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1 VIERNES, 26 DE AGOSTO

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—Es igual que un jodido cuco.

—¿Quién?

Bruno Stahlecker levantó la vista del periódico.

—Hitler, ¿quién va a ser?

Se me encogió el estómago al sentir que se me venía encima otra de las profundas analogías de mi socio sobre los nazis.

—Sí, claro —dije con firmeza, deseando que esa muestra incondicional de comprensión le haría desistir de una explicación más detallada. Pero no hubo suerte.

—Acaba de arrancar al polluelo austríaco del nido europeo y ya parece que el checoslovaco corre peligro —dijo, y golpeó el periódico con el dorso de la mano—. ¿Has visto esto, Bernie? Movimientos de tropas alemanas en la frontera de los Sudetes.

—Sí, ya me imaginaba que hablabas de eso.

Cogí el correo de la mañana y, sentándome, empecé a mirarlo. Había varios cheques y eso ayudó a calmar mi irritación con Bruno. Parecía difícil de creer, pero estaba claro que ya había bebido. Aunque por lo habitual es casi monosilábico (lo cual prefiero, porque yo también soy un tanto taciturno), el alcohol siempre hacía que Bruno se volviera más locuaz que un camarero italiano.

—Lo raro es que los padres no se dan cuenta. El cuco sigue echando a los otros polluelos y los padres adoptivos siguen alimentándolo.

—Quizá confían en que cerrará el pico y se largará —dije con intención, pero Bruno era demasiado insensible para enterarse. Eché una ojeada al contenido de una de las cartas y luego volví a leerla, más despacio.

—Lo que pasa es que no quieren enterarse. ¿Qué hay en el correo?

—¿Qué? Ah, algunos cheques.

—Bendito sea el día que nos trae cheques. ¿Algo más?

—Una carta. Anónima. Alguien quiere que me reúna con él en el Reichstag a medianoche.

—¿Dice por qué?

—Asegura que tiene información sobre un antiguo caso mío. Una persona que desapareció y sigue desaparecida.

—Claro, las recuerdo a todas igual que me acuerdo de los perros con rabo. Son algo muy poco corriente. ¿Vas a ir?

—Últimamente no duermo muy bien —dije, encogiéndome de hombros—, así que, ¿por qué no?

—¿Quieres decir aparte de que el Reichstag sea una ruina calcinada y no sea seguro meterse allí? Bueno, para empezar, podría ser una trampa. Alguien podría querer matarte.

—Entonces, a lo mejor la enviaste tú.

Se rio, incómodo.

—Tal vez debería ir contigo. Podría ocultarme, pero estar a tiro.

—¿A tiro de bala? —Negué con la cabeza—. Si quieres matar a alguien no le pides que vaya a un sitio donde lo natural es que esté alerta.

Abrí un cajón del escritorio. A primera vista no hay mucha diferencia entre una Mauser y una Walther, pero cogí la Mauser. El ángulo de la culata y la forma general de la pistola hacen que tenga más solidez que la Walther, es algo más pequeña, pero tiene la misma fuerza de impacto. Es una pistola que, igual que un cheque por una cifra sustanciosa, me daba una sensación de tranquila confianza en cuanto me la metía en el bolsillo. Blandí la Mauser en dirección a Bruno.

—Y sea quien sea el que me haya enviado la invitación a esta fiesta, sabrá que llevaré una pipa.

—¿Y si hay más de uno?

—Coño, Bruno, tampoco hay que llamar al mal tiempo. Sé que hay riesgos, pero nuestro negocio es así. Los periodistas reciben boletines, los soldados reciben partes y los detectives reciben anónimos. Si hubiera querido recibir cartas lacradas, me habría hecho abogado.

Bruno asintió, jugueteó con el parche de su ojo y luego trasladó sus nervios a la pipa; ese utensilio símbolo del fracaso de nuestra asociación. Detesto la parafernalia de fumar en pipa: la petaca, el atacador, escariador y el mechero especial. Los fumadores de pipa son grandes maestros en manosear y toquetear, y una maldición tan enorme para nuestro mundo como un desembarco de misioneros cargados de sostenes en Tahití. No era culpa de Bruno, porque, a pesar de beber tanto y de sus irritantes costumbres, seguía siendo el buen detective que yo había rescatado de su olvidado destino en una remota comisaría de la Kripo en Spreewald. No, la culpa era mía: había descubierto que mi temperamento era tan incompatible para asociarme con alguien como para ser presidente del Deutsche Bank.

Pero, al mirarlo, empecé a sentirme culpable.

—¿Te acuerdas de lo que decíamos en la guerra? Si lleva tu nombre y dirección escritos, puedes estar seguro de que te encontrará.

