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Medallita: ¡ay, qué suerte!
ОглавлениеMedallita de la suerte
que te llevo desde niño
es tan grande mi cariño
como el miedo de perderte.
Alfredo de Angelis
Tenso, y confiando en su suerte, Miguel enfila el auto hacia el cerro. Esta vez entrará a la maldita cabaña así espere toda la tarde y toda la noche.
Estaciona el auto a la entrada bordeada por setos verdes y a un costado de la caseta con vidrios polarizados. Esa mañana había sido una pesadilla darse a entender por el intercomunicador.
–¿Puedo hablar con el gerente, por favor?
Usó esa voz amable que no falla, con la que se expresa bien de todo el mundo, piropea con prudencia a la dueña de casa en las comidas o salva las situaciones incómodas usando lugares comunes que extrae de la televisión.
–Cabaña 16. Suite con jacuzzi –zumba el intercomunicador.
–Necesito al gerente –Miguel subió algo la voz.
–Entonces la 4, tiene columpio; o la 21, simple pero muy cómoda –la respuesta seguía automática.
Miguel titubeó entre hablar fuerte o bajarse, ambas cosas sacrílegas en un lugar como ese.
–¡Necesito al administrador! –había optado por el grito.
La voz, siempre parapetada en el anonimato, le exigió sus datos personales y el motivo de la consulta para contactarlo con el jefe.
Miguel transpiraba a chorros, mientras un auto detrás del suyo hacía funcionar la bocina de luces.
Nada queda del ganador, el que en las fiestas seduce a las mujeres con una técnica perfecta para producir el enroque. Excelente bailarín, las aprieta de a poco, les suspira en la oreja lo espléndidas que son. Si no hay rechazo, termina el baile con un beso cariñoso, porque estuvo rico y lo pasaron bien. Es un procedimiento aséptico, seguro. A la semana, la llamará con algún pretexto y su oído avezado registrará de inmediato si hay posibilidad para seguir adelante. De ser así, se embarcará en una aventura de tres o cuatro salidas a un motel de las afueras, advirtiendo que él es un ave de paso y que se trata de disfrutar lo bueno de la vida, pero sin proyecciones. Porque eso sí: Miguel no transa la honestidad.
Satisfechas la vanidad y las ganas, echará mano del discurso tipo, sobre la necesidad de no seguir adelante en algo que les puede complicar la vida. Lo importante es continuar como buenos amigos, y con una promesa de eterno recuerdo, se esfumará.
Miguel se hizo a un lado para permitir adelantar un auto, cuyo conductor le hizo un gesto obsceno. En la caseta y en actitud encogida, farfulla su nombre.
–Espere –la voz es implacable.
A Miguel le parece un siglo. Llega otro auto. Se oyen risas. «Desvergonzados», alcanza a pensar.
–Adelante –invitó la voz.
En la oficina, un hombre alto y fornido, de bigote negrísimo y gafas ahumadas, le preguntó qué necesitaba. Sentía la vena en la frente a punto de estallar. Se enredó en una perorata sobre objetos perdidos, valor de las reliquias familiares, posibilidad de revisar la cabina 13, la forrada en espejos o, en su defecto, una entrevista, generosa propina mediante, a la camarera que hace el aseo.
El gerente observó un panel iluminado:
–Ocupada. Imposible revisarla. Yo que usted buscaría en otra parte, porque aquí no se pierde nada –recalcó el hombre con ironía–. Lo siento mucho –y lo empujó con firmeza fuera de la caseta.
Miguel, con una sensación de tener cien años, emprendió la retirada por el laberinto verde. Al pasar frente a la cabaña 13, el portón cerrado sólo deja divisar las ruedas de un auto. Fantaseó con forzar las puertas e irrumpir en la pieza para buscar a la maldita causante de sus penurias.
Porque Miguel, optimista a morir, hombre bonito que entra a la cincuentena con un abundante pelo canoso, sonrisa de dentadura perfecta, ojos verdes y piel tostada por los deportes al aire libre, tiene un problema. Un problema con nombre y apellido, además de las libretas de matrimonio civil y religioso y los cuatro hijos inscritos en sus respectivas páginas.
El problema de Miguel se llama Mónica.
Mónica se enamoró de Miguel a los diecisiete años y no lo ha soltado en treinta de matrimonio. Él es su razón de vivir y sigue sus pasos de la mañana a la noche, lo que dificulta bastante sus actividades donjuanescas. Proclama a los cuatro vientos que ese modelito es de su propiedad. Incluso le regaló cuatro medallas pequeñas con las iniciales de los hijos y una pesada cadena de plata con una cruz que dice «Mónica», la misma que viene a buscar. Miguel, a su vez, le regaló una cruz de oro con su nombre. Sellaron los regalos con una ceremonia familiar, la bendición eclesiástica y la promesa de no sacárselas jamás, como signo de compromiso eterno. Fue un reformular los votos matrimoniales. Rezan todas las noches antes de dormirse y besan la cruz y las medallas.
Mónica no mantiene actividad alguna que le signifique abandonarlo más de media jornada, y siempre lo interroga sobre sus actividades diarias. Es perita en forzar la información, práctica que Miguel sortea con un noventa por ciento de éxito. Cuando se siente acorralado, se exaspera por algún detalle doméstico y Mónica corre a reparar el error.
