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Valor por persona en habitación doble

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Estoy segura: su tos fue el detonante. Empezó discreta, como un atoro cualquiera, al que ninguna de las dos le dio importancia. Eso fue el primer día, la primera noche para ser exacta, y como estábamos rendidas por el largo vuelo, logré conciliar el sueño, tapones mediante.

La segunda noche la cosa se complicó. Cada cuarto de hora le sobrevenía un nuevo ataque más largo que el anterior. Le recomendé tomar algo, agua, un caramelo. Me respondió que no era nada y que se le pasaría en forma natural.

–Con decirte que Eulogio ni la siente –contestó entre toses.

A cada rato sacaba al marido a colación, como si yo no conociera al despojo que había dejado en casa.

Me apreté más los tapones, pero era inútil: era una tos transatlántica. A Dios gracias, en la madrugada, como siempre, me venció el sueño, pero ya se me había desencadenado la obsesión.

Tomando desayuno tuve el segundo aviso. Le encontré algo raro en los dientes. Se los escruté con el mayor disimulo. Al fin, le dije:

–Tienes dientes de dos colores, ¿qué te pasó?

Respingó la cabeza, pero se sobrepuso.

–Me los blanqueé. Quedan mucho mejor.

–¿Pero te pusiste dos colores? –insistí implacable.

–Sólo me blanqueé la sonrisa –contestó por fin.

Desde ese momento, no pude dejar de mirarlos. Seis blancos arriba y el resto amarillo. Me desesperaban.

Al llegar la noche le planteé lo de la tos.

–Por favor, toma algo.

–¡Cómo se te ocurre! Intoxicarse por una simple tos. Es cosa de que cerremos la ventana.

Discutimos un rato y cedí. Nos quedaban catorce días de viaje y había que aprovecharlos. Además, yo no estaba en condiciones económicas de tomar una habitación para mí sola.

Esa noche tosió menos, pero tosió. Recordé los dientes y me enfurecí. En punta de pies, abrí la ventana. Yo, que en pleno invierno duermo ventilada, sentía asfixia.

Me despertó el sol en la cara. Había corrido las cortinas. Di un grito. Despertar de a poco ha sido una de mis conquistas sociales y de género.

–¡A quien madruga, Dios le ayuda! –me gritó festiva, mientras se dirigía al baño.

Volvió con el pelo mojado y envuelta en la toalla. Tenía las piernas gordas y rectas. Un tipo de piernas que siempre me alteran.

–¿Tú también amaneciste con los pies hinchados? –pregunté, mirando mis pantorrillas flacas.

–No creo –contestó como sin darle importancia, pero se detuvo frente al espejo, mientras alzaba y bajaba la toalla.

Ya en el baño, quise ahogarme o ahogarla. La rejilla sobre la tina parecía un escaparate de ropa. Sostén, dos calzones, unas horribles minimedias que mostraba cada vez que se le movía la falda, y una polera. Esa polera siniestra, estampada en serpiente, que me obligaba a cruzar los dedos cada vez que la veía.

–Lagarto, lagarto –musité a media voz, y tuve que ducharme de cara a la ducha. Dejé que el agua me sacara la bronca y perdí la noción del tiempo.

Unos golpes que querían ser prudentes me devolvieron al baño.

–Nos quedaremos sin desayuno y sin agua en el planeta –gritó riendo.

¿Por qué mierda hacía bromas? ¡Y malas, más encima!

En el comedor, el público se peleaba la fruta, el pan y la mantequilla. Su bandeja rebasaba de todo tipo de panes, yogur, cereales, miel y rodajas de embutidos. Muy digna, la enfrenté con un mísero durazno, dos tostadas y una taza de café negro.

–Te morirás de hambre –me dijo con ojos redondos.

–Y tú te vas a reventar –le contesté con tono de broma.

–Provisión de boca –dijo y me guiñó un ojo.

Guiños a mí, a mí que no soporto nada que no sea directo, al hueso, a lo que venga. Además, sacar la comida estaba prohibido en todos los idiomas de un cartel repetido en puertas y murallas.

Comió sin respirar. Engulló, más bien, y el resto lo escondió debajo del polerón.

El altoparlante dio el primer aviso.

–Recordamos a los señores pasajeros que nuestro próximo bus parte dentro de media hora.

Acomodó las provisiones en su enorme cartera.

–Es estupenda, cabe de todo –repuso, cuando le sugerí usar una más pequeña, para tener más espacio entre los asientos del bus. En realidad yo había visto salir y entrar de ahí las cosas más insólitas. Desde cosméticos, remedios, repelente de insectos, muestras gratis de cuanta tienda visitábamos, un joquey horrendo, «préstamo de los nietos», se ufanaba.

Al salir del ascensor corrió con pasitos cortos imitando a una niñita:

–La que llega primero gana el baño –gritaba por el pasillo.

Los deseos de estrangularla me recorrían en oleadas como escalofríos. Esperé que entrara al baño.

–Pásame el cepillo, por favor –le golpeé discreta. Se produjo un silencio.

–Voy, voy –contestó apenas.

En treinta segundos oí correr el agua y abrió la puerta. Estaba pálida.

–Pasa –dijo.

Arrisqué la nariz. En realidad no había ningún olor, pero la rabia me nublaba la razón.

–No existen los cuerpos gloriosos –exclamó con voz apenas audible.

Al subirnos al bus, se las arregló para quedar al lado de la ventana.

–Total, tú te duermes en casi todos los viajes –dijo y se puso las dos manos en la mejilla con un gesto que quería ser coqueto.

–Prende el aire, por favor –fue lo único que contesté.