—Lo recuerdo —dijo, encendiendo la pipa y volviendo a su Völkischer Beobachter.

Lo miré leer, extrañado.

—Antes sacarás una información de verdad de un pregonero que de ese periodicucho.

—Cierto. Pero me gusta leer el periódico por la mañana, aunque sea un montón de mierda. Es una costumbre que tengo.

Nos quedamos callados durante un rato.

—Mira, aquí hay otro de esos anuncios: «Rolf Vogelmann, Investigador Privado. Especializado en personas desaparecidas».

—Nunca he oído hablar de él.

—Sí que has oído. Ya salía uno igual en los anuncios por palabras del viernes pasado. Te lo leí, ¿no te acuerdas? —Se sacó la pipa de la boca y me apuntó con la boquilla—. ¿Sabes?, a lo mejor tendríamos que anunciarnos, Bernie.

—¿Por qué? Tenemos todo el trabajo que podemos hacer y más. Las cosas nunca nos habían ido mejor. Así que, ¿quién necesita gastos extra? Además, es la reputación lo que cuenta en este negocio, no los centímetros de una columna en el periódico del partido. Es evidente que ese Rolf Vogelmann no sabe qué coño está haciendo. Piensa en todo el trabajo que nos viene de los judíos. Ninguno de nuestros clientes lee esa mierda.

—Bueno, si no crees que lo necesitemos, Bernie...

—Lo necesitamos tanto como un tercer pezón.

—Antes había quien pensaba que eso era señal de buena suerte.

—Y otros muchos creían que era razón suficiente para quemarte en la hoguera.

—La señal del diablo, ¿eh? —dijo con una risita—. Oye, puede que Hitler lo tenga.

—Tan seguro como que Goebbels tiene una pezuña hendida. Coño, todos vienen del mismo infierno. Todos y cada uno de esos cabrones.

Oí cómo resonaban mis pasos en la desierta Königsplatz mientras me acercaba al edificio del Reichstag. Solo Bismarck, frente a la entrada oeste, de pie en su pedestal, con la mano en la espada y la cabeza vuelta hacia mí, parecía dispuesto a oponerse a mi presencia allí. Pero, por lo que yo recordaba, nunca había sido un entusiasta defensor del Parlamento alemán —ni había pisado aquel lugar—, así que dudaba que se hubiera sentido muy inclinado a defender una institución a la que su estatua, quizá simbólicamente, volvía la espalda. Y no es que quedara mucho en el recargado edificio de estilo renacentista por lo que ahora valiera la pena luchar. Con su fachada ennegrecida por el humo, el Reichstag parecía un volcán que hubiera presenciado su última y más espectacular erupción. Pero el fuego fue algo más que la mera ofrenda calcinada de la República de 1918; también fue la más clara muestra de piromancia que se le podía dar a Alemania para anunciar lo que Adolf Hitler y su tercer pezón nos reservaban.

Me encaminé al lado norte, hasta lo que había sido el Portal V, la entrada pública por la que yo había pasado una vez, con mi madre, hacía más de treinta años.

Dejé la linterna en un bolsillo de mi chaqueta. Lo único que le falta a un hombre que anda por la noche con una linterna en la mano para ser un blanco perfecto es pintarse unos círculos de color en el pecho. Y, además, entraba más que suficiente luz de la luna a través de lo que quedaba del tejado para que yo viera por dónde iba. Sin embargo, mientras cruzaba el vestíbulo norte y entraba a lo que había sido una sala de espera, amartillé la pistola ruidosamente para que quienquiera que me estuviera esperando supiera que iba armado. Y en aquel fantasmagórico silencio resonó más fuerte que un escuadrón de la caballería prusiana.

—No vas a necesitar eso —dijo una voz desde las tribunas, que estaban por encima de mí.

—De todas formas, la conservaré por el momento. Puede que haya ratas por aquí.

El hombre soltó una risa burlona.

—Las ratas se fueron hace mucho tiempo. —La luz de una linterna me dio en la cara—. Vamos, Gunther, sube.

—Me parece que conozco tu voz —dije, empezando a subir las escaleras.

—A mí me pasa lo mismo. A veces reconozco mi voz, solo que no me parece conocer al hombre que la usa. Eso no es nada raro, ¿verdad? Al menos en estos tiempos.

Saqué la linterna del bolsillo y la dirigí al hombre que ahora retrocedía y entraba en la sala que yo tenía enfrente.

—Es interesante saberlo. Me gustaría oírte decir una cosa así en la Prinz Albrecht Strasse.

—Así que finalmente me has reconocido —dijo riendo de nuevo.

