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¿El Maestro veía en el más allá?

Yo era entonces maestra en Varna. Los niños acababan de irse de vacaciones. Esa misma noche, mientras preparaba mi maleta para ir a Sofía, sonó el timbre de la puerta. Mi madre fue a abrir e hizo entrar a la señora P., la esposa del director de la escuela donde enseñaba. Iba vestida de negro y una profunda tristeza se apercibía en su rostro.

Era la primera vez que mi madre la volvía a ver desde la desgracia que se había abatido sobre su familia: la muerte de su hija. Mi madre le dio el pésame y le preguntó cómo había sucedido. Hecha un mar de lágrimas, comenzó a contarnos que ella y su marido ya no tenían deseo de vivir sin su hija Dora.

Sus dos primeros hijos también habían muerto. Habían tomado toda clase de cuidados con Dora y hecho todo lo que les fue posible por ella. Abandonaron su pueblo natal por ella. Para que pudiera estudiar, se mudaron a Varna y allí compraron una casa. Recién acabado el bachillerato, se fue a pasar un mes de vacaciones a su pueblo.

No podían decir dónde y cómo se había resfriado, pero dos meses después, Dora murió. Y terminó con estas palabras: “Su padre y yo nos volveremos locos de tanto dolor...” Mi madre hacía todo lo posible para consolarla, pero seguía suspirando y llorando. “Quiero que alguien me diga, aunque no sea verdad, que está ahí en alguna parte. Por eso he venido a veros. Milka cree en la vida después de la muerte. Mi marido me dijo que Milka irá mañana a Sofía donde vive su Maestro. Oh, por favor, dile que le pregunte al Maestro dónde está ahora nuestra Dora...”

Al oír esto, fui hacia ella, y con el único deseo de consolarla, le dije que en la primera ocasión haría la pregunta al Maestro. Al mismo tiempo pensaba: “¡Pobre mujer, está desesperada! ¿Qué le diría el Maestro?”

Durante los diez días que pasé en Sofía, hablé con el Maestro dos o tres veces sin atreverme a preguntarle sobre la hija del director de la escuela. Pensé que no era apropiado que dedicara su tiempo a esto. Me decía a mí misma que era un Maestro espiritual, un filósofo, un sabio; ¿cómo podría ver en el más allá lo que los difuntos hacen allí? No podía imaginármelo.

Regresé a Varna. Y el primer día de escuela, el director me pidió que fuera a su oficina. Su esposa también estaba allí, porque ambos estaban impacientes por saber lo que yo tenía que decirles de parte del Maestro. Realmente avergonzada y ruborizada, les dije que no había conseguido hacerle la pregunta al Maestro sobre Dora. Numerosas lágrimas inundaron sus rostros. Yo me sentí triste y tenía mala conciencia. “No importa, volverás para las vacaciones de Pascua, ¿verdad? Espero que en ese momento puedas decirle algo, dijo el señor P...”, tratando de consolar a su mujer.

La víspera de las vacaciones de Pascua, la señora P., con los ojos llenos de lágrimas y tendiéndome una caja de chocolate, me suplicó que le preguntara al Maestro dónde se encontraba ahora Dora y por qué ya no podían soñar con ella. Esta vez decidí que, pasara lo que pasara, plantearía la cuestión al Maestro.

El último día de mi estancia en Sofía fui a despedirme del Maestro. Y entonces, al final, en el momento en que iba a marcharme, le hablé de la profunda tristeza de aquellos padres que acababan de perder a su hija y que me habían rogado que le preguntara dónde estaba ahora, así como la razón por la que ni siquiera podían soñar con ella.

Mientras hablaba, el Maestro me escuchaba y sentía su mirada penetrante: “Ella está en un lugar muy hermoso, y se siente mucho mejor allá lejos...”

Su respuesta fue muy vaga y pensé que cualquiera podría haber dicho lo mismo. “Sus padres ya no pueden verla en sueños, porque sus lágrimas le impiden acercarse a ellos”, continuó el Maestro.

Pensé que incluso eso, cualquiera podría haberlo dicho.

Entonces el Maestro extendió su dedo hacia mí, se puso muy serio y me dijo: “¡Escucha bien ahora! Su hija vino a su familia para tratar de fundir el hielo de sus corazones. Ambos son grandes egoístas...” Y continuó dándome detalles asombrosos sobre la vida de esta familia: “Puesto que no han tenido en cuenta las lecciones que el Cielo ya les ha dado, ha empleado otros medios llevándose a su hija Dora. Ahora, gracias a sus sufrimientos, aprenderán. ¿Comprendes? Pero esto solo te lo digo a ti. A los padres, les dirás que ahora su hija está mejor donde está y que siempre está con ellos. Si desean seguir viéndola en sueños, deben enviarle buenos pensamientos y dejar de lamentarse por su pérdida. Que ahora repartan sus vestidos a los pobres. ¿Es suficiente?”, concluyó el Maestro.

Mientras le escuchaba contarme sobre esta familia detalles que solo podía conocer por clarividencia, me di cuenta de que había leído mis pensamientos. Estaba tan disgustada que, avergonzada, me mordí los labios. Apenas murmuré: “Sí, Maestro, es suficiente...” Así aprendí que el Maestro veía en el más allá.

Esta vez, de vuelta a Varna, tenía una respuesta para los padres agobiados.

Palabras grabadas en mi alma

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