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1 BUENOS AIRES. 1950

El barco era el SS Giovanni, nombre que parecía pertinente, dado que al menos tres de los pasajeros, incluido yo mismo, habíamos pertenecido a las SS. Era un barco de vapor de tamaño medio con dos chimeneas, vistas al mar, un bar bien surtido y un restaurante italiano, cosa interesante para los aficionados a la comida italiana, aunque a mí, después de cuatro semanas en alta mar a ocho nudos por hora desde Génova, dejó de gustarme y por eso me alegré de desembarcar. O no soy muy marinero o algo no iba bien, aparte de la gente que me acompañaba en aquel viaje.

Arribamos al puerto de Buenos Aires por el grisáceo río de la Plata, circunstancia que nos dio ocasión de reflexionar, a mis dos compañeros de viaje y a mí, sobre la soberbia historia de la armada invencible alemana. En las profundidades del río, cerca de Montevideo, se encontraban los restos del Graf Spee, un acorazado de bolsillo invenciblemente hundido por su capitán en diciembre de 1939, para impedir que cayese en manos de los británicos. Según parece, fue el momento en que más se acercó la guerra a Argentina.

Atracamos en la dársena norte junto a la aduana. Una ciudad moderna de edificios altos de hormigón se expandía por el oeste, después de los kilómetros de ferrocarril y los almacenes y corrales donde empezaba Buenos Aires, lugar adonde llegaba en tren y se mataba a escala industrial el ganado procedente de las pampas argentinas. Hasta entonces, todo muy alemán. Después las reses se congelaban y expedían a todo el mundo. Las exportaciones de carne argentina de vacuno enriquecían al país y hacían de Buenos Aires la tercera mayor ciudad de América, después de Nueva York y Chicago.

Los tres millones de habitantes se consideraban porteños —la gente del puerto—, nombre que suena gratamente romántico. Mis dos amigos y yo nos considerábamos refugiados, que suena mejor que fugitivos. Pero es lo que éramos. Con razón o sin ella, en Europa nos esperaba algo parecido a la justicia; los pasaportes de la Cruz Roja ocultaban nuestra verdadera identidad. Yo no era el doctor Carlos Hausner, del mismo modo que Adolf Eichmann no era Ricardo Klement, ni Herbert Kuhlmann era Pedro Geller. A los argentinos no les importaba. Les daba igual quiénes fuéramos o qué hubiésemos hecho durante la guerra. Aun así, en aquella mañana fría y húmeda de julio de 1950, parecía que teníamos que respetar todavía ciertas convenciones oficiales.

Dos agentes, uno de inmigración y otro de aduanas, subieron a bordo del barco y empezaron a interrogar individualmente a los pasajeros, solicitándoles la documentación. Aunque no les importaba quiénes éramos ni qué habíamos hecho, aparentaban muy bien lo contrario. El agente de inmigración, de tez color caoba, examinó el finísimo pasaporte de Eichmann y luego observó al propio Eichmann como si acabase de llegar del foco de una epidemia de cólera. No se alejaba mucho de la verdad. Europa se recuperaba de una enfermedad llamada nazismo que había matado a más de cincuenta millones de personas.

—¿Profesión? —preguntó el agente a Eichmann.

—Técnico —respondió Eichmann, con un temblor nervioso en su rostro de cuchillo carnicero, mientras se secaba con un pañuelo la frente. No hacía calor, pero daba la impresión de que Eichmann sentía un calor diferente al de cualquier persona que yo haya conocido.

Entretanto, se dirigió a mí el agente de aduanas, que despedía un olor a fábrica de puros. Sus narinas se ensancharon como si oliera el dinero que llevaba en la bolsa y separó el labio resquebrajado de los dientes de bambú con un gesto que pasaba por una sonrisa en su medio profesional. Yo llevaba en la bolsa unos treinta mil chelines austríacos, lo cual era mucho dinero en Austria pero no valía tanto al convertirlo en dinero real. Supuse que él no lo sabía. La experiencia me decía que los agentes de aduanas son capaces de cualquier cosa, menos de ser generosos o comprensivos cuando avistan grandes cantidades de dinero en metálico.

—¿Qué lleva en la bolsa? —preguntó.

—Ropa. Cosas de aseo. Algo de dinero.

—¿Le importa enseñármelo?

—No —respondí, aunque me importaba mucho—. No, claro.

Coloqué la bolsa sobre una mesa de caballete y me disponía a desabrocharla cuando un hombre subió corriendo la pasarela del barco, gritando algo en español y luego en alemán.

—¡Todo está en orden! Lamento el retraso. No es necesario todo este trámite. Ha habido un malentendido. Sus documentos están en regla. Lo sé porque los he preparado yo.