En general, Miguel contesta con docilidad porque Mónica no lo ha abandonado nunca: ni cuando le baja el biorritmo porque lo persiguen los acreedores o le protestan un cheque; por el contrario, siempre le ayuda a encontrar disculpas, a justificar los errores o a elegir al responsable de algún fracaso. Hasta llegó a cambiar la numeración de la casa con un artístico trabajo en cerámica para que el receptor judicial no pudiera proceder al embargo. Mónica siempre encuentra recursos a qué echar mano cuando está haciendo agua: algunas acciones olvidadas por liquidar o alguna joya que vender y que Miguel, emocionado, promete devolverle triplicada.
De cada crisis salen más fortalecidos, comentan abrazados los dos, listos para disfrutar tiempos mejores.
–¡Mi gorda de oro! –la abraza prometiéndose no volver a serle infiel.
Mónica, transportada por la dicha, corre a abrillantar los espejos, porque Miguel adora los espejos. En el baño ha instalado uno enorme que cubre toda la pared, otro biselado en el dormitorio, ovalado con marco en relieve en el vestíbulo, de medio cuerpo detrás de la puerta de la oficina y uno para las emergencias en el maletín ejecutivo.
Cuando maneja, vidrio abajo y brazo afuera, «siente» cómo las mujeres lo miran. Estira el cuello con la cabeza ladeada y parece oír una voz que le grita:
–¡Rey del espejo retrovisor!
–¡Rey de todos los espejos! –parecieran contestar los laterales.
Ahora no hay salves mientras espera nuevamente que le den el pase, porque ha surgido un inconveniente: la voz de la caseta es otra y esta tiene que pedir autorización al gerente de turno. La norma de la casa prohíbe dejar entrar a personas solas. Miguel renuncia a explicar todo de nuevo. Ya bastante tendrá con explicarle a Mónica si la infame no aparece. Estira la mano con un billete. La voz le dice que espere con paciencia, el gerente está hablando por teléfono.
Miguel parte mañana a la playa a encontrar a la familia y ni pensar en presentarse ante Mónica, menos desvestirse ante ella sin la dichosa cadena. El cuestionario se le vendría encima como una catarata y Mónica lo haría recorrer mentalmente todos los lugares posibles, sin darle tregua y sin dejar de repetir, entre respuesta y respuesta, que es la última vez que lo deja solo, porque está visto que no lo puede abandonar.
Mientras espera, recuerda el momento de la pérdida. El forcejeo con la cadena para que pasara por la cabeza había sido la lucha cuerpo a cuerpo más deliciosa de su vida. Todo frente a los espejos de la habitación, desnudos y embadurnados de aceite aromático. Desafiante ella, segura de su cuerpo joven, tamborileaba con sus dedos largos en el cuerpo electrizado de Miguel, que a esas alturas había perdido toda noción del tiempo, los deberes y los lugares comunes de su vida, incomunicación que le duró hasta que ya en casa echó de menos a la maldita. Porque ella, juguetona, se la había sacado de su cuerpo aceitado sin mucho trabajo y ninguna resistencia. Ya en sus manos, la hizo girar como una boleadora para lanzarla triunfal detrás del respaldo de la cama, gritándole con una carcajada:
–¡Fuera el cencerro! ¡No se trata de hacer el amor con tu familia completa!
Por fin la voz le avisa que, previo pago de la tarifa básica, podrá ingresar a la cabina dentro de un lapso de veinte minutos, porque se acaba de desocupar y están haciendo aseo.
Recordándole que en el frigobar hay un consumo mínimo incluido, le desea suerte.
Miguel detiene el motor y contabiliza por lo menos cinco autos que han ingresado al recinto mientras espera. Trata de relajarse; la maldita debería estar donde él cree, pero imposible: la voz de Mónica pareciera romperle los tímpanos. Piensa que está paranoico: Mónica está a doscientos kilómetros, pero él la oye decir clarito: «Miguel, calma: hagamos memoria». Y empezaría el recorrido minuto a minuto de sus actividades desde que llegó a casa.
La versión del miércoles lo tenía aterrado. Repasaba: «la latosa reunión con unos proveedores fuera de la oficina; en la noche, cine en función rebajada, la película era buenísima», y la repetía una y otra vez hasta grabársela.
«Veamos, mi amor, tranquilo, yo te ayudaré a ordenar esa cabecita de pollo», la voz de Mónica sigue hablándole al oído.
–Ya puede pasar –dice la voz.
Miguel se controla para no acelerar y romper el seto verde lleno de curvas. Estaciona frente a la cabaña 13. Ni siquiera se preocupa, como siempre, de cerrar el portón.
La decoración no resiste la luz natural. De los espejos no salieron alabanzas. Se lanzó a mirar debajo de la cama. Era un armazón de madera ordinaria que impugnaba el aparente lujo otorgado por la cubierta de raso suave.
La divisó en el rincón, pero apenas le cabía la mano. Desesperado, intentó mover el mueble. Imposible. Entonces recordó a Mónica, ¡su bendita Mónica! Corrió al auto y sacó la cortaplumas suiza con veinte funciones, regalo de su último cumpleaños. Al abrir la cuarta cuchilla acertó con el imán y estiró la mano con la cortaplumas mientras la instaba con desesperación:
–¡Ven, desgraciada, muévete!
Pero el milagro no se produjo. El imán no funcionó. Entonces recurrió a la cuchilla ganchuda de la navaja y logró agarrarla. Triunfante, cayó agotado. ¡Adiós versiones de lunes o martes y sobre todo de ese miércoles fatídico!
De pronto se paralizó: junto con la cadena y arrastrada por el gancho venía otra con una cruz y la inscripción: Mónica: Siempre Tuyo, Miguel.