Tosió. Estoy segura de que sabía que yo era culpógena. Enmudecí. Cerré los ojos. Saqué cuentas. Recién íbamos en el día cuatro y el viaje duraba doce. Empecé a idear motivos para que ella lo suspendiera y tuviera que volver. Enfermedades contagiosas, muertes repentinas, nacimientos prematuros, extravíos de dinero. Uno a uno los desechaba. En la mayoría de los casos, yo tendría que acompañarla, y en la minoría, pagar el suple de las habitaciones y de los asientos en el bus. Mal negocio.

A los cinco minutos, justo cuando el guía empezaba a describir parajes, épocas y curiosidades, sacó su famoso libro de viaje y leyó en voz alta sus propias apreciaciones.

–¡Déjame oír! –le dije con la poca educación que me iba quedando.

–El guía no está tan documentado como este libro. Es lo último que ha salido y todos mis hijos han viajado con él.

Sus hijos eran otra pesadilla en ese viaje. Tenía siete y viajados por todo el mundo, de mochileros y con plata. Se conocían todas las picadas y triquiñuelas para evitar pagar el bus en Roma, usar el metro parisino con tickets chilenos y echar monedas antiguas en los teléfonos alemanes, que fueron hechos para gente honrada. No abría la boca sin que aparecieran en la conversación, y hasta el chofer del bus conocía las fotos de los treinta y seis nietos con los que impresionaba a los otros viajeros que apenas tenían uno o dos. Nos preguntaban de dónde veníamos, si éramos de alguna secta religiosa o si formábamos familias con los míos, los tuyos y los nuestros. A Dios gracias, había dejado de contar que tenía una hermana monja, porque en el último viaje un español le había dicho que no podía creer que existieran mujeres tan ociosas en pleno siglo XXI.

Aproveché la parada en las ruinas y me separé de ella, que me llamó varias veces en vano. Me apoyé en una columna y la examiné como si fuera un arquitecto, hasta que, aburrida, se alejó. La vi perderse entre los numerosos turistas que coincidían en las ruinas.

A la hora establecida, todos nos reintegramos al bus, pero ella no aparecía. El guía, molesto al principio, preguntaba por ella, mirándome a mí, que no sabía qué decirle.

El guía se bajó del bus y recorrió las ruinas. Todos nos bajamos del bus y recorrimos las ruinas. Unos y otros gritaban su nombre, mientras unos cuantos escarbaban entre los peñascos; pero nada, ni sombras de ella. Me angustié. Me hice todas las preguntas terroríficas de rigor, hasta que el guía dio término a la situación.

–Este bus tiene que partir para calzar con el otro –anunció–. Lamentablemente, no se puede continuar la búsqueda.

No alcancé a preguntar qué podría ocurrirle. Otros tan angustiados como yo preguntaron antes.

–Alguien la encontrará y la devolverá a la agencia para que espere el regreso del tour y se nos una nuevamente.

De ahí en adelante reinó el silencio. Encendí el aire, estiré mis piernas, y mis brazos no se toparon con la bendita cartera. Cerré incluso las cortinillas azules para poder dormir. Fue imposible. No podía olvidarla. A la media hora de viaje, decidí que en realidad no tosía tan fuerte. En la próxima parada técnica, ansié algún tranquilizante de los que siempre echaba mano en su carterota. Y la guía viajera, la de los hijos: no podía negar que era excelente y que, apenas se quedaba dormida, se la sacaba del velador para estudiarla. A las dos horas ya estaba pensando que blanquearse sólo los dientes de adelante era una buena idea y que ella no era la única que sacaba las propinas de las mesas cuando no la miraban. Hasta le perdoné que, sin preguntar siquiera, me aliñara la ensalada con vinagre, el cual odio, por muy balsámico que sea.

Lo peor serían las explicaciones si no aparecía. El marido no me preocupaba, porque estaba casi en coma profundo, pero sí los siete hijos. Me parecía verlos detrás mío, entablándome juicios y acusándome poco menos que de asesina. Yo había sido la de la idea. Yo la había convencido de que fuéramos tan lejos. Ella no tenía ninguna necesidad de viajar. Ellos le habían descrito el mundo entero y además le tenían televisión por cable.

Los pasajeros seguían mudos. No se atrevían a mirarme. El guía intentaba explicar la próxima parada de gran interés turístico, pero estoy segura de que no convencía a nadie.

Cuando el bus se detuvo al lado de otros treinta que esperaban en el aparcadero, ya no me quedaban más angustias, ni remordimientos, ni visiones terroríficas del futuro. Me había convertido en una idiota.

Bajé porque era obligación. No me interesaba ningún sitio: ni arqueológico, ni natural, ni histórico.

Y de pronto oí sus gritos. La estridencia me recorrió entera. Levanté la cabeza y la divisé, frenética, descendiendo de otro bus.

Corrió a encontrarnos, aleteando como pavo.

–Me equivoqué de bus, miren qué distraída –repetía sonriendo a diestra y siniestra–; me echarían de menos, apuesto –y señalaba al guía con el índice, pero en tono festivo.

El rostro del pobre hombre iba cambiando de color, del blanco al morado.

Mientras esperábamos para ingresar al museo, me contó, feliz:

–Oye, fue estupendo cambiar de bus. Conocí gente interesantísima, y nadie, pero nadie podía creer lo de mis nietos. Menos mal que llevaba las fotos.

Recuperé la lucidez y entonces tuve todo claro. En la próxima parada, las fotos de los nietos y la guía turística caerían en la laguna del oso blanco, que visitaríamos en el zoológico local, y que, según los hijos, era muy, pero muy interesante.

Y sólo la obligación de pagar la diferencia por la habitación doble me detendría de lanzarla también a ella.

Miradas de reojo

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