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Primer encuentro con el Maestro: “La verdad os hará libres”

El tren se detuvo en la estación de Sofía.

Mi corazón latía muy fuerte. El momento en que iba a conocer al Maestro por primera vez se acercaba. Mi padre caminaba por delante con la maleta, y yo le seguía con una cesta llena de uvas.

Tomamos el tranvía y, media hora después, estábamos en casa de mi abuela. Con cierto nerviosismo, le dije a mi padre que debía llevar la cesta de uvas a alguien. Sin dar explicaciones, tomé la cesta y salí. Las calles de la capital eran desconocidas para mí, pero amigos de Varna, mi ciudad natal, me habían dado todas las indicaciones necesarias. Tomé el tranvía número 3 hasta la calle Opalchenska, giré a la izquierda, y encontré la casa número 66.

Llamé a una puerta de madera, luego entré en un largo y estrecho patio pavimentado con baldosas. Una hermana de la Fraternidad vino a mi encuentro. Le dije que deseaba ver al Maestro. Me mostró una escalera a la izquierda. Vacilante, subí las escaleras. La hermana caminaba delante de mí, llamó a una puerta lateral y me invitó a sentarme en una de las dos sillas de mimbre en el vestíbulo.

La puerta se abrió y salté de mi silla. El Maestro estaba allí frente a mí. Besé su mano.* Me invitó a sentarme y se sentó a su vez en una silla de mimbre. Vestido con un traje gris claro, llevaba una bufanda alrededor del cuello adornada con un magnífico broche de oro. La bondad y la dulzura emanaban de toda su persona.

– Maestro, le ruego que acepte esta uva que he recogido de nuestra viña de Varna. Acabo de llegar a Sofía con mi padre. Estoy en mi último año de secundaria y, desde hace dos años, participo en las reuniones de la Fraternidad en nuestra ciudad. Pero como mis padres me lo prohíben, siempre me veo obligada a mentirles, a decirles que voy a visitar a una amiga o a dar un paseo. Por favor, Maestro, consiga que me dejen participar libremente en las reuniones.

Seguí contándole mi vida en detalle y él me escuchaba atentamente. Finalmente, dejé de hablar.

– ¡La verdad os hará libres! dijo el Maestro.

– Pero, por favor, dígame lo que debo decirle a mi padre para que entienda que no voy a un lugar poco recomendable, un lugar peligroso.

– ¡La verdad os hará libres!, repitió el Maestro, sin decir nada más.

– Pero, Maestro, por favor, deme un medio, un método.

Insistí rogándole que me diera un consejo. Pero había pasado media hora, otros visitantes llegaban y yo tenía que irme. Me levanté y el Maestro también se levantó.

– ¡La verdad os hará libres!, repitió por tercera vez, sin añadir nada más.

Le besé la mano y salí. ¿Por qué no me daba un medio, un método para que mis padres pudieran entenderme y me dejaran en paz? ¡Un Maestro tiene tantos poderes!

Cuando me encontré en la calle, vi a mi padre enfurecido dando vueltas por la acera delante de la casa: había comprendido dónde había ido con tanta prisa.

– ¿Para esto te he traído a Sofía? Vamos a casa y no volverás a salir hasta que volvamos a Varna. Hemos venido a Sofía para que un especialista pueda examinar tus ojos, y tú... ¡ vas a ver a este Deunov! ¡No volverás a ver Sofía!

Y siguió gritándome hasta la casa de mi abuela.

No traté de justificarme; me callé. Sabía que había cometido un error: nunca debería haber salido tan rápido, porque fue así como desperté sus sospechas, y adivinó a dónde iba.

Mi padre trabajó en la ciudad durante dos días, y yo ayudaba a mi abuela en las tareas domésticas. El tercer día me llevó a un oftalmólogo y el cuarto día volvimos a Varna.

No tuve ocasión de volver a ver al Maestro. El tren se dirigía a mi ciudad natal mientras en mi cabeza mis pensamientos volaban hacia el 66 de la calle Opalchenska... El Maestro... ¡cuán amable había sido conmigo!... Pero ¿por qué me había dicho solamente: “La verdad os hará libres”, y nada más?

