Читать книгу Una llama misteriosa - Philip Kerr - Страница 10
Оглавление6 BERLÍN. 1932
En un manual de medicina forense que entregaba Ernst Gennat a todos los sabuesos que ingresaban en el Departamento Cuatro, había una fotografía que siempre suscitaba cierto alborozo al verla por primera vez. En ella aparecía una chica desnuda, tendida en una cama, con las manos atadas en la nuca; alrededor del cuello tenía una ligadura ceñida y le faltaba la mitad de la cabeza, que le habían volado con una escopeta. Ah, sí, y también tenía un consolador en el culo. Por supuesto, la escena no tenía ninguna gracia. Lo gracioso era el pie de fotografía que había debajo de la imagen. Decía: «Circunstancias que levantan sospechas». Nos partíamos de risa con eso. Cada vez que los miembros del D4 nos encontrábamos con un caso atroz y evidente de homicidio, repetíamos las palabras del pie de foto. Ayudaba a esclarecer las cosas.
El cadáver apareció en el parque de Friedrichschain, cerca del hospital, en la zona este de Berlín. Era un lugar popular entre los niños por su fuente de cuento. El agua caía en una serie de escalones poco profundos, rodeados por diez grupos de personajes de cuentos tradicionales, que todos los niños conocían desde la más tierna infancia. Cuando se recibió la llamada en la jefatura de policía de Alexanderplatz, esperábamos que la niña se hubiera muerto ahogada de forma accidental. Pero con un vistazo al cadáver supe que no era así. Parecía la víctima del lobo de un cuento infantil. Un lobo feroz que hubiera intentado comerse a todos aquellos héroes y heroínas de piedra caliza.
—Qué infierno, señor —dijo mi sargento, el KBS Heinrich Grund, mientras iluminábamos el cadáver con las linternas—. Circunstancias que levantan sospechas, ¿no?
—Me da en la nariz que sí.
—Sí, ligeramente. Joder, ya verás cuando los chicos de Alex se enteren de esto.
En Alex no había una plantilla permanente de detectives para las investigaciones de homicidios. El D4 estaba concebido como un mero órgano supervisor con tres equipos rotantes de policías procedentes de otros cuerpos de Berlín, pero en la práctica no funcionaba así. En 1932 había tres equipos en servicio activo, sin ningún agente en la reserva. Aquella noche ya me había desplazado a Wedding para examinar el cadáver de un chico de quince años que apareció apuñalado en una marquesina de autobús. Los otros dos equipos continuaban trabajando en otros casos: el KOK Muller investigaba la muerte de un hombre que apareció ahorcado en una farola de Lichtenrade; y el KOK Lipik se encontraba en Neukolln, investigando la muerte de una mujer por arma de fuego. Aunque parezca lo contrario, aquello no era una oleada de crímenes. La mayoría de los asesinatos que ocurrieron en Berlín aquella primavera y al principio del verano eran políticos. Al margen de la violencia de represalias desencadenada por las tropas de asalto nazis y los grupos comunistas, el índice de criminalidad disminuyó durante los últimos meses de la República de Weimar.
El parque de Friedrichschain era un kilómetro arbolado al noroeste de Alex. Después de recibir la llamada, llegamos allí en menos de veinte minutos. El secretario de distrito Grund, un secretario criminal ordinario, un ayudante de secretario general, media docena de agentes uniformados de la Policía de Protección, la Schutzpolizei y yo.
—¿Crees que es un asesinato lascivo? —preguntó Grund.
—Es posible. Aunque no veo mucha sangre por aquí. Si hubo algún acto lascivo, debió de ocurrir en otra parte. —Eché un vistazo a los alrededores. El cruce de carreteras de Konigs-Thor estaba a pocos metros de allí hacia el oeste—. Quienquiera que fuese pudo parar el coche en Friedenstrasse, o en Am Friedrichschain, y quizá la sacó del maletero y la arrastró hasta aquí hoy mismo al anochecer.
—Con el parque a un lado de la carretera y un par de cementerios al otro, parece un lugar adecuado —dijo Grund—. Con tantos árboles y arbustos pudo pasar desapercibido. Es un sitio tranquilo y agradable.
De pronto sonaron dos disparos en algún lugar al oeste de donde nos encontrábamos, en Scheunvierte.
—Aunque no tanto, como puedes comprobar —repliqué. Al oír un tercer disparo, y luego un cuarto, añadí—: Parece que tus amiguitos tienen trabajo esta noche.
—Eso no tiene nada que ver conmigo —dijo Grund—. Más probable es que sean los Guardianes de la Verdad, creo yo. Estamos en su territorio.
Los Guardianes de la Verdad eran una de las bandas criminales más poderosas de Berlín.
—Pero si fuera un rojo el que acaban de matar, entonces, presuntamente, saldría ganando tu peña.
Heinrich Grund era, o había sido, uno de mis mejores amigos en el cuerpo. Estuvimos juntos en el ejército. Tenía una foto suya en la pared de mi puesto en la sala de detectives. En la foto, nada menos que Paul Von Hindenburg, el presidente de la República, entregaba a Heinrich la placa de vencedor en los Campeonatos de Boxeo de la Policía prusiana. No obstante, la semana anterior yo había descubierto que mi viejo amigo había ingresado en la Asociación Nacionalsocialista de Funcionarios. Por su afición al boxeo y su fama de tener dos dedos de frente, era evidente que hacerse nazi le venía al pelo. De todos modos, lo sentí como una traición.
—¿Qué te hace pensar que ha sido un nazi el que ha disparado a un rojo y no un rojo a un nazi?
—Sé distinguir.
—¿Cómo?
—Los días de luna llena, como hoy, suelen ser el momento en que los hombres lobo y los nazis salen de sus guaridas para cometer asesinatos.
—Muy gracioso. —Grund sonrió pacientemente y encendió un pitillo. Apagó la cerilla de un soplido y, para no contaminar el lugar del crimen, la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Aunque fuera nazi, seguía siendo buen detective—. ¿Y tu peña, qué? Es otra historia totalmente distinta, ¿verdad?
—¿Mi peña? ¿Qué peña es ésa?
—Vamos, Bernie. Todo el mundo sabe que el Oficial apoya a los rojos.
El Oficial era el sindicato de agentes de policía al que yo pertenecía, que no era el sindicato más importante. La palma se la llevaba otro, llamado el General. Pero los principales nombres de la cúpula del General —policías como Dillenburger y Borck— eran claramente derechistas y antisemitas. Por eso me marché del General y me pasé al Oficial.
—El Oficial no es comunista —dije—. Apoyamos a los socialdemócratas y a la República.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿a qué viene el Frente de Hierro contra el fascismo? ¿Por qué no montáis también un Frente de Hierro contra el bolchevismo?
—Porque, como sabes muy bien, Heinrich, la mayor parte de la violencia callejera la cometen o provocan los nazis.
—¿De dónde sacas eso?
—La mujer que apareció en Neukolln, la que está investigando Lipik. Ya antes de salir de Alex, supuso que había sido asesinada por un soldado de las tropas de asalto que perseguía a un comunista.
—Bueno, fue un accidente. Pero eso no prueba que los nazis organicen la mayor parte de la violencia.
—¿No? Pues, si quieres, pásate por mi barrio y echa un vistazo a la ventana de mi apartamento en Dragonerstrasse. Las oficinas centrales del Partido Comunista están al doblar la esquina con Bulowplatz, y allí es donde los nazis decidieron ejercer su derecho democrático de montar un desfile. ¿Te parece sensato? ¿Te parece respetuoso con la ley?
