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La dichosa palabrota

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–¡Sepárate, Gabriela! –le recomendó su hermano.

–¿Separarme yo, una mujer católica? ¿Estás loco?

–Esto no tiene que ver con religión, sino con dignidad.

Sus creencias estaban por encima de la dignidad. Ella observaba las reglas, que para eso estaban.

Se habían quedado viviendo en el centro de la ciudad, en pleno casco antiguo, porque había más iglesias que en cualquier otro barrio. Inútiles resultaron los ruegos y argumentos de los hijos. La lejanía, la dificultad para llegar, para ir a verlos. Ella no cambiaría por nada su salida matinal a las once en punto, caminando con su figura imponente, su metro setenta y cinco erguido, sus anteojos negros y su bastón con mango de plata.

La basílica de la Merced estaba cerca; era el primer templo en su camino. Arrodillada en un banco lateral, rezaba el rosario con los brazos en cruz y modulando a media voz. A las doce, se encaminaba por calle Agustinas para contemplar las pátinas doradas de las figuras de yeso y las luces de San Agustín. Frente al Cristo de Mayo, volvía a hincarse, y con fervor mecánico le pedía el milagro de convertir al marido. No es que Gastón fuera un hereje o un ateo, pero nunca tomaba la religión con la profundidad necesaria.

Cada lunes se hincaba en el confesionario del fondo y repetía los mismos pecados: distracciones en el rezo, falta de paciencia con Gastón que la hacía repetir la palabrota, no se la digo, padre, por respeto, pero le daba rabia contra Gastón porque usaba sus años como pretexto para negarse a rezar antes de las comidas, o el Angelus al atardecer.

–Me canso –le decía con una voz que perdía fuerza y tono. Porque Gastón había hablado fuerte durante una vida entera. Además, había hecho lo que se le antojó. Ella, digna ante todo, se hizo la tonta muchísimas veces para evitar confrontaciones, pero le era tan difícil, el carácter la traicionaba y repetía en sordina la palabrota.

Más de una vez le había lanzado a la cara sus extravíos, las desapariciones sin explicación alguna. «Cosas de hombre». Esta única respuesta había desatado batallas campales en las que no faltaron golpes, moretones vagamente justificados al día siguiente con supuestos encuentros con la esquina de algún mueble o de una baldosa rota.

Él ganaba siempre. Era el hombre de la casa, el que tomaba decisiones, imponía criterios y, sobre todo, manejaba las platas. Las platas de ella, que provenían de una familia «culta, digna y adinerada», pero que, según él, era incapaz de administrar.

Lo único positivo después de la tormenta era que él llegaba, nunca arrepentido, con algún regalo y, además, le entregaba pequeñas cantidades para «botones y alfileres», como le decía magnánimo, y ella corría a pagar las mandas que debía en velas y limosnas.

Ya nadie quería convidarlos a las fiestas familiares. Gastón, con un poco de alcohol, perdía toda prestancia: incursionaba en las piernas de su vecina de mesa, sobajeaba al saludar a las hijas de la casa, hacía guiños a la empleada que servía el comedor, actitudes que la ponían frenética y temía acabar gritando la palabrota prohibida.

La última vez que se quejó con su hermano, le recomendó, nuevamente, que lo abandonara de una vez por todas.

Gabriela, ofuscada, gritó:

–¡En las buenas y en las malas, en salud y enfermedad, Eugenio!

–¡Esto no es enfermedad, es frescura!

No atendió razones. Estaba segura de que la fe movía montañas y que sus oraciones y promesas lograrían la salvación del pecador.

Leyó muchas vidas de santas para ver cómo lo habían hecho. Todas las que llegaron a ese estado tuvieron que soportar y arrastrar cruces similares a la suya; sin embargo, habían logrado verdaderos milagros de conversión en esposos mucho más reticentes que Gastón.

Quiso vestir el hábito de San Francisco, ofreciendo el castigo a su vanidad. Ella, que adoraba los colores vistosos, las pulseras, aros y collares.

Gastón se enfureció:

–¿Se puede saber qué persigues disfrazada de ese modo? –le preguntó al verla vestida de café de pies a cabeza.

–Es una manda –contestó, altanera.

–No sé qué necesitas, pero te prohíbo que circules en esa facha, ¿entendiste? ¡Prohibid–o!

Gabriela le planteó su problema al confesor, un mercedario de impoluto hábito blanco.

–La mujer debe obedecer al esposo –contestó tajante–. Ofrézcaselo a Dios y cambie la promesa. La autorizo.

Gabriela se privó del café con leche y ofreció a Dios la sensación de fatiga que le producía la taza de té, pero Gastón no enmendaba rumbos. Por el contrario, parecía que con la edad perdía la contención, las buenas maneras y la decencia.

