Читать книгу Miradas de reojo - Patricia Undurraga Matta - Страница 11
Los insertos
ОглавлениеSofía apaga la luz y la pieza queda en penumbras. La luna llena se filtra por entre las persianas mal cerradas, como quedan todos los jueves desde que se fue el finado.
Adora la palabra finado. Le suena a final, a una última bajada de telón.
Se acomoda para el sueño, pero antes repasa el discurso que ensaya a diario y que ha reforzado leyendo biografías de heroínas: Juanas, Ineses, Guacoldas, Pasionarias, Pías, Gladys.
–Esto se acabó, Lastenia, y hoy mismo –le dirá–. Esta casa es mía, aquí mando yo y las cosas se hacen como yo digo. No me importa lo que piense ni lo que deje de pensar. Y no meta a mi marido en esto, que en paz descanse. Busque otro trabajo.
Un discurso impecable. Pareciera que hasta la almohada del finado, la que Lastenia insiste en inflar a diario, se aplana contra el colchón.
Siente frío. Lo odia. La inmoviliza en las mañanas y la obliga a seguir aguantando los abusos del dragón de lentes gruesos y moño de cuete que campea por la cocina. Porque campear es cocinar sin sal cuando a Lastenia le sube la presión, o guisar pescado por una semana seguida cuando se hace el examen de colesterol, o volverse sorda a la hora de las teleseries.
–¿No será un exceso? Total el aparato que hay en la cocina funciona perfecto –había reclamado Sofía cuando el finado le regaló la tele a color.
–Pobre Lastenia, tan leal en estos quince años. Es un derecho adquirido –contestó él.
Al menos dejó de pararse en el marco de la puerta para hacer comentarios.
–¡Es muy patuda! –insistía Sofía.
–Es como de la familia –replicaba el finado, y ella se sentía poco menos que en un triángulo.
Sofía ha fijado fecha para la batalla. Le costó decidirse entre el veintiuno de mayo, el catorce de julio o el dieciocho de septiembre, pero con lo de hoy, está obligada a optar por mañana, un vulgar veintitrés de abril.
Imposible jugar a la tonta de nuevo. Los insertos del diario dominical habían desaparecido. Ella se preparaba para recibir esa especie de metro cúbico de papel impreso en que se había convertido el diario los domingos. Adoraba las ofertas, los combos y los descuentos. Recortaba los productos y los pegaba en orden de adquisición, y aunque el mísero montepío no le permitía comprar casi nada, siempre podía fantasear.
Lastenia no los había visto, ni oído –contestó burlona. El diario se lo había traído tal cual había llegado; otra mentira, porque ella siempre lo revisaba primero.
–¿Qué es eso de insertos?
–La propaganda, las revistas sueltas, esas con los precios, los avisos del supermercado, esos, Lastenia, tiene que haberlos visto…
–¿Yo? Ni sé de qué me habla –y encendió la aspiradora y se terminó el diálogo.
Tiempo perdido y más rabia acumulada. Cuando Marta le comentó lo horribles que venían los zapatos esa temporada, lo barato de los suéters de cachemira y la liquidación hasta agotar stock de ampolletas de bajo consumo de energía, Sofía no pudo meter baza, no tenía nada que añadir, todo por culpa de Lastenia.
Pero ahora vería. Apenas oyó al dragón cerrar la puerta, mejor dicho, el portazo con que anunciaba sus salidas, esperó los quince minutos de rigor, por si volvía para sorprenderla como lo había hecho otras veces.
Mientras tanto, Sofía arregló la bandeja para el almuerzo a su gusto. Salero con sal de mar y jugo de limón. Se preparó un gin tonic para disfrutarlo con unos trozos de queso y unas galletas crocantes, aperitivo que no sería interrumpido por ningún plato de alguna horrible tortilla de verduras.
–La tortilla se baja, ¿o es que no sabe? –rugía cuando trataba de tomarse el aperitivo con calma.