—Eso demuestra lo que te decía, ¿no? Vives en una zona roja.
—Lo único que demuestra es que los nazis siempre andan buscando pelea.
Me agaché e iluminé con la linterna el cadáver de la chica. De cintura para arriba parecía más o menos normal. Tenía unos trece o catorce años, era rubia con ojos azules y una galaxia de pecas en la nariz de elfo. Era una cara poco femenina. Podría pasar por chico. La identidad sexual sólo se confirmaba por los pechos adolescentes, pues el resto de los órganos sexuales habían sido extirpados junto con el intestino inferior, el útero y cualquier otro órgano que tuviera la chica cuando nació. Pero no fue la evisceración lo que me llamó la atención. A decir verdad, Heinrich y yo ya estábamos curados de espanto desde los tiempos de las trincheras. Pero esta chica tenía además un aparato ortopédico en la pierna izquierda. Hasta ese momento no me había fijado.
—No hay bastón —dije, señalando el aparato con mi lápiz—. Lo lógico sería que llevase bastón.
—A lo mejor no lo necesitaba. No todos los cojos usan bastón.
—Tienes razón. Goebbels se las arregla muy bien sin él, ¿verdad? Para ser cojo. Aunque en casi todo lo que dice hay mano dura y bastonazos a tutiplén... —Encendí un pitillo y exhalé un gran suspiro humeante—. ¿Por qué hará la gente estas cosas?
—¿Matar niños, quieres decir?
—Quiero decir que por qué los matarán así. Es monstruoso, ¿no crees? Depravado.
—Creía que eso era evidente —dijo Grund.
—¿Ah, sí?
—Fuiste tú quien dijo que debía de ser un tipo depravado. Yo no podía estar más de acuerdo, pero ¿acaso te sorprende? ¿Te sorprende que haya depravados haciendo estas cosas, en vista de la obscenidad y depravación que tolera este gobierno de pacotilla? Echa un vistazo a tu alrededor, Bernie. Berlín es como una gran roca viscosa. Si la levantas, verás todo lo que repta por debajo. Chulos, chaperos, maricas pederastas, putas embarazadas, travestis... Mujeres que son hombres y hombres que son mujeres. Algo enfermizo, venal, corrupto, depravado. Y todo con el consentimiento de tu querida República de Weimar.
—Supongo que todo será muy distinto si Adolf Hitler llega al poder —dije entre risas. Los nazis habían obtenido un buen resultado en las últimas elecciones, pero nadie con dos dedos de frente podía imaginar que llegasen a dirigir el país. A nadie se le pasaba por la cabeza que el presidente Hindenburg tuviera que pedir al hombre que más detestaba en el mundo, un pérfido suboficial austríaco, que fuese el siguiente canciller de Alemania.
—¿Por qué no? Alguien tiene que restaurar el orden en este país.
Mientras hablaba, oímos otro disparo que perforó el tibio aire nocturno.
—Claro, y para restaurar el orden, ¿quién mejor que el hombre que está armando todo este cisco? Ya le veo la lógica.
Uno de los agentes uniformados se acercó. Nos levantamos. Era el sargento Gollner, más conocido como Tanker por su tamaño y forma.
—Mientras discutíais —dijo—, he acordonado esta zona del parque para que no pasen los curiosos. Lo último que quiero es que se filtre a la prensa cómo la mataron. No hay que dar ideas estúpidas a los estúpidos. Como, por ejemplo, confesar cosas que no han cometido. Lo examinaremos más despacio por la mañana, ¿eh? Cuando sea de día.
—Gracias, Tanker —dije—. Debería haber...
—Olvídalo. —Inhaló profundamente el aire nocturno humedecido por el agua que la brisa traía de la fuente—. Se está bien aquí, ¿verdad? Siempre me ha gustado este sitio. Antes venía mucho por aquí. Porque mi hermano está enterrado allí. —Señaló hacia el sur, en la dirección del Hospital Estatal—. Con los revolucionarios de 1848.
—No sabía que eras tan viejo —dije.
—No —replicó Tanker con una sonrisa—. Lo mataron los Freikorps en diciembre de 1918. Era rojillo. Y bastante alborotador, pero no se merecía eso, después de lo que soportó en las trincheras. Aunque fueran rojos, ninguno de ellos merecía que los fusilasen por lo que ocurrió.
—No me lo digas a mí —dije, señalando a Heinrich Grund—. Díselo a él.
—Él ya sabe lo que pienso —dijo Tanker. Observó el cuerpo de la chica y añadió—: ¿Y qué le pasó en la pierna?
—Eso poco importa ya —observó Grund.
—Seguramente tuvo polio —me aventuré a decir—. O a lo mejor era espástica.
—No deberían haberla dejado sola —dijo Grund.
—Era discapacitada. —Me agaché para inspeccionar los bolsillos del abrigo de la chica. Saqué un fajo de billetes sujetos con una goma. Era tan grueso como el mango de una raqueta de tenis. Se lo lancé a Grund—. Muchos discapacitados se las arreglan perfectamente solos. Hasta los críos.
—Aquí debe de haber varios cientos de marcos —masculló—. ¿De dónde habrá sacado una cría así tanto dinero?
—No sé.
—Tenía que arreglárselas —dijo Tanker—. Como todos los mutilados y heridos que había después de la guerra. Durante un tiempo hice ronda junto al hospital Charité. Entablé amistad con algunos de los muchachos que estaban allí ingresados. Muchos se las arreglaban sin brazos o sin piernas.
—Una cosa es sufrir una discapacidad por algo que ocurrió luchando por la patria —dijo Grund, manoseando el fajo de billetes—, y otra muy distinta nacer con ella.
—¿Qué quieres decir exactamente? —pregunté.
—Quiero decir que ya es bastante difícil ser padre, como para encima tener que cuidar de un hijo discapacitado.
—A lo mejor no les importaba cuidarla. Si la querían, no creo que les importase mucho.
—Si quieres mi opinión, si la chica era espástica, más vale que se la hayan quitado de en medio —dijo Grund—. Alemania en general está mejor con menos tullidos. Cuestión de pureza racial. Hay que proteger la estirpe.
—Me viene a la cabeza el nombre de un tullido del que más valdría que nos librásemos —repliqué.
Tanker soltó una carcajada y se alejó.
—De todos modos, no es más que un aparato ortopédico —dije—. Los usan muchos niños
—Es posible —dijo Grund. Me lanzó de nuevo el dinero—. Pero no todos llevan encima varios cientos de marcos.
—Es verdad. Más vale que echemos un vistazo antes de que pisoteen la zona. Vamos a ver lo que encontramos a gatas con las linternas.
Me puse a cuatro patas y, lentamente, me alejé del cadáver en la dirección de Konigs-Thor. Heinrich Grund hizo lo mismo a un metro o dos de distancia a mi izquierda. En la noche tibia, la hierba estaba seca y emanaba un olor dulce bajo mis manos. Era algo que ya habíamos hecho en otras ocasiones. Algo que le encantaba a Ernst Gennat. Algo que estaba en el manual que nos había dado, donde se explicaba que las cosas pequeñas eran las que resolvían los crímenes: casquillos de bala, manchas de sangre, botones del cuello, colillas, cajas de cerillas, pendientes, matas de pelo, insignias. Las cosas grandes y fáciles de ver solían apartarse del lugar del crimen. En cambio, no ocurría lo mismo con las cosas pequeñas, las que podían mandar a un hombre a la guillotina. Nadie las llamaba pistas. Gennat detestaba esa palabra.