Añadió algo más en español sobre nuestra categoría de ilustres forasteros alemanes y, de inmediato, la actitud de los agentes cambió. Ambos se pusieron firmes. El agente de inmigración devolvió el pasaporte a Eichmann, dio un taconazo y dedicó el saludo de Hitler al hombre más buscado de Europa, un enérgico «Heil Hitler» que debió de oírse en toda la cubierta.

El rostro de Eichmann adquirió diversas tonalidades de rojo y, a semejanza de una tortuga gigante, se encogió en el interior del cuello del abrigo como si quisiera desaparecer. Kuhlmann y yo soltamos una carcajada al ver el bochorno de Eichmann cuando recogía el pasaporte y salía precipitadamente por la pasarela hacia el muelle. Todavía nos reíamos cuando entramos con él en el asiento trasero de un gran coche negro americano con un letrero en el parabrisas que decía: «VIANORD».

—A mí no me ha hecho ninguna gracia —dijo Eichmann.

—Claro —dije yo—. Por eso ha sido tan gracioso.

—Tenías que haber visto tu cara, Ricardo —dijo Kuhlmann—. ¿Por qué demonios habrá dicho eso? ¿Y precisamente a ti? —Kuhlmann se echó a reír otra vez—. ¡Sí, hombre, sí! ¡Heil Hitler!

—Pues no le salió nada mal —comenté—. Para ser un simple aficionado.

Nuestro anfitrión, que se había sentado en el asiento del conductor, se volvió en ese momento para estrecharnos la mano.

—Lo siento —le dijo a Eichmann—. Algunos agentes son un poco zopencos. Nosotros los llamamos igual que a los cerdos: chanchos. No me extrañaría que ese idiota creyese que Hitler sigue siendo el dirigente alemán.

—¡Ojalá! —murmuró Eichmann, mirando hacia el techo del coche—. ¡Ojalá lo fuese todavía!

—Me llamo Horst Fuldner —dijo nuestro anfitrión—. Pero los amigos en Argentina me llaman Carlos.

—Qué coincidencia —dije—. Así es como me llaman mis amigos en Argentina. Los dos.

Algunas personas bajaron por la pasarela y miraron con curiosidad a Eichmann por la ventanilla.

—¿Puede sacarnos de aquí? —suplicó Eichmann—. Por favor.

—Más vale que haga lo que le dice, Carlos —le expliqué a Fuldner—. Antes de que alguien reconozca a Ricardo y llame por teléfono a David Ben-Gurion.

—No se burlaría tanto si estuviera en mi piel —dijo Eichmann—. Los jabones no pararían hasta matarme.

Fuldner arrancó el coche y Eichmann se relajó al ver que nos alejábamos sin contratiempos.

—Ahora que menciona a los jabones —dijo Fuldner—, habría que pensar qué vamos a hacer si alguien los reconoce a ustedes.

—A mí nadie va a reconocerme —dijo Kuhlmann—. Además, los que me buscan son los canadienses, no los judíos.

—Lo mismo da —dijo Fuldner—. Después de los españoles y los italianos, los jabones son el grupo étnico más importante del país. Aquí los llamamos rusos, porque la mayoría de los que residen aquí vinieron para librarse del pogromo del zar ruso.

—¿Cuál? —preguntó Eichmann.

—¿Qué quiere decir?

—Hubo tres pogromos —dijo Eichmann—. Uno en 1821, otro entre 1881 y 1884, y el tercero empezó en 1903. El pogromo de Kishinev.

—En materia de judíos —comenté—, Ricardo lo sabe todo, excepto ser amable con ellos.

—Creo que es el pogromo más reciente —dijo Fuldner.

—Sí, es lo más lógico —dijo Eichmann, pasando por alto mi comentario—. El de Kishinev fue el peor.

—Fue entonces cuando vino la mayoría a Argentina, creo yo. Hay unos doscientos cincuenta mil judíos aquí en Buenos Aires. Viven en tres barrios principales, que les aconsejo que eviten a toda costa. Villa Crespo, en Corrientes, Belgrano y Once. Si en algún momento creen que alguien los reconoce, no pierdan la cabeza, no monten ningún numerito. Mantengan la calma. Aquí los policías son torpes y no muy inteligentes. Como ese chancho del barco. Si hay algún problema, lo más probable es que los detengan a ustedes y al judío que los haya reconocido.

—Así que no es muy probable que haya pogromos aquí, ¿eh? —observó Eichmann.

—¡Oh, no! —dijo Fuldner.

—Gracias a Dios —dijo Kuhlmann—. Ya estoy harto de toda esa majadería.