Lo alcancé al lado de una enorme estatua de mármol del emperador Guillermo I, que se erigía en el centro de un gran vestíbulo de forma octogonal, donde mi linterna puso de relieve sus rasgos. Tenían un algo cosmopolita, aunque hablaba con acento berlinés. Algunos dirían que parecía más que un poco judío, considerando el tamaño de su nariz. Esa nariz que dominaba el centro de su cara como la varilla de un reloj de sol y tiraba del labio superior, forzando una sonrisa desdeñosa. Llevaba el pelo rubio, que ya encanecía, muy corto, lo cual tenía por efecto acentuar la altura de su frente. Era una cara astuta y artera, y le iba perfectamente.

—¿Sorprendido? —dijo.

—¿De que el jefe de la policía criminal de Berlín me haya enviado una nota anónima? No, es algo que me pasa constantemente.

—¿Habrías venido si la hubiera firmado?

—Probablemente no.

—¿Y si hubiera sugerido que vinieras a la Prinz Albrecht Strasse en lugar de aquí? Admite que sentías curiosidad.

—¿Desde cuándo la Kripo tiene que confiar en las sugerencias para llevar a la gente a comisaría?

—En eso tienes razón. —Sonriendo más abiertamente, Arthur Nebe sacó una petaca de un bolsillo de su chaqueta—. ¿Un trago?

—Gracias. No me vendrá mal.

Eché un buen trago al claro alcohol de cereal que me ofrecía amablemente el Reichskriminaldirektor y saqué mis cigarrillos. Después de encender los de ambos sostuve la cerilla en alto durante un par de segundos.

—No es un sitio fácil de incendiar —dije—. Un hombre solo, actuando sin ayuda alguna..., debió de ser un cabrón muy ágil. Incluso así, calculo que Van der Lubbe necesitaría toda la noche para conseguir que su bonito fuego de campamento ardiera.

Di una calada al cigarrillo y añadí:

—Por ahí se dice que Hermann el Gordo le echó una mano; una mano con un tizón encendido, quiero decir.

—¿Cómo te atreves a decir una cosa así de nuestro amado primer ministro? —Pero Nebe se reía al decirlo—. El bueno de Hermann, mira que cargarle la culpa. Claro que estuvo de acuerdo con el incendio, pero no fue idea suya.

—¿Y de quién fue, entonces?

—De Joseph el Tullido. Con aquel pobre capullo de holandés le cayó el premio gordo. Van der Lubbe tuvo la mala suerte de decidirse a incendiar este sitio justo la misma noche que Goebbels y sus muchachos. Joseph pensó que le había tocado la lotería, y más cuando resultó que Lubbe era comunista. Lo único que olvidó fue que si arrestas a alguien, habrá un juicio, y eso supone que tendrás que pasar por esa irritante formalidad de presentar pruebas. Y desde el principio estuvo claro para cualquiera con la cabeza en su sitio que Lubbe no podía haber actuado solo.

—¿Y por qué no dijo nada durante el juicio?

—Lo llenaron de no sé qué mierda para que se estuviera callado, amenazaron a su familia... ya sabes a qué me refiero. —Nebe esquivó un enorme candelabro de bronce, retorcido y caído en el sucio suelo de mármol—. Ven. Quiero que veas algo.

Hizo que lo siguiera hasta el gran salón de la Dieta, donde Alemania había visto su última apariencia de democracia. Elevándose muy por encima de nosotros estaba el esqueleto de lo que había sido la cúpula de cristal del Reichstag. Pero todo el cristal había saltado por los aires y, a la luz de la luna, el armazón de cobre parecía la tela de una araña gigantesca. Nebe enfocó con su linterna las vigas requemadas y partidas que rodeaban el salón.

—Resultaron muy dañadas por el fuego, pero ¿ves aquellas medias figuras que sostienen las vigas... las que soportan letras del alfabeto?

—Apenas.

—Sí, bueno, algunas son irreconocibles. Pero si te esfuerzas todavía podrás ver que forman un lema.

—La verdad es que no puedo, no a la una de la madrugada.

Nebe no me hizo caso.

—Dice: «El país antes que el partido».

Repitió el lema casi con reverencia y luego me dirigió una mirada que supuse llena de significado.

Suspiré y sacudí la cabeza.

—Vaya, esta sí que es gorda. ¿Tú? ¿Arthur Nebe? ¿El Reichskriminaldirektor? ¿Un nazi hasta la médula? Que me parta un rayo.

—Camisa parda por fuera, sí —dijo—. No sé de qué color soy por dentro, no es rojo, no soy comunista. Pero tampoco es pardo. Ya no soy nazi.

—Coño, eres el mismo diablo cambiando de chaqueta.