Ya no se medía para alabar las medidas y volúmenes de las nietas ni para preguntar por las proezas sexuales de sus hijos y nietos.

–¡Cuéntenle a este pobre viejo, para recordar el tesoro de la juventud! –decía en la mesa, riendo a carcajadas y ruborizando a las nueras, a la empleada y escandalizando a Gabriela, que sólo atinaba a recitar jaculatorias mentalmente.

Decidió colgarse un escapulario de la Virgen del Carmen. En el pecho quedó la figura de la patrona de Chile y en la espalda la de las banderas de la patria. Tuvo que ofrecerle a Dios el sacrificio de la limpieza, porque el dichoso escapulario no se podía lavar. Había que portarlo de por vida en las mismas condiciones.

Prefería no mirar la aureola cada vez más oscura que cubría las figuras del cuadrado blanco. El olor lo subsanó con Chanel N° 5, que en el verano se convirtió en tortura.

–¿Y esta hediondez? –gritaba Gastón cuando la sentía cerca.

–¡Son tus pantuflas que están podridas! –contestaba rápido.

Entonces Gastón callaba, porque, porfiado, se negaba a reemplazarlas a pesar de los veinte años de uso.

–Me acuso, padre, de haber mentido –confesaba todos los lunes.

–Es por una buena causa –la tranquilizaba el confesor–: ofrézcaselo a Dios, hija mía.

Un día, Gastón amaneció casi inmóvil. Inútil preguntarle algo. Sólo emitía gruñidos y gorjeos ininteligibles.

–¡Castigo de Dios! –pensó Gabriela inmediatamente, pero el médico dijo que era un derrame, muy propio de la edad y «de la vida de excesos del amigo Gastón».

Gabriela se desesperó. No había logrado que Gastón se confesara antes de perder el habla, y estaba segura de que, al morir, pasaría de largo por el purgatorio para ir a dar directo al infierno.

Convirtió la casa en un santuario: las estampas y figuras de santos invadieron hasta el repostero.

Cada cierto tiempo, en la tapa del piano, sitio de honor, aparecía alguna estampita del santo milagroso del momento. Formó cadenas de oración en cada iglesia y calculaba que sólo con las cinco o seis principales parroquias del centro, tenía por lo menos a ciento cincuenta personas pidiendo por el milagro: la conversión de Gastón.

–Que recupere el habla aunque sólo alcance a confesarse –pedía con los ojos en blanco–; no importa que después siga igual, Dios mío.

Ya no dormía por las culpas. El confesor la consolaba y le buscaba salida al conflicto.

Hasta que salió humo blanco: Gastón se había confesado y comulgado en el último Congreso Eucarístico y con eso había ganado indulgencia plenaria, o sea, tenía la salvación asegurada.

–Pero así morirá como un perro –gimoteó.

–Puede comulgar –le aseguró el confesor.

Gabriela se puso en campaña hasta conseguir que le llevaran la comunión a domicilio.

Lo preparó con esmero. Exigió a la auxiliar que lo lavara de pies a cabeza, ya que era imposible meter a la ducha a ese metro noventa de esqueleto paralizado. Reluciente, peinadas las escasas mechas que quedaban en la nuca, afeitado y oliendo a colonia inglesa. Era otra cosa con pijama nuevo, sábanas limpias y dormitorio con flores.

Gabriela rezó extra para que no sufriera ningún accidente estomacal que echara a perder el ambiente para recibir al «Rey de Reyes».

La comunión llegó a la hora prometida. Gabriela, con velo en la cabeza, recibió el sacramento de rodillas.

El diácono intentó darle la hostia a Gastón.

–Gastón, abre la boca.

–Mmmmmmnnn.

–Gastón, que llegó el diácono con la comunión.

–Ahahahahahah.

–Gastón, por la salvación de tu alma, abre la boca.

–Buseeebusseeeahjjjjja.

Gabriela no pudo más: levantando la mano, le cruzó el rostro de una cachetada.

–¡Comulga, mierda! –gritó enfurecida.

El golpe abrió la boca a Gastón, el diácono le introdujo la hostia y ella le cerró los labios.

Gastón se atoró.

–Hagámosela tragar con agüita –sugirió la auxiliar.

–¡Hereje! –gritó Gabriela, mientras le cerraba la boca a Gastón, presionando con ambas manos para impedir el sacrilegio de escupir la hostia, y las mantuvo hasta que cedió.

Gastón falleció ahogado. El diácono lo bendijo y Gabriela, agradecida, prendió velas a todos los santos de la casa por el favor concedido.

Gastón había salvado su alma. Ella sólo tendría que confesarse por última vez de haber dicho, y esta vez en voz alta, la dichosa palabrota.

Miradas de reojo

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