«Las pistas son para los despistados —decía Ernst el Rollizo—. No es eso lo que yo quiero de mis detectives. Denme pequeñas manchas de color en un lienzo. Como el francés que pintaba con puntitos. Georges Seurat. Cada punto no significa nada por sí solo. Pero si uno retrocede unos pasos y mira todos los puntos juntos, ve una imagen completa. Eso es lo que quiero que hagan. Que aprendan a pintarme el cuadro como Georges Seurat.»
Así que allí estábamos Heinrich Grund y yo, reptando como perros por la hierba del parque de Friedrichschain. La policía de Berlín intentando pintar el cuadro.
Si hubiera parpadeado en aquel instante, no la habría visto. Aquella mancha de color era tan pequeña como las de los lienzos impresionistas, y no menos vistosa. A primera vista la confundí con una flor de aciano, porque era azul claro, como los ojos de la chica muerta. Era una pastilla que se había caído sobre unas briznas de hierba. La recogí para verla de cerca y comprobé que estaba tan inmaculada como un diamante, lo que significaba que no podía llevar mucho tiempo allí. Había llovido un rato, justo después de comer, así que tenía que haber caído ahí en un momento posterior. A un hombre que hubiese regresado corriendo a la carretera, desde las fuentes donde hubiera arrojado un cadáver, bien podría habérsele caído la pastilla al intentar extraerla de la caja a tientas, en su estado de nerviosismo. Sólo tenía que averiguar qué clase de píldora era.
—¿Qué tienes ahí, jefe?
—Una pastilla —dije, depositándosela en la palma de la mano.
—¿Qué clase de pastilla?
—No soy farmacéutico.
—¿Quieres que lo averigüe en el hospital?
—No. Le pediré a Hans Illmann que lo haga.
Illmann era profesor de medicina forense en el Instituto de Ciencias Policiales de Charlottenburg y patólogo jefe en Alex. También era miembro destacado del Partido Socialdemócrata, el SPD. Por eso y por otros presuntos defectos de carácter, Goebbels lo había denunciado frecuentemente en las páginas del Der Angriff, el diario nazi berlinés. Illmann no era judío, pero para los nazis pertenecía a la siguiente categoría más abominable: la de los intelectuales liberales.
—¿Illmann?
—El profesor Illmann. ¿Tienes alguna objeción?
Grund miró la luna como si intentase imbuirse de paciencia. La luz blanca proyectaba una sombra acerada sobre su pelo rubio claro, y sus ojos azules se volvieron casi eléctricos. Parecía una especie de hombre máquina. Algo duro, metálico y cruel. Giró la cabeza y me miró fijamente como si yo fuese un pobre adversario en el ring, una especie de subhombre incompetente, inepto para competir con él.
—Tú eres el jefe —dijo mientras me devolvía la pastilla.
¿Por cuánto tiempo?, me pregunté.
Volvimos a la jefatura de Alex, que, con sus cúpulas y portones con arcos, era tan grande como una estación de ferrocarril y no menos bulliciosa en el vestíbulo de doble altura, detrás de la fachada de ladrillo de cuatro plantas. Allí se concentraba toda la vida humana. Y bastante gentuza, dicho sea de paso. Había un borracho con un ojo morado, aguardando en precario equilibrio que lo encerrasen para pasar la noche; un taxista que presentaba una denuncia contra un pasajero que se había ido sin pagar; un joven con pinta de andrógino, vestido con unos pantalones cortos blancos muy ceñidos, sentado en silencio en un rincón, retocándose el maquillaje en un espejo de mano; un hombre con gafas, con un maletín en las manos y una marca amoratada en la boca.
En el mastodóntico mostrador de recepción revisamos un expediente que contenía una lista de desaparecidos. El sargento recepcionista, que supuestamente debía ayudarnos, lucía un enorme bigote de puntas enroscadas y una barba incipiente tan oscura que le confería un aspecto de mosca doméstica. Este efecto se intensificó porque los ojos se les salieron de las órbitas al ver a dos altas prostitutas de sadomaso a las que un poli había echado el guante en la calle. Vestían botas altas de cuero negro hasta el muslo y abrigos de cuero rojo intencionadamente desabrochados, mostrando a quien quisiera mirar que no llevaban nada debajo. Una llevaba una fusta que se resistía a abandonar, pese a la insistencia del agente que las detuvo, un hombre con un parche en el ojo llamado Bruno Stahlecker, a quien yo conocía. Era evidente que las chicas llevaban una o dos copas encima, y probablemente alguna otra cosa, y, mientras revisaba los informes de desapariciones, una parte de mí escuchaba lo que decían Stahlecker y las chicas. Era difícil no prestar atención.
—Me gustan los hombres uniformados —dijo la más alta de las amazonas con botas de cuero. Restalló la fusta contra la bota y se toqueteó el vello en la base de su vientre, provocativamente—. ¿Cuál de los guris de Berlín quiere ser mi esclavo esta noche?
Las chicas eran amas de sadomaso que ejercían su profesión al aire libre en la ciudad. Sobre todo trabajaban al oeste de Wittenberg Platz, cerca de los Jardines Zoológicos, pero Stahlecker había atrapado a este par de putas en la Friedrichstrasse, después de que un hombre denunciase que le habían golpeado y robado dos mujeres vestidas de cuero.
—Compórtese, Brigit —dijo Stahlecker—. O les tiro a la cara el manual de deontología profesional médica—. Se volvió al hombre del cardenal en la cara—. ¿Son éstas las dos mujeres que le robaron?
—Sí —contestó el hombre—. Una me pegó en la cara con un látigo y me dijo que le diera dinero o me volvería a pegar.
Las chicas se declararon inocentes a voz en grito. Nunca ha tenido la inocencia un aspecto tan venéreo y corrupto.
Por fin encontré lo que buscaba.
—Anita Schwartz —dije, mostrando a Heinrich Grund el informe de desaparecidos—. Quince años. Behrenstrasse 8, piso 3. Informe presentado por su padre, Otto. Desapareció ayer. Uno sesenta y cuatro de estatura, pelo rubio, ojos azules, aparato ortopédico en la pierna izquierda, lleva bastón. Es la chica que buscamos.
Pero Grund casi no me escuchaba. Pensé que estaba contemplando el espectáculo de nudismo gratuito. Así que lo dejé allí y me dirigí a uno de los otros archivadores, donde encontré un informe más detallado. En el expediente había un asterisco y, junto a él, una letra W.
—Parece que el subdirector de policía se está interesando por nuestro caso —comenté. Dentro del expediente había una fotografía. Bastante antigua, pensé. Pero no cabía ninguna duda: era la chica del parque—. A lo mejor el subdirector conoce al padre de la chica.
—Conozco a ese hombre —murmuró Grund.
—¿A quién? ¿A Schwartz?
—No. A aquel hombre. —Inclinado sobre la mesa de recepción, señaló con la nariz al hombre con la marca de látigo en la cara—. Es un alphonse. —Un alphonse era un proxeneta en el argot del hampa berlinesa. Una de las múltiples palabras de argot que designan a los proxenetas, como chulo, macró, cazo, barbó, cadenero, bacán, caftén, gavión...—. Dirige una de esas falsas clínicas de Kudamm. Creo que su tinglado consiste en hacerse pasar por médico y «prescribirle» a su «paciente» una chica menor de edad. —Grund llamó a Stahlecker—. ¡Eh, Bruno! ¿Cómo se llama ese ciudadano? El de las gafas y la sonrisa especial.