—Lo soy ahora. Tengo que serlo para seguir vivo. Claro que no siempre fue así. La policía es mi vida, Gunther. La quiero. Cuando vi como la corroía el liberalismo durante los años de Weimar pensé que el nacionalsocialismo restablecería el respeto a la ley y el orden en este país. Pero ha sucedido lo contrario, ahora es peor que nunca. Fui yo quien ayudó a quitarle a Diels el control de la Gestapo, solo para encontrarme con que lo sustituían Himmler y Heydrich, y...

—... y entonces todo empezó a hacer aguas. Ya me hago una idea.

—Está llegando el momento en que todos tendrán que hacer lo mismo. No cabe el agnosticismo en la Alemania que Himmler y Heydrich nos tienen preparada. O das la cara por tus principios o sufres las consecuencias. Pero todavía se pueden cambiar las cosas desde dentro. Y cuando llegue el momento necesitaremos hombres como tú. Hombres dentro del cuerpo en quienes se pueda confiar. Por eso te he pedido que vinieras, para tratar de convencerte para que vuelvas.

—¿Yo? ¿Volver a la Kripo? Bromeas. Mira, Arthur, tengo un buen trabajo, me gano muy bien la vida. ¿Por qué voy a tirar todo eso por la borda por el placer de volver a la policía?

—Puede que no tengas otra alternativa. Heydrich cree que podrías serle útil si volvieras a la Kripo.

—Ya veo. ¿Por alguna razón en particular?

—Hay un caso del que quiere que te encargues. Seguro que no tengo que contarte que Heydrich se toma su fascismo como algo muy personal. Y, por lo general, consigue lo que quiere.

—¿Y ese caso de qué va?

—No sé qué intenciones tiene. Heydrich no me confía lo que piensa. Solo quería prevenirte, para que estuvieras sobre aviso y no hicieras ninguna estupidez, como decirle que se vaya al infierno, que podría ser tu primera reacción. Los dos sentimos mucho respeto por tus cualidades como detective. Pero, además, da la casualidad de que yo quiero tener a alguien en la Kripo en quien pueda confiar.

—Vaya, hay que ver lo que pasa cuando eres popular.

—Lo pensarás, ¿verdad?

—No veo cómo podría evitarlo. Será un cambio respecto a los crucigramas, supongo. De cualquier modo, gracias por el aviso, Arthur, te lo agradezco. —Me pasé la mano por la boca reseca, nervioso—. ¿Te queda algo de ese refresco? No me iría mal un trago. Que te den tan buenas noticias es algo que no pasa cada día.

Nebe me alargó la petaca y me lancé sobre ella como un bebé sobre el pecho de su madre. Era menos atractiva, pero casi igual de reconfortante.

—En tu carta de amor mencionabas que tenías cierta información sobre un antiguo caso. ¿O era solo el equivalente al perrito de un pederasta?

—Hace un tiempo buscabas a una mujer. Una periodista.

—De eso hace ya bastante. Casi dos años. No la encontré. Fue uno de mis muy frecuentes fracasos. Quizá tendrías que informar a Heydrich de eso. Puede que lo convenciera para soltarme de sus garras.

—¿Quieres la información o no?

—Vale, no hagas que me ajuste el nudo de la corbata para oírlo, Arthur.

—No es mucho, pero ahí va. Hace un par de meses, el propietario de la casa donde vivía tu cliente decidió volver a pintar los pisos, incluyendo el de ella.

—¡Qué generoso por su parte!

—En el baño, detrás de una especie de panel falso, encontró todo el equipo de un toxicómano. No había droga, pero sí todo lo que se necesita para satisfacer el hábito: agujas, jeringuillas, toda la parafernalia. Mira, el inquilino que ocupó el piso después de que tu periodista desapareciera era un sacerdote, así que no parece probable que las agujas fueran suyas, ¿verdad? Y si la dama se drogaba, eso podría explicar muchas cosas, ¿no te parece? Quiero decir que nunca se sabe qué puede hacer un drogadicto.

Meneé la cabeza.

—Ella no era de ese tipo. Me habría dado cuenta, ¿no crees?

—No necesariamente. No si estaba tratando de dejarlo. No si tenía mucho carácter. Bueno, mira, me informaron y pensé que te gustaría saberlo. Así que ahora puedes cerrar ese caso. Si tenía esa clase de secreto, a saber qué otras cosas pudo haberte ocultado.

—No, no había nada más. Le eché una buena mirada a sus pezones.

Nebe sonrió, nervioso, no muy seguro de si le estaba contando un chiste verde o no.

—¿Y estaban bien esos pezones?

—Solo tenía dos, Arthur, pero eran preciosos.

Pálido criminal

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