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Los favores concedidos

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Se han levantado temprano para llegar a tiempo a misa de nueve. Ella, contrariando lo establecido en el Concilio Vaticano II, cubre la cabeza con el velo de encaje comprado en Brujas, camino a Roma para la última beatificación. Él usa corbata en señal de un respeto que nunca se debió perder.

A la salida saludan al párroco y le entregan el dinero recaudado de las alcancías de San Antonio y Santa Rita de Casia, cuyas llaves manejan.

Caminan del brazo por la vereda soleada. Las amenazantes nubes se mantienen a distancia.

Un mendigo se acerca con su hálito apestoso, la mano extendida y el murmullo de un discurso ininteligible. Rápido atraviesan hacia la vereda del frente.

–¡Tan joven y pidiendo, qué vergüenza! –exclama ella–, debería trabajar en algo digno.

–Y para tomar sobre todo –corrobora él–, en vez de pagar una ducha en los baños públicos o en alguna hospedería.

Los lunes hacen la compra en el supermercado, revisando las ofertas, calculadora en mano. Él escoge unas chirimoyas y una bolsa de pepinos dulces y un racimo de plátanos, hoy a mitad de precio. La empleada también tiene que comer postre.

Él mira la hora.

–Terminemos. Tú sabes que los lunes es el mejor día, sobre todo ahora en Semana Santa –la apremia.

Rechazan la ayuda del empaquetador con un gesto. Para eso están ellos.

Almuerzan oyendo el noticiero del Vaticano que transmite la Radio María.

Más tarde se despiden con un beso y ella le desea suerte. Él toma la ruta que lo llevará hasta el centro comercial al pie del cerro, ese antro del pecado por culpa de los numerosos moteles que proliferan por el lugar. Su estacionamiento está libre, gracias a Dios. Es un lugar anodino, entre el quiosco de diarios y el de las flores.

Cada vez que se repite la escena, él sonríe satisfecho. Generalmente es la mujer la que estaciona su auto y se dirige al del hombre, que la espera con el motor andando. Anota las patentes, filma el entorno y quisiera aplaudir. Nadie desconfiaría de este turista que fotografía la cordillera, los cerros aledaños, las flores y hasta las avionetas que revolotean esperando su turno para aterrizar en el aeródromo cercano.

A las seis suspende su trabajo. Está feliz. Tal como lo esperaba, hoy ha habido mucho movimiento. Es que la mayoría aprovecha la semana antes de confesarse el Viernes Santo. Los quince días que le siguen son flojos, una estadística.

Ella estará dichosa: adora el trabajo detectivesco de juntar patentes con nombres, de mirar cara a cara a aquellos que se entregan al horroroso pecado, y con quién, identificarlos. Después, a escribir los anónimos. Eso la entretiene por horas.

–«Deposite la cantidad de $… (esto dependiendo de la marca del auto) en las alcancías de San Antonio o de Santa Rita de Casia, en la Parroquia de La Misericordia, antes del próximo domingo, o su cónyuge también recibirá este mismo video».

Los días previos a Semana Santa siempre son excelentes. Lo recaudado este lunes triplica sus jubilaciones. Todo esfuerzo vale la pena por la estabilidad del negocio familiar. Sólo hay que descontar lo que le pagan al funcionario del registro civil por ubicar las patentes.

Ella siempre tan piadosa y observante, le recuerda que también corresponde pagar el uno por ciento del dinero del culto.

Al salir del estacionamiento, una camioneta le obstruye la salida. Se baja a pedir que despeje. Junto con él se bajan dos hombres vestidos de oscuro, ambos con bigote espeso y mirada torva. Uno lo empuja dentro de la camioneta; el otro revisa el auto.

En la estación de policía tiene que explicar sobre sus actividades y denunciar a los cómplices. El delito: extorsión.

No lo dejan defenderse. Sólo le muestran un video en que aparece filmando en el estacionamiento y otro sacando el dinero de la alcancía parroquial. Después proyectan el video que él envió. Este muestra la imagen de un hombre igualito al que lo interroga, quien tiene la gentileza de explicarle, con bastante sorna:

–La dama es mi esposa, imbécil.

Él agacha la cabeza y comprende: han perdido el favor de Dios.

Miradas de reojo

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