—¿Aquél? Es el doctor Geise.
—Doctor Geise. ¡Caramba! Su verdadero nombre es Koch, Hans-Theodor Koch y es tan médico como yo. Es un alphonse. Un curandero que suministra niñitas a los viejos pervertidos.
El hombre se levantó.
—¡Eso es mentira! —exclamó indignado.
—Ábrele el maletín —dijo Grund—. Y verás que no me equivoco.
Stahlecker miró al hombre que sostenía el maletín firmemente contra el pecho como si tuviese algo que ocultar.
—Señor, ¿es eso cierto? Déjeme examinar su maletín.
A regañadientes, el hombre permitió que Stahlecker cogiese el maletín y lo abriese. Al cabo de unos segundos apareció una pila de revistas pornográficas sobre el cartapacio del sargento recepcionista. La revista se llamaba Figaro y en la primera página de cada ejemplar había una fotografía de siete niños y niñas desnudos, de unos diez u once años, sentados en las ramas de un árbol muerto, como una manada de cachorros de león blanco.
—¡Viejo pervertido! —le espetó una de las chicas de las botas.
—Esto cambia un poco las cosas, señor —dijo Stahlecker a Koch.
—Es una revista de nudismo —declaró Koch—. Dedicada a la causa de la reforma de la vida libre. No demuestra nada de lo que ha alegado este hombre vil.
—Demuestra una cosa —dijo la chica de las botas y el látigo—. Demuestra que le gusta mirar fotografías puercas de niños y niñas.
Los dejamos a todos en plena discusión.
—¿Qué te dije? —dijo Grund mientras volvíamos al coche—. Esta ciudad es una puta y tu querida República es su chulo. ¿Cuándo te vas a enterar, Bernie?
En Behrenstrasse aparqué el coche delante de unas galerías acristaladas que conducían a Unter den Linden. Las galerías se llamaban popularmente el Paso de Atrás porque era un lugar muy frecuentado por los chaperos berlineses, fácilmente identificables por los pantalones cortos de color blanco, la camisa de marinero y la visera que muchos llevaban para aparentar menos años ante los clientes de mediana edad que, para hacer su selección, reco-rrían de cabo a rabo las galerías, fingiendo mirar los escaparates de las tiendas de antigüedades.
Hacía muy buena noche. Según mis cálculos, ochenta o noventa de los chicos más seductores de la ciudad pululaban bajo el famoso letrero de Reemtsma, uno de los pocos que no habían roto las SA nazis. Las tropas de asalto supuestamente fumaban una marca de Trommler llamada Storm. Sin embargo, a pesar de ser nazis y por tanto muy fieles a las marcas, hacían algunas excepciones con otras marcas de tabaco, entre las cuales Reemtsma era quizá la más conocida. Si aparecían las SA, los chaperos ponían pies en polvorosa para no recibir una paliza, o tal vez algo peor. Las SA aborrecían a los maricas casi tanto como a los comunistas y judíos.
Encontramos el apartamento en un edificio románico, de apariencia elegante, en cuyo bajo había un café. Toqué la campana de latón pulido y esperamos. Al cabo de un minuto oímos la voz de un hombre sobre nuestras cabezas y retrocedimos unos pasos por la acera para verlo mejor.
—¿Sí?
—¿Herr Schwartz?
—Sí.
—Policía, señor. ¿Podemos subir?
—Sí. Esperen ahí. Ahora mismo bajo y les abro.
Mientras esperábamos, Heinrich Grund despotricaba de todos los chaperos que habíamos visto.
—Dichosos mariquitas rusos —dijo.
Inmediatamente después de la Revolución bolchevique, gran parte de la prostitución berlinesa la ejercían hombres y mujeres rusos. Pero ya no era así, de modo que hice caso omiso de sus comentarios. No es que a mí me gustasen los maricas, pero no me desagradaban tanto como a él.
Otto Schwartz bajó al portal y nos abrió. Cuando le mostramos la chapa de identificación del Kripo y nos presentamos, asintió como si esperase nuestra visita. Era un tipo corpulento, de barriga prominente, como si hubiera vertido en ella grandes cantidades de dinero. Tenía el pelo rubio, muy corto por los lados y ondulado en la parte superior. Bajo la nariz canallesca, casi escindida en dos por una gruesa cicatriz, había un bigote de cepillo de dientes, casi invisible. Inicialmente me recordó mucho a Ernst Röhm, el líder de las SA, impresión que se reforzó al ver el uniforme ilegal que vestía. Los uniformes nazis estaban prohibidos desde junio de 1930; en el mes de abril, el presidente del Reich, Hindenburg, había disuelto las SA y las SS en una campaña encaminada a reducir el terrorismo nazi en Berlín. Yo no reconocía bien las insignias del cuello y los hombros de aquellos uniformes, pero Grund sí. Los dos entablaron una conversación de cortesía mientras subíamos las escaleras. Así descubrí no sólo que Schwartz era Oberführer en las SA, sino que era el rango equivalente al general de brigada. Una parte muy pequeña de mí quería terciar en este diálogo introductorio. Quería decir que me extrañaba encontrar a un Oberführer en casa, cuando había tantos comunistas por linchar y tantas ventanas judías por romper. Pero dado que debía comunicarle a Schwartz que su hija había muerto, me conformé con hacer una modesta observación sobre el uniforme que lucía, perteneciente a una organización prohibida. La mitad de los policías de Berlín habrían mirado hacia otro lado. No en vano la mitad de los polis de Berlín eran nazis. Y aunque a muchos de mis colegas les complacía estar tejiendo veladamente una dictadura, no era mi caso.
—Supongo que sabrá que desde el 14 de abril de esta año es ilegal vestir ese uniforme, ¿verdad, señor? —dije.
—Poco importa eso ahora. Van a revocar la prohibición de los uniformes.
—Hasta entonces es ilegal, señor. No obstante, dadas las circunstancias, lo pasaré por alto.
Schwartz se sonrojó ligeramente y apretó los puños, uno tras otro, con un ruido como de soga que se tensa. Supongo que en aquel momento deseó que hubiese una alrededor de mi cuello. Se mordió el labio. Lo tenía más accesible que mi cara. Abrió la puerta del apartamento.
—Pasen, por favor, caballeros —dijo con frialdad.
El apartamento era un santuario dedicado a Adolf Hitler. Había un retrato suyo con un marco oval en el vestíbulo y otro retrato diferente con un marco cuadrado en la sala de estar. Había un ejemplar de Mein Kampf abierto en un atril en el aparador, junto a la Biblia familiar. Detrás de estos objetos había una fotografía enmarcada de Otto Schwartz y Adolf Hitler, con cascos de aviación de cuero, sentados en el asiento delantero de un enorme Mercedes descapotable, con sonrisas de oreja a oreja, como si acabasen de ganar el ADAC Eifelrennen en un tiempo récord. Junto a uno de los sillones, en el suelo, había una docena de ejemplares del Der Stürmer, el acérrimo diario antisemítico. Había visto carteles electorales de Adolf Hitler menos nazis que la casa de Schwartz.
Frau Schwartz, rubia y de ojos azules, pechugona, dulce a su manera, no parecía menos nazi que el soldado de tropas de asalto que tenía por esposo. Cuando cogió del brazo a su marido, pensé que ambos iban a gritar «¡Alemania, despierta!» y «¡Muerte a los judíos!» antes de despedazar los muebles y entonar la canción de «Horst Wessel». A veces estas pequeñas fantasías hacían el trabajo un poco más soportable. Los doscientos cincuenta marcos mensuales no eran un gran incentivo, la verdad. Frau Schwartz lucía una falda de peto plisada con bordado tradicional, una blusa ceñida, un delantal y una expresión que era una mezcla de miedo y hostilidad.
