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El estudio del habla de Guadalajara. Antecedentes

Una viñeta histórica: fotografiar a Guadalajara con verdad y belleza


La noche del 31 de agosto de 1890, el diablo se apareció en Guadalajara. Según el Diario de Jalisco, sus gritos brotaban desde «un pozo estrecho y como de siete varas de profundidad» entre el Paradero y la Villa de San Pedro. Estos llegaron a oídos de dos transeúntes, quienes, resueltos a matarlo, comenzaron a cegar el pozo con tierra y piedras. No lo consiguieron, pues, cediendo ante la codicia, aceptaron los diez pesos con que el demonio los tentó para que lo sacaran. Por fin, a pesar de una «luxacción» y de «algunos golpes contusos», se cumplió el rescate (Diario de Jalisco, 2 de septiembre de 1890, p. 4).

En realidad, los gritos que resonaban no eran de terror, sino de auxilio. El pozo no era una puerta al inframundo, sino uno de los numerosos agujeros cavados a lo largo de la vía del ferrocarril que seguían abiertos, bien que la jefatura política hubiera ordenado taparlos. Las partes del cuerpo dislocadas no fueron la cola y los cuernos, sino un brazo y un pie. Quien acabó magullado, luxado y casi lapidado no fue Satanás, sino un «caballero tan estimable» que había caído en esa hondura mientras caminaba rumbo a San Pedro. El accidentado respondía al nombre de Octaviano de la Mora, «el conocidísimo fotógrafo» (p. 4) cuyo establecimiento descollaba como «el mejor de Guadalajara: està [sic] montado con lujo; el gusto más exigente puede estar seguro de quedar complacido» (Reyes y Zavala, 1989, p. 33).

Junto con Lorenzo Becerril, Antíoco Cruces y los hermanos Valleto, Octaviano de la Mora personifica a uno de los maestros del retrato de estudio en México durante la segunda mitad del siglo XIX (Negrete, 2007, p. 43). «VERDAD Y BELLEZA» le sirvió de divisa. Esta figuraba en las cartulinas satinadas con esquinas redondeadas y doradas sobre las que montaba las imágenes (Orendáin, 1969, p. 112), en sus anuncios publicitarios en la prensa y en su sello. De la Mora buscaba la verdad al «apegarse todo lo posible a la realidad en interiores y exteriores», reproduciendo con iluminación, utilería y escenarios «[e]l ámbito que rodeaba al cliente […] en concordancia con sus aficiones, método de vida o profesión» (p. 111). La belleza nacía de «elegir la colocación, postura y elementos decorativos que convenían al mejor éxito de la fotografía» (p. 110). Ser fiel a su divisa le permitió inmortalizar a «bellas damas, apuestos caballeros, respetables eclesiásticos y profesionistas distinguidos» (p. 110) de Guadalajara, incluso, a Porfirio Díaz y a Carmen Romero Rubio de Díaz, tras mudarse a la Ciudad de México.

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