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“¡Ve ahora!”

Esto ocurrió el 12 de septiembre de 1933.

Mientras mis padres se habían mudado a Sofía, yo todavía enseñaba en una escuela en Varna. Y me hubiera gustado, a mí también, ir a vivir a la capital, pero hasta entonces no lo había conseguido.

En el Ministerio de Educación, se habían publicado las listas de los que habían sido nombrados maestros en los jardines de infancia de Sofía, y una vez más mi nombre no figuraba en ellas. Así que tuve que volver a Varna para continuar mi trabajo como maestra.

Desanimada, fui al centro fraterno de Izgrev para despedirme del Maestro y de algunos amigos. Di una vuelta por el césped y bebí agua de la fuente. En estas últimas horas del día, la vegetación se manifestaba con todo el esplendor de los colores del otoño. Sin pensar, tomé en la cocina la escoba del centro fraternal y me puse a barrer las hojas caídas alrededor de la fuente: quería realizar una tarea útil antes de partir.

– ¿Barres? Está bien, Milka, dijo el Maestro.

No lo vi venir y no sabía de dónde venía.

– ¿Y cómo fue tu cita en Sofía?

– Todavía nada, Maestro. Hoy era el último día, y de nuevo no estoy en las listas. Mañana debo volver a Varna. Si llego tarde, podría perder mi trabajo.

– ¡Ve ahora al Ministerio, te lo digo, vete! Hablaba con una voz tranquila y persuasiva.

– ¡Pero a esta hora, las oficinas están cerradas!

– ¡No importa, te lo digo, ve ahora! Pronunciaba cada palabra en un tono tranquilo y suave, pero firme, como para obligarme a ir.

– Sí, Maestro. Termino de barrer y luego iré. Y comencé a barrer con más energía.

El Maestro me miraba con atención. Cuando terminé, puse la escoba en su lugar, besé la mano del Maestro, y tomé el camino que desciende hacia la ciudad.

Muy avergonzada, entré en el pasillo sombrío del Ministerio de Educación. ¿Pero qué hacía yo allí a esta hora del día? Las oficinas estaban abiertas por la mañana entre las diez y las doce, y eran las cinco de la tarde. Estuve dando vueltas un rato preguntándome a qué puerta llamar.

– Oh, buenas tardes Milka, ¿cómo estás? ¿Qué te trae por aquí? Era el señor G., un periodista que conocía. Acababa de salir de la oficina del presidente.

– Hace casi un mes que vengo aquí todos los días, respondí muy sorprendida de encontrármelo allí.

Sabía que ayudaba económicamente a mis padres que vivían en Sofía, mientras que yo trabajaba en Varna. Sin una palabra, me hizo señas de esperar y volvió a la oficina del presidente.

Diez minutos más tarde, el inspector fue convocado a la oficina del presidente. Por un momento pude oír desde el pasillo las voces de los tres hombres que discutían animadamente. Después, el inspector y mi amigo salieron de la oficina, y este último entró en la oficina del secretario. Quince o veinte minutos más tarde, abrió la puerta y con una sonrisa me invitó a entrar.

– Firma este contrato de profesora de preescolar en Sofía, me susurró y su rostro irradiaba satisfacción.

Como en un sueño firmé los tres ejemplares del contrato. El secretario me entregó uno. Mi amigo me felicitó por mi destino y juntos salimos de la oficina del secretario.

– Oh, señor G., no sé cómo agradecérselo. ¡He venido al Ministerio tantas veces en los últimos dos meses!

– En todo caso, me has encontrado en el momento justo. Hoy, habían adjudicado el puesto a otra persona, pero faltaba todavía el informe definitivo. Le conté al presidente y al inspector las dificultades financieras de tu familia, mientras que la persona propuesta para el mismo, era la hija única de un arquitecto rico. Lo entendieron y tacharon su nombre de la lista y pusieron el tuyo en su lugar. ¡Es una forma justa de arreglar las cosas! Saludos Milka, debo regresar inmediatamente al periódico.

Con la copia de mi contrato en la mano, volví volando a Izgrev. Murmuré: “¡Maestro, ya está, me han trasladado a Sofía! ¿Cómo pudo saber exactamente cuándo enviarme al Ministerio? ¡Oh, Maestro, nos conocemos tan poco, nosotros que pretendemos ser vuestros discípulos! ¡Se lo agradezco de verdad!” ¿Cómo pudo venir hasta mí en el momento justo para decirme: “Ve ahora”?

Perdida en mis pensamientos, casi no me había dado cuenta de que ya estaba en Izgrev. Delante de la sala, el Maestro hablaba con algunos hermanos y hermanas que le rodeaban. Al acercarme al grupo, me miró, me sonrió amablemente y me dijo con voz tranquila: “¡Ahora trabaja y estudia!”

Le besé la mano. Nadie entendió de qué se trataba ni lo qué significaba. Corrí a casa para dar la buena noticia a mis padres. Yo me repetía: “¡Trabaja y estudia!”

Palabras grabadas en mi alma

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