Schwartz apoyó la mano sobre la que su mujer había ensartado en el pernil de cerdo que tenía por brazo, y luego ella apoyó su otra mano sobre la del esposo. Por sus rostros adustos y decididos me recordaron a una pareja que se casa.
Al fin parecía que estaban preparados para oír lo que les íbamos a contar. Quisiera decir que en aquel instante admiré su valentía y sentí lástima por ellos. Sin embargo, lo cierto es que no fue así. La visión del uniforme ilegal de Schwartz y el número de batallón en la insignia del cuello me infundían total indiferencia hacia sus sentimientos. En el supuesto de que los tuvieran. Un buen amigo mío, Emil Kuhfeld, sargento primero de la Schupo, la policía de protección, murió de un disparo al frente del destacamento antidisturbios que intentaba dispersar a un gran grupo de comunistas en Frankfurter Allee. Un comisario nazi de la comisaría 85, que había investigado el caso, atribuyó la autoría del crimen a un comunista, pero en Alex casi todo el mundo sabía que había eliminado las pruebas de un testigo que había visto cómo un hombre de las SA disparaba a Kuhfeld con un fusil. Al día siguiente del asesinato de Kuhfeld, aquel hombre de las SA, un tal Walter Grabsch, apareció muerto en su apartamento de Kadinerstrasse, después de un oportuno suicidio. El funeral de Kuhfeld fue el más memorable de los celebrados en honor de un policía de Berlín. Yo fui uno de los compañeros que portaron el féretro. Por ello sabía que el número de batallón que aparecía en la insignia azul del cuello de Schwartz era el mismo al que pertenecía Walter Grabsch.
Solté a bocajarro toda la cruda realidad a Herr y Frau Schwartz, sin molestarme siquiera en suavizar un poco las palabras.
—Parece que hemos encontrado el cadáver de su hija Anita. Creemos que la asesinaron. Evidentemente, tengo que pedirles que vengan a la comisaría a identificarla. ¿Les parece bien mañana por la mañana, a las diez, en la jefatura de policía de Alexanderplatz?
Otto Schwartz asintió en silencio.
Había comunicado anteriormente otras malas noticias, por supuesto. La semana anterior tuve que decirle a una madre, en Moabit, que su hijo de diecisiete años, alumno del instituto local, había sido asesinado por comunistas que lo confundieron con un camisa parda. «¿Está seguro de que es él, comisario?», me preguntó varias veces durante el lacrimoso rato que pasé con ella. «¿Seguro que no ha habido ningún error? ¿No es posible que sea otra persona?»
En cambio, Herr y Frau Schwartz lo encajaron bastante bien.
Eché un vistazo por el apartamento. Había un dechado de labor en un marco encima de la puerta. Decía «Voluntad de sacrificio» bordado en rojo, con un signo de exclamación. Lo había visto antes y sabía que era una cita de Mein Kampf. No me sorprendió encontrarlo allí, desde luego. Lo que sí me extrañó es no ver fotos de su hija Anita. La mayor parte de los padres tienen uno o dos retratos de sus hijos por la casa.
—Tenemos la fotografía que nos dio en el expediente —dije—. Por eso estamos bastante seguros de que es ella. Pero nos ahorraría tiempo disponer de alguna más.
—¿Les ahorraría tiempo? —Otto Schwartz frunció el ceño—. No entiendo. Está muerta, ¿no?
—Nos ahorraría tiempo en la búsqueda del asesino —dije fríamente—. Alguien puede haberla visto con él.
—Voy a ver si encuentro alguna —dijo Fray Schwartz, que acto seguido salió de la habitación, bastante serena y no más disgustada que si le hubiera dicho que Hitler no venía a tomar el té.
—Parece que su esposa se lo ha tomado muy bien —comenté.
—Mi esposa es enfermera en el Charité. Supongo que está acostumbrada a recibir malas noticias. Además, ya nos esperábamos lo peor.
—¿De verdad, señor? —pregunté con incredulidad. En ese instante me volví hacia Grund, que me clavó una mirada torva y luego la apartó.
—Hemos sentido mucho su pérdida, señor —dijo Grund a Schwartz—. Lo sentimos mucho. Por cierto, no es necesario que vengan mañana a la jefatura de policía. Si mañana no les parece oportuno, pueden venir en cualquier otro momento.
—Gracias, sargento, pero mañana está bien.
—Más vale pasar pronto los malos tragos —dijo Grund—. Seguramente será mejor así. Y así podrá llorar la pérdida.
—Sí. Gracias, sargento.
—¿Qué clase de discapacidad tenía su hija? —pregunté.
—Era espástica. Sólo tenía afectado el lado izquierdo del cuerpo. Le costaba caminar. También tenía ataques esporádicos, espasmos y otros movimientos involuntarios. Tampoco oía muy bien.
Schwartz se acercó al aparador y, prescindiendo de la Biblia, apoyó la mano con cariño en el ejemplar abierto del libro de Hitler, como si las cálidas palabras del Führer sobre el movimiento nacionalsocialista le infundiesen algún consuelo espiritual y filosófico.
—¿Y qué capacidad de comprensión tenía? —pregunté.
—No tenía ningún defecto mental, si se refiere a eso.
—Sí, eso es lo que quería decir. —Hice una pausa—. Y me pregunto si podría explicarnos cómo es que llevaba encima quinientos marcos.
—¿Quinientos marcos?
—En el bolsillo del abrigo.
—Tiene que haber algún error —dijo Schwartz, negando con la cabeza.
—No, señor, no hay ningún error.
—¿Dónde iba a conseguir Anita quinientos marcos? Alguien se los habrá metido ahí.
—Supongo que es posible, señor —dije, asintiendo—. ¿Tiene más hijos, Herr Schwartz?
—Gracias a Dios, no —respondió, sorprendido de que le hiciera semejante pregunta—. ¿Cómo nos íbamos a arriesgar a tener otro hijo como Anita? —Suspiró profundamente y un olor fétido impregnó de pronto el aire—. No, ya nos bastaba con cuidarla a ella. No fue fácil, se lo aseguro. No fue fácil, ya lo creo que no.
Por fin volvió Fray Schwartz con varias fotografías, antiguas y bastante desvaídas. Una estaba doblada por el borde, como si alguien la hubiera manipulado con cierto descuido.
—Esto es todo lo que he podido encontrar —anunció, todavía con gran entereza.
—¿Esto es todo, dice?
—Sí, son todas las que hay —respondió sin inmutarse.
—Gracias, Frau Schwartz. Muchas gracias. —Asentí de manera cortante—. Bien, será mejor que volvamos a la comisaría. Hasta mañana.
Schwartz se encaminó hacia la puerta.
—De acuerdo, señor. Los acompañamos hasta la puerta.
Salimos del apartamento y bajamos las escaleras hasta la calle. Seguía abierto el café Kerkau, justo debajo del apartamento, pero me apetecía algo más fuerte que un café. Arranqué el motor de dos cilindros del coche y nos dirigimos hacia el este por Unter den Linden.
—Después de esto necesito una copa —dije al cabo de unos minutos.
—Qué suerte que no te hayas tomado una copa antes —observó Grund.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que has estado un poco brusco con ellos. —Hizo un gesto negativo con la cabeza—. Podrías habérselo dicho con un poco más de delicadeza. Se lo soltaste a lo bestia, como un puñado de arena a los ojos.