—No hemos vuelto a vivir nada así desde la llamada Semana Trágica. Y fue algo más político que otra cosa. Por los anarquistas. En 1919.

—Anarquistas, bolcheviques, judíos, todos son el mismo perro —dijo Eichmann, que tenía un día inusualmente locuaz.

—Ya lo creo. Durante la guerra el gobierno emitió una orden que prohibía toda emigración judía a Argentina. Pero últimamente han cambiado las cosas. Los americanos han presionado a Perón para que suavice la política judía, para que los deje venir a asentarse aquí. No me extrañaría que hubiera multitud de judíos en el barco.

—Vaya, eso me tranquiliza —dijo Eichmann.

—No se preocupe —insistió Fuldner—. Aquí están a salvo. A los porteños les importa un comino lo que haya ocurrido en Europa, y sobre todo a los judíos. Además, nadie se cree ni la mitad de lo que ha salido en la prensa en inglés y en los noticieros.

—La mitad ya sería bastante —murmuré, intentando meter baza en una conversación que empezaba a contrariarme. Sobre todo era Eichmann el que más cargaba. Prefería al otro Eichmann. El que se había pasado las últimas cuatro semanas sin mediar palabra, callándose sus repulsivas opiniones. Era pronto para formarse una opinión sobre Carlos Fuldner.

A juzgar por su nuca lustrosa, me pareció que Fuldner debía de rondar los cuarenta. Hablaba alemán con soltura, pero se apreciaba un dejo dulce en su tono. Para dominar la lengua de Goethe y Schiller hay que afilar las vocales con sacapuntas. Le gustaba hablar, eso era evidente. No era alto ni guapo, pero tampoco bajo ni feo; era un tipo corriente, con un buen traje, buena educación y pulcra manicura. Le eché otro vistazo cuando detuvo el vehículo en un paso a nivel y se volvió para ofrecernos cigarrillos. Tenía la boca ancha y sensual, la mirada vaga pero inteligente y la frente alta como la cúpula de una iglesia. En un casting de cine lo escogerían para un papel de cura, o abogado, o tal vez gerente de hotel. Chasqueó el pulgar en un Dunhill, encendió un cigarro y empezó a hablar de sí mismo. Eso me gustó. Ahora que la conversación no versaba sobre los judíos, Eichmann miraba por la ventanilla con cara de aburrimiento. En cambio, yo soy de los que escuchan atentamente las anécdotas de mi redentor. Al fin y al cabo, por algo mi madre me mandó a catequesis.

—Nací aquí, en Buenos Aires, en una familia de inmigrantes alemanes —dijo Fuldner—. Pero durante un tiempo nos trasladamos a Alemania, a Kassel, donde estudié. Después del colegio trabajé en Hamburgo. En 1932 entré en las SS y fui capitán hasta que me trasladaron al SD para dirigir una operación de espionaje aquí en Argentina. Desde la guerra, varias personas y yo dirigimos Vianord, una agencia de viajes que se dedica a ayudar a nuestros viejos camaradas a escapar de Europa. Por supuesto, nada de eso sería posible sin la ayuda del presidente y su esposa, Eva. En 1947, durante el viaje que hizo a Roma para visitar al Papa, Evita empezó a ver la necesidad de ofrecer a hombres como ustedes la oportunidad de iniciar una nueva vida.

—Así que todavía hay cierto antisemitismo en el país, por lo que se ve —comenté.

Kuhlmann se rió, al igual que Fuldner. Pero Eichmann guardó silencio.

—Qué gusto volver a estar con alemanes —dijo Fuldner—. El humor no es una virtud nacional de los argentinos. La preocupación por su propia dignidad les impide reírse, sobre todo de sí mismos.

—En eso se parecen mucho a los fascistas —dije.

—Bueno, es algo distinto. Aquí el fascismo es sólo superficial. Los argentinos no tienen interés ni inclinación por ser auténticos fascistas.

—Puede que este país me guste más de lo que pensaba —dije.

—¡No me diga! —exclamó Eichmann.

—No me haga mucho caso, Herr Fuldner —le dije—. No soy tan furibundo como nuestro amigo de la pajarita y las gafas, que sigue sin aceptar la realidad. Si no me equivoco, todavía se aferra a la idea de que el Tercer Reich va a durar mil años.

—¿Usted cree que no?

Kuhlmann se rió.

—¿Siempre se ríe de todo, Hausner? —El tono de Eichmann era airado e impaciente.

—Sólo me río de las cosas que me hacen gracia —respondí—. No se me ocurriría reírme de algo importante de verdad si le molestase, Ricardo.

Sentí que los ojos de Eichmann me ardían en la mejilla y, cuando me volví hacia él, adoptó un