En mi nuevo trabajo de reparador, la medida del éxito es evidente: las cosas funcionan o no funcionan. Si funcionan, el cliente está feliz. No se necesitan algoritmos para evaluar un buen trabajo, porque la calidad es visible y palpable. Las cosas se pueden y se deben probar. El ambiente de trabajo del taller es sincero y simple: las competencias son evidentes y no hay necesidad de esconderse detrás de un correo electrónico o de discursos sin sentido y poco concluyentes. Quien sabe hacer las cosas las hace y quien tiene más experiencia se convierte en un punto de referencia para el resto.

En los Estados Unidos, a partir de los años 90, los pedagogos pensaron en modificar la estructura del sistema escolar para formar «trabajadores del saber», dejando a un lado aquellas materias más técnicas y prácticas. Los talleres de las escuelas profesionales se iban cerrando y eran sustituidos por aulas con ordenadores. También en Italia hubo, y hay, esta tendencia, incluso allí es peor, porque las escuelas a veces no tienen ni siquiera ordenadores. De este modo se difunde la ignorancia «manual». Los chicos ya no saben utilizar objetos, y ya no digamos «fabricarlos». Sin talleres prácticos se han perdido competencias manuales. Cuando estudiaba en la escuela media, a la hora de «educación técnica», además de dibujar con escuadra y regla, construíamos aviones de madera, circuitos eléctricos y cajas de todo tipo.

En 1999, Neil Gershenfeld, director del Centro para Bits y Átomos del MIT, se dio cuenta de estas deficiencias del sistema escolar y quiso intentar ponerles remedio con un curso especial que tituló «Cómo fabricar (casi) cualquier cosa». El curso tenía una docena de lecciones para aprender a utilizar algunas tecnologías de fabricación y de prototipado rápido. Las lecciones eran teóricas, pero también prácticas, por lo que los estudiantes podían experimentar lo que habían aprendido utilizando un taller preparado para la ocasión. Para «amueblarlo», el MIT puso a disposición unos cuantos millones de dólares. Entre las máquinas en dotación, había impresoras 3D, escáneres de rayos X, máquinas de corte láser, de plasma y de agua. El taller se denominó FabLab, un juego de palabras entre fabolous laboratory y fabrication laboratory.

Inicialmente, el FabLab solo estaba a disposición de los participantes al curso. Después, se abrió a todos los estudiantes y, más tarde, a cualquiera que deseara fabricar algo (y, al final, también a personas externas al MIT). El experimento se difundió y rápidamente los fablab se conviertieron en un fenómeno global.

Sin ir muy lejos, hace unos años, en el Politécnico de Milán, Max Romero impartió un curso de Physical Computing. El curso iba destinado a los diseñadores del instituto, a los que propuso una serie de actividades para ponerlos a prueba. Max es un profesor atípico y original que reta constantemente a los mismos estudiantes con «pruebas de realidad». Por ejemplo, en las primeras lecciones, pidió a los participantes que buscaran componentes electrónicos en sitios web de algunos proveedores reconocidos o que recuperaran viejos objetos y los desmontaran para intentar repararlos o identificar los componentes averiados. Los estudiantes están obligados a realizar actividades prácticas, a superar dificultades reales, a aprender a soldar y a construir objetos. El curso es bastante «impactante» pero, al final, todos llegan al proyecto final, que presentan con un gran orgullo.


Figura 1.5 – El profesor Romero en el aula durante el curso de Physical Computing.

Se están perdiendo la habilidad manual y, sobre todo, es evidente que los trabajos manuales han sido denigrados y etiquetados como trabajos humildes o poco importantes. Pero la realidad no es esta. Un trabajo que ensucia las manos no es un trabajo «estúpido», del mismo modo que tampoco lo es una tarea que no requiera un ordenador para ser llevada a cabo. Razonar sobre los objetos y los sistemas físicos requiere tanto ingenio como crear diseños y escribir software. El trabajador manual, además, debe desarrollar ciertas destrezas, porque tiene que saber utilizar las herramientas de forma hábil y eficiente. En un futuro, desaparecerán cada vez más trabajos: serán trabajos «funcionales» y, entre ellos, muchos de los trabajos de oficina, considerados hoy en día trabajos «intelectuales». Estos trabajadores serán sustituidos por algoritmos que ya actualmente empiezan a sacar la cabeza. Las empresas de búsqueda de personal utilizan software para revisar y seleccionar los CV más interesantes, descartando la mayor parte de los candidatos según una serie de parámetros. Esos algoritmos en los próximos años sustituirán la mayoría de las tareas intelectuales y repetitivas y la mayor parte de los trabajos de oficina, como hacer balances, llevar la contabilidad, comprobar que un proyecto siga su curso, producir informes, documentos e, incluso, generar partes de código. En un futuro, los algoritmos nos aconsejarán y trabajarán para nosotros. Los ricos podrán permitirse algoritmos más eficientes que trabajen para ellos y recopilen información más valiosa para vivir más cómodamente. Quien no pueda permitirse buenos algoritmos, tendrá que trabajar más duro y vivir con mayores dificultades. Aquel que pueda ahorrarse los algoritmos será quien desarrolle funciones específicas, trabajos especializados y no sustituibles, en los cuales máquinas e inteligencia artificial no conseguirán intervenir. Seguramente, los reparadores estarían en este grupo, así como muchos otros trabajos manuales e intelectuales realmente insustituibles.

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1 Existen varias versiones del Repair Manifesto, entre las cuales la de Fixit, una startup especializada en la venta de kits de reparación para smartphones y objetos tecnológicos.

2 Podéis encontrar una copia del manifiesto original en la siguiente dirección: http://www.1000manifestos.com/platform-21-repair-manifesto/.

3 https://www.wired.com/2012/06/opinion-apple-retina-display/.

4 Debido a mi particular predisposición «electrónica», hablo sobre todo de placas electrónicas, pero las técnicas de reparación se pueden aplicar en cualquier caso y, por tanto, también en casos mecánicos y neumáticos.

Reparar (casi) cualquier cosa

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