—Vamos al Resi —dije—. Un sitio donde haya mucha gente.
—Sí, claro, como tienes tanto don de gentes —dijo Grund con amargura—. ¿Los trataste así, como si no tuvieran sentimientos, sólo porque él era soldado de las tropas de asalto?
—¿No viste la insignia del cuello? Vigésimo Primer Batallón. Es el mismo batallón de las SA al que pertenecía Walter Grabsch. ¿Te acuerdas de Walter Grabsch? El que mató a Emil Kuhfeld.
—No es eso lo que dijo el policía municipal. ¿Y todos los polis asesinados por comunistas? Los dos capitanes de policía, Anlauf y Lenck. Y no te olvides de Paul Zankert. ¿Qué pasa? ¿Esos no cuentan, o qué?
—Yo no los conocía. Pero sí conocía a Emil Kuhfeld. Era un buen poli.
—También Anlauf y Lenck.
—Y detesto a los cabrones que los asesinaron tanto como al hombre que mató a Emil. Para mí, la única diferencia entre los rojos y los nazis es que los rojos no van uniformados. Si tuvieran uniforme, me costaría mucho menos odiarlos nada más verlos, igual que odio a Schwartz.
—Bueno, al menos lo reconoces, cabrón insensible.
—Sí, lo reconozco. Estuve un poco fuera de lugar. Pero podría haber sido mucho peor. Si no le detuve por llevar el uniforme de las SA fue precisamente por compasión.
—¡Qué gesto de generosidad, señor!
—Suponiendo que alguno de los dos tuviese sentimientos. Cosa que dudo mucho. ¿Tú la viste?
—¿En qué te basas para decir eso?
—Venga ya, Heinrich. Conoces la escena tan bien como yo. Tu hija ha muerto. La han asesinado. Pañuelo al canto. ¿Están seguros? Sí, totalmente seguros.
—La mujer es enfermera. Sabe encajar los golpes.
—Y un huevo. ¿Tú la has visto? No le temblaron ni las tetas cuando le dije que había muerto su hija. Y tenía buenas tetas, por cierto. Daba gusto mirarlas. Pero ni se inmutaron cuando se lo dije. Dime si es mentira, Heinrich. Y dime si es mentira que no había fotografías de Anita Schwartz en el aparador. Dime si es mentira que la madre se pasó al menos diez minutos intentando encontrar alguna. Y dime si es mentira que me dio todas las fotografías de su hija.
—¿Y qué?
—¿Tú no te quedarías al menos con una fotografía para recordar a tu hija muerta? ¿Por si algún poli idiota como tú las perdiera?
—Ella sabe que se las vamos a devolver. No le busques tres pies al gato.
—No, no, Heinrich, la gente no es así. La madre se habría guardado una. Por lo menos una. Pero ella me las dio todas. Es lo que dijo. Se lo pregunté y me lo confirmó. La oíste perfectamente. Y no sólo eso. Además, las fotos no están en muy buen estado. Es como si las hubieran guardado en una caja vieja de zapatos. Si un comunista te mata esta noche y alguien me pide una foto tuya para el periódico de la policía, yo no tardo ni veinte segundos en darle una de buena calidad, enmarcada y todo. Y no tengo ningún parentesco contigo. Gracias a Dios.
—¿Qué estás intentando decirme?
Paré el coche cerca del casino Residenz. Pasaba de la media noche, pero todavía entraba mucha gente en el local. Probablemente algunos eran polis. El Resi era popular entre los Kripo de Alex, y no sólo por su proximidad.
—Lo que intento decirte es lo mismo que dijiste tú antes en el parque.
—¿Qué dije yo en el parque?
—Que a lo mejor los dos se alegran de que la chica haya muerto. Que seguramente piensan que es mejor para ella. Y, lo que es más importante, consideran que también es mejor para ellos.
—¿De dónde sacas eso?
—Es un principio nazi, ¿no? Los tullidos son un despilfarro que pagamos con todos nuestros impuestos. Supuse que de ahí venía toda esa mierda de la pureza racial que comentabas. —Encendí un cigarro—. Te apuesto lo que quieras a que Hitler apreciaría más a Otto Schwartz si no tuviera una hija coja.
Entramos en el Resi. El portero nos conocía de vista y nos saludó cuando pasamos por delante de la taquilla. Los polis no pagábamos en los clubes de alterne de Berlín. Estaban más necesitados de nosotros que nosotros de ellos. Sobre todo si había más de mil personas en el local, como ocurría en el Resi. Nos sentamos en un pequeño reservado del paraíso y pedimos unas cervezas. El club estaba lleno de compartimentos, cabinas y sótanos privados, todos ellos provistos de teléfonos que alentaban a los clientes a flirtear a una distancia prudente. Estos teléfonos eran también una de las razones por las que los detectives de Alex frecuentaban el local. A los informantes les gustaban los teléfonos. Y a las putas también. En cuanto nos sentamos en la mesa, sonó el nuestro. Contesté yo.
—¿Gunther? —dijo una voz masculina—. Soy Bruno. Estoy aquí abajo junto a la barra, delante del puesto de tiro al blanco. —Me asomé por la barandilla del paraíso y vi a Stahlecker haciéndome señas. Le saludé con la mano.
—Para tener un solo ojo, no te desenvuelves nada mal.
—Hemos sancionado al alphonse. Dale las gracias a Heinrich.
—Bruno dice que te da las gracias. Han sancionado al alphonse.
—Me alegro —dijo Grund.
—Al salir de Alex me encontré con Isidor —dijo Bruno—. Me dijo que te dijese, si te veía, que quiere verte a primera hora.
Isidor era el apodo del subdirector de policía, el doctor Bernard Weiss. Así lo llamaban también en el Der Angriff, que no empleaba este nombre como hipocorístico, sino con claras connotaciones antisemíticas. Pero a Izzy no le importaba.
—¿Te dijo de qué quería hablar? —pregunté, aunque me parecía que ya sabía la respuesta.
—No.
—¿Qué hora es la primera para Izzi últimamente?
—Las ocho.
—¡Ya me quedé sin noche! —exclamé, mirando el reloj.
Era un hombre bajito con bigote, nariz larguirucha, gafas redondas y pelo oscuro peinado hacia atrás en una cabeza sesuda. Vestía un traje de tres piezas bien cortado, polainas y, en invierno, abrigo con cuello de piel. El caricaturesco doctor Bernard Weiss, cuya judeidad era exagerada por sus enemigos, tenía un aspecto peculiar entre los policías de Berlín. Heimannsberg, que era mucho más alto que él, respondía más al estereotipo de alto cargo policial. El aspecto físico de Izzy se asemejaba más al de un abogado; de hecho, había sido juez en los tribunales de Berlín. Pero tenía experiencia militar y volvió de la Gran Guerra con una Cruz de Hierro de primera clase. Izzy hacía todo lo posible por parecer un detective duro e insensible, pero no lo conseguía. Ni siquiera llevaba pistola, y eso que un día fue agredido por un poli uniformado de derechas, que declaró haber confundido al subdirector de policía con un comunista. Izzy prefería combatir con el habla, que era un arma formidable cuando la desplegaba. Su sarcasmo era tan cáustico como un electrolito y, rodeado por hombres de menores capacidades intelectuales que las suyas, generalmente despilfarraba ese recurso. Por eso no era muy querido. Tal circunstancia le traería sin cuidado a casi todos los hombres de su posición, pero, dado que no había ningún hombre de su posición que fuera también judío, seguramente a él debiera importarle más. Su falta de popularidad lo hacía vulnerable. Pero a mí me caía bien, y yo también a él. Más que a ningún otro hombre en Alemania, se atribuía a Izzy la modernización del cuerpo policial. Gran parte de este impulso tenía su origen en el asesinato del ministro de Asuntos Exteriores, Walter Rathenau.