No me dijo cómo independizarme de mis padres... Quizás había hablado demasiado... No le di la oportunidad de decirme más... ¡Hubiera hecho cualquier cosa por alguno de sus consejos, pero no me dijo nada más!... ¡Extraño Maestro!... ¡Quizás no me merecía la libertad! Y toda esta experiencia que acababa de vivir volvía a mí una y otra vez: la puerta de madera blanca, el número 66, el patio, las escaleras, las sillas de mimbre, el Maestro sentado frente a mí, y estas palabras: “La verdad os hará libres...”

Pasaron meses desde entonces. En casa todos los domingos a las 10 horas, y todos los miércoles y viernes a las 19 horas, las mismas disputas entre mis padres y yo estallaban. Dejaban en paz a mi hermano Alexander, dos años mayor que yo; él iba regularmente a las reuniones de la Fraternidad. Pero lo peor era que, a esas horas, ya no se me permitía salir de la casa. Trataba de encontrar pretextos válidos pero sin éxito.

Las palabras del Maestro vivían en mí: “La verdad os hará libres...” A donde quiera que fuera, inconscientemente, me las repetía, pero no conseguía entender lo que había querido decirme y por qué solo me dijo esto.

Una noche, mientras regaba las flores en el jardín, estas palabras: “La verdad os hará libres”, resonaron aún más fuerte en mí, y decidí no mentir más para ver lo que resultaría de ello.

A partir de ese día tuve mucho cuidado de no falsear la verdad. El domingo siguiente, le pedí permiso a mi madre para ir a la reunión. Ella rechazó mi petición, y me quedé en casa leyendo una conferencia del Maestro. El miércoles recibía la misma negativa, y de nuevo me senté y leí una conferencia. Dejé de pedir permiso, pero cada semana, a la hora de las reuniones, siempre me sentaba en mi habitación y leía una conferencia.

Pude darme cuenta muy pronto de cuántas mentiras había dicho hasta entonces. A veces, aunque no fuera necesario, inconscientemente mentía. En tres semanas pude controlar mis pensamientos y mis palabras, y así me curé de la mentira. No fue fácil deshacerse de un hábito tan malo, pero comprendí que debía dejar de ocultar la verdad. Como rayos de sol, las palabras “La verdad te hará libre” penetraban cada vez más profundamente en mi alma y yo continuaba trabajando conscientemente sobre mí.

A veces, arrastrada por mi vieja costumbre, todavía decía cosas que no eran ciertas. Me culpaba a mí misma, me lo reprochaba e incluso me castigaba.

El tiempo pasó, y tal vez me llevó un año entero hacer un trabajo consciente sobre mí misma.

Recuerdo los rayos del sol que aquel día iluminaban mi habitación. Era un domingo por la mañana, eran casi las 10 de la mañana. Mi madre entró en mi habitación y me dijo en un tono particular: “Así que adelante, ¿a qué esperas? Creo que tienes una reunión esta mañana a las 10 horas...” Toda la habitación se iluminó. No entendía lo que estaba pasando. Cerré el libro de conferencias que estaba leyendo, y sin pronunciar palabra, me fui directamente a la sala de reuniones. Mientras caminaba, como en un sueño, me repetía las palabras que me habían liberado: “La verdad os hará libres...”

Finalmente comprendí que el Maestro me había dado exactamente lo que le pedía: el método. Una palabra más de su parte habría debilitado el poder de este método: “La verdad os hará libres...”

Más tarde leí en una de sus conferencias: “Ante todo, un discípulo debe decir siempre la verdad. No se permite mentir...” Fue mi primer paso como discípula.

* Gesto de respeto con el que los cristianos ortodoxos tienen la costumbre de saludar a los miembros del clero y que los discípulos del Maestro Peter Deunov adoptaron espontáneamente hacia él.

Palabras grabadas en mi alma

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