Sofía sabía que era para correr a colgarse de la TV en que aparecía la jueza que pegaba martillazos, pero si se lo hacía notar, sería reconocer que la había espiado detrás de la puerta.
Entró al dormitorio de Lastenia, una especie de santuario con distintas figuras de santos de yeso policromado de dudosa identidad, y una colección de fotografías de una guagua horrenda, con el pelo tieso como un choapino, en diferentes poses; el dichoso ahijado, que sería ingeniero o médico, y quién sabe si diputado.
El perfume de catálogo se le vino encima. Esa había sido otra pelea con el finado.
–Dile tú que no se eche ese pachulí. A mí no me hace caso.
–Eso atentaría contra los derechos humanos –contestaba él, aspirando un puro fétido, con lo que cualquier perfume le parecía espléndido.
La búsqueda empezó y terminó en el cajón del velador. Sólo había una hoja de cuaderno con un mensaje: «No se trabuzcan los cajones, bieja hintrusa. Los Dinsertos apareseran cuando yo los encuentre».
Sofía no podía creer lo que leía ni lo que ocurría en sus propias narices. Esa mujer venida de quién sabe dónde, instalada en la cocina con la venia del finado a quien daba gusto en todo. Era mucho más que una falta de respeto.
El recuerdo de la escena no la abandona en todo el día y le vuelven a tiritar los dientes de rabia. Pero ya no hay quién defienda al dragón y tendrá que vérselas con ella.
En la noche siente cómo el sueño se le está escapando y tiene que conciliarlo a toda costa. Necesita estar despejada mañana. Se levantará de un salto, nada de arrebujarse en sábanas tibias. Directo a la ducha, helada a esa hora, porque Lastenia nunca prende temprano el calefont de su baño, para poder usar el de la cocina a destajo. Se vestirá inmediatamente, no caerá en la tentación de la bata de levantarse. La encarará en la cocina y le echará a perder la placidez con que engulle el suculento desayuno.
Se escucha un gallo en la lejanía. No puede ser, se rebela, pero es: las tres y media de la madrugada. Resignada, saca del pastillero la píldora para dormir. La da vuelta entre los dedos y decide tomar sólo la mitad para no amanecer embotada y perder los arrestos con que va a encararla.
Cuando vuelve a abrir los ojos, el frío la hace aferrarse a las sábanas tibias: el día está horrible; oye caer unas gotas. En medio de una nebulosa, recuerda lo prometido. Saca un pie de la cama, luego el otro; se deja caer con una pesadez que no tiene nada de aguerrida.
En el baño, da diente con diente. Echa a correr el agua de la ducha, pero el frío termina por envolverla. Es un frío que le cala los huesos, le eriza la piel, le congela las manos.
Cierra la llave. Se mira al espejo y menea la cabeza. Las ojeras parecieran haber crecido durante esa noche fatídica.
Da media vuelta y corre, porque no puede volar, hacia sus sábanas calientes aún, a los almohadones con la huella de su cabeza, a su cojín eléctrico. Llega justo a tiempo.
Arrastrando los pies, ese ruido enervante, aparece el dragón con la bandeja del desayuno: las tostadas calientes y el café de grano que despide un olor maravilloso. El aroma de la bandeja satura la atmósfera y el calor de la cama envuelve a Sofía.
–Total, no es para tanto, le daremos otra oportunidad hasta el verano –piensa feliz en su autoindulgencia.
Lastenia abre las persianas con un envión de camionero. Sobre la cama, ha depositado el diario, que los lunes se vuelve raquítico, pero hoy no es el caso. Del cuerpo de deportes se escapan desordenados varios insertos colorinches y llenos de ofertas tentadoras, mientras Lastenia, triunfante una vez más, declara:
–El día está horrible. Hace un frío tremendo y eso que recién empieza el invierno.
Y Sofía no tiene nada que decirle.