Se decía que todo el mundo en Alemania sabía exactamente dónde se encontraba el 24 de junio de 1922 cuando recibió la noticia de que Rathenau, que era judío, fue asesinado por un grupo derechista. Yo estaba en el Romanisches Café, sumido en el alcohol, lamentándome todavía por la muerte de mi esposa, que había ocurrido tres meses antes. El asesinato de Rathenau me impulsó a ingresar en la policía de Berlín. Izzy lo sabía. Si no me equivoco, era uno de los motivos por los que le caía bien.
Su despacho parecía el de un profesor universitario. Se sentaba delante de una gran librería llena de libros legales y forenses, uno de ellos escrito por él. En la pared había un mapa de Berlín con chinchetas rojas y marrones que indicaban los estallidos de violencia política. Parecía un mapa aquejado de sarampión, con tantas chinchetas. En su mesa había dos teléfonos, varias pilas de papeles y un cenicero donde depositaba la ceniza de los puros Black Wisdom, que era su único lujo aparente.
Yo sabía que se encontraba sometido a una enorme presión, porque la República en sí se hallaba sometida a una enorme presión. Después de las elecciones de marzo, los nazis habían duplicado su fuerza en el Reichstag y ahora eran el segundo partido más importante del país, con once millones y medio de votos. El canciller, Heinrich Bruning, intentaba sanear la economía, pero con casi seis millones de desempleados era casi una misión imposible. Parecía improbable que Bruning lograse sobrevivir, ahora que se había reabierto la legislatura en el Reichstag. Hindenburg seguía siendo presidente de la República de Weimar y líder del partido principal, el SPD. Pero el viejo aristócrata sentía poca simpatía por Bruning. Y si Bruning se iba, ¿quién vendría después? ¿Schleicher? ¿Papen? ¿Gröner? ¿Hitler? Alemania se quedaba sin hombres fuertes, capaces de dirigir el país.
Sin levantar la vista de lo que estaba escribiendo con su Pelikan negra, Izzy me indicó por señas que me sentase en una silla. De vez en cuando dejaba la pluma y se llevaba el puro a la boca, y a mí me divertía la vaga esperanza de que se metiera la pluma en la boca e intentase escribir con el puro.
—Debemos seguir cumpliendo con nuestro deber de policías, aunque algunos nos lo pongan difícil —dijo con voz profunda e intensa como una cerveza rubia oscurecida por malta de color: una Dunkel o una Bock. Dejó la pluma y, reclinándose en la silla giratoria chirriante, me miró fijamente con un ojo tan afilado como el pincho de un Pickelhaube—. ¿No está de acuerdo, Bernie?
—Sí, señor.
—Los berlineses todavía no han perdonado a su cuerpo policial por lo ocurrido en 1918, cuando la jefatura de Alex se rindió a la anarquía y la revolución sin un solo disparo.
—No, señor. Pero ¿qué podían hacer?
—Podrían haber defendido la ley, Bernie, en lugar de salvar su propio pellejo. Debemos respetar y defender siempre la ley.
—Y si los nazis toman el poder, ¿qué? Utilizarán la ley y la policía para sus propios fines.
—Que es exactamente lo que hicieron los socialistas independientes en 1918 cuando estaba Emil Eichhorn al frente de la policía. Sobrevivimos a eso. Sobreviviremos también a los nazis.
—Es posible.
—Hay que tener fe, Bernie —dijo—. Si los nazis llegan al poder, tenemos que confiar en que, con el tiempo, el proceso parlamentario restaure la sensatez en Alemania.
—Espero que tenga razón, señor.
En aquel momento, justo cuando empezaba a pensar que Izzy me había llamado para darme una clase de ciencia política, fue al grano.
—Un filósofo inglés llamado Jeremy Bentham dijo en una ocasión que la publicidad es el alma de la justicia. Así sucede, de modo meridianamente claro, en el caso de Anita Schwartz. Parafraseando una frase de otro jurista inglés, la investigación de su asesinato no sólo debe continuar, sino que la opinión pública debe ver que avanza enérgicamente. Le diré por qué. Helga Schwartz, la madre de la chica asesinada, es prima de Kurt Daluege. De modo que éste es un caso importante, Bernie. Y quiero que sepa que lo último que queremos, ahora mismo, es que el doctor Goebbels declare en las páginas de su diario chabacano, pero influyente pese a todo, que la investigación se está desarrollando de modo incompetente, o que damos largas al asunto porque tenemos que afilar el hacha antinazi. Debemos dejar al margen todos los prejuicios personales. ¿Me he explicado con claridad, Bernie?
—Sí, señor. —Aunque no tuviera un doctorado en jurisprudencia como Bernard Weiss, no necesitaba que me lo explicasen con puntos y comas. Kurt Daluege era un héroe de guerra condecorado. Aquel ex líder de las SA en Berlín, por aquel entonces formaba parte de las SS y era el número dos de Goebbels. Además, ocupaba un cargo de mayor relevancia para nuestros intereses, y es que era diputado del NSDAP en el Parlamento del Estado Prusiano, al que la policía berlinesa debía lealtad ante todo. Daluege podía traernos problemas políticos. Con amigos así, podía traer problemas hasta a los monjes benedictinos retirados en un hospicio. La gente bien informada de Berlín decía que, si los nazis llegaban al poder, preveían poner a Daluege a cargo del cuerpo policial de Berlín. No es que tuviera experiencia en la materia. Ni siquiera era abogado. Lo que sí tenía era experiencia en hacer exactamente lo que le pedían Hitler y Goebbels. Y supuse que lo mismo cabría decir de su pariente político, Otto Schwartz.
—Por eso he convocado una conferencia de prensa para esta tarde —dijo Izzy—. Así podrá decirle a la prensa que nos estamos tomando este caso muy serio. Que estamos investigando todas las pistas posibles. Que no descansaremos hasta que se detenga al asesino. Bueno, ya sabe lo que tiene que decir. Ya se ha encargado de dar muchas otras conferencias de prensa. Hasta lo hizo bastante bien en alguna ocasión.
—Gracias, señor.
—Sin embargo, tiene usted un ingenio natural que más le valdría controlar en algunas ocasiones. Sobre todo en un caso político como éste.
—¿Eso es lo que es, señor?
—A mí me lo parece, ¿no cree usted?
—Sí, señor.
—Ernst Gennat y yo asistiremos a la conferencia, por supuesto. Pero se trata de su investigación y su conferencia. Si nos preguntan, Ernst y yo nos limitaremos a atestiguar su competencia. La impresionante reputación del comisario Gunther, su extraordinaria perseverancia, su perspicacia psicológica, su magnífico historial. Las típicas pamplinas.
—Gracias por su confianza, señor.
—Bueno —dijo Izzy, con los labios fruncidos, saboreando su propia inteligencia como si fuese una bola de matzá recién hecha—. ¿Y qué ha averiguado hasta ahora?
—No gran cosa. No la mataron en el parque, eso es seguro. Hoy mismo sabremos más cosas sobre la causa de la muerte. No es fácil saber si el móvil del crimen fue la lascivia o no. Eso explicaría que le hayan extirpado todos los órganos sexuales y todo lo que tenían alrededor. Aparentemente, eso parece el rasgo más llamativo del caso. Pero también es curiosa la reacción de Herr y Frau Schwartz. Anoche, ninguno de los dos se disgustó mucho cuando les dije que su hija había muerto.
—Dios, espero que no esté insinuando que la mataron ellos.
—Es posible que no los esté juzgando bien, señor —dije, después de pensar unos instantes—. Pero la chica era discapacitada. De algún modo, tuve la sensación de que se alegraban de librarse de ella, eso es todo. Es posible.
—Confío en que no mencione nada de eso en la conferencia de prensa.
—Sabe que nunca haría algo así.
—Es cierto, algunos nazis tienen ideas despiadadas sobre el tratamiento de los más desvalidos de la sociedad, sobre la gente que está física y mentalmente discapacitada. Sin embargo, ni siquiera los nazis son tan tontos para pensar que eso les dará votos en las elecciones. Nadie va a votar a un partido político que abogue por el exterminio de los enfermos y minusválidos, después de una guerra que dejó miles de hombres discapacitados.
—No, supongo que no, señor. —Encendí un cigarrillo—. Y hay otra cosa. La chica asesinada llevaba encima quinientos marcos. Es mucho más dinero del que tenía yo a su edad.
—Sí, tiene razón. ¿Le ha preguntado por ello a los padres?
—Me sugirieron que debía de ser un error.
—Tengo entendido que el dinero tiende a desaparecer de los bolsillos de los muertos. Lo contrario me parece un poco raro.
—Sí, señor.
—Pregunte a los vecinos, Bernie. Hable con sus compañeras del colegio. Averigüe qué clase de chica era Anita Schwartz.
—Sí, señor.
—Y Bernie, cómprese una corbata nueva. Ésa parece que se le ha sumergido en la sopa.
—Sí, señor.
Antes de la conferencia de prensa, me corté el pelo en KaDeWe. Ni Henry Ford habría conseguido un corte alemán con mayor diligencia. Había diez sillas y entré y salí en menos de veinte minutos. La KaDeWe no estaba exactamente a un paso de Alex, pero era un buen lugar para cortarse el pelo y comprarse una corbata nueva.
Como siempre, la conferencia se celebró en el Museo de la Policía de Alex. Fue idea de Gennat después de la Exposición de la Policía de 1926, para que el Kripo se presentase ante el mundo entre las fotografías, los cuchillos, los tubos de ensayo, las huellas, los frascos de veneno, los revólveres, la soga y los botones que se exponían como pruebas del éxito de la investigación criminal. La apariencia de modernidad que pretendíamos transmitir al mundo habría sido mayor si las vitrinas que contenían este surtido de desechos forenses, así como las pesadas cortinas que cubrían los ventanales de la sala de exposiciones, no hubieran estado tan sucias. Hasta la fotografía más reciente, de Ernst Gennat, parecía que llevaba allí un siglo.
Unos veinte periodistas y fotógrafos se congregaron entre nuestros triunfos anteriores. Me senté entre Weiss y Gennat, como si nos hubiesen colocado en orden ascendente de tamaño, ante una mesa de la que habían retirado una selección de armas curiosas empleadas en asesinatos. En presencia de los periodistas berlineses, solicité la colaboración de cualquier testigo que hubiera visto a algún hombre sospechoso en el parque de Friedrichschain la noche del crimen, y aseguré a la población de Berlín que estábamos haciendo todo lo posible para atrapar al asesino de Anita Schwartz, lo cual, por supuesto, era algo que estaba decidido a hacer a toda costa. Las cosas iban bastante bien hasta que pronuncié las típicas frases manidas sobre los agresores sexuales conocidos que íbamos a interrogar. En aquel momento, Fritz Allgeier, periodista del Der Angriff, un espécimen bizco de barba gris y brazos más largos que las piernas —difícilmente perteneciente a la Raza Superior—, dijo que el pueblo alemán quería saber, para empezar, por qué andaban sueltos por las calles con total impunidad algunos agresores sexuales conocidos.
Posteriormente, tal como quería Weiss, intenté que mis comentarios fuesen algo más diplomáticos.
—Tengo entendido, Herr Allgeier, que Alemania tiene todavía un Código Penal por el que la gente comparece ante los tribunales, es juzgada y, si se le declara culpable, cumple una pena de cárcel. Después de pagar la deuda a la sociedad, sale en libertad.
—A lo mejor no deberían salir nunca —dijo—. Sería mejor para los alemanes que los llamados «agresores conocidos» volviesen a la cárcel lo antes posible. Si estuvieran en la cárcel no habría ocurrido nunca un crimen como éste.
—Es posible. No me corresponde a mí decirlo. ¿Pero qué le lleva a pensar a alguien como usted puede hablar en nombre del pueblo alemán, Allgeier? Pero si usted era un turco que trabajaba de trilero ilegal en las calles de Moabit. El pueblo alemán puede preguntarse también cómo ha llegado a periodista.
A varios periodistas de diarios no nazis les hizo mucha gracia mi comentario. Habría salido airoso si lo hubiese dejado ahí. Pero no. Aquel tema me encendía.
Alemania siempre había castigado con pena de muerte los asesinatos, pero los periódicos —los periódicos no nazis— ha-bían llevado a cabo, durante varios años, una enérgica campaña contra la guillotina. Sin embargo, recientemente, esos mismos periódicos habían cedido a la influencia nazi y evitaban publicar editoriales donde se exigiese la conmutación de la pena de los asesinos, de manera que el verdugo del estado, Johann Reichhart, había vuelto a trabajar. Su víctima más reciente había sido el caníbal y asesino en serie Georg Haarmann. A muchos polis, entre los cuales me contaba, no nos gustaba la guillotina. Sobre todo desde que el agente responsable de la investigación estaba obligado a asistir a las ejecuciones de los asesinos que había detenido.
—Lo cierto es que siempre hemos confiado en conocidos delincuentes para que nos proporcionasen información —declaré—. Ha habido asesinos que han colaborado con nosotros mientras cumplían penas de cárcel. Por supuesto, eso era antes de que empezásemos a ejecutarlos otra vez. Es difícil convencer a un hombre de que hable con nosotros si le han cortado la cabeza.
Weiss se levantó y, con una sonrisa forzada, anunció que la rueda de prensa se había acabado. Al salir no dijo nada. Sólo me sonrió con tristeza. Lo cual era peor que un latigazo de su lengua.
—Buen trabajo, Bernie —dijo Gennat—. Te van a despellejar, hijo.
—Sólo los periódicos fascistas.
—Todos los periódicos son esencialmente fascistas, Bernie. En todos los países. Los directores son dictadores. Todo el periodismo es autoritario. Por eso la gente forra jaulas de pájaros con los periódicos.
Gennat tenía razón, como casi siempre. Pero el Tempo, un diario nocturno berlinés, me dio buena prensa. Publicó una fotografía mía en la que parecía Luis Trenker en La montaña sagrada. Manfred George, director del Tempo, escribió un artículo en el que me describía como uno de los «mejores detectives» de Berlín. Será que le gustó mi corbata nueva. El resto de los periódicos republicanos eran como un gato que merodea alrededor de la leche: no se atrevían a decir lo que pensaban por miedo a que sus lectores no estuviesen de acuerdo. No leí el Der Angriff. ¿Para qué? Pero Hans-Joachim Brandt en el Volkischer Beobachter nazi se refirió a mí como un «títere izquierdista liberal». Probablemente la verdad estaba en un punto intermedio entre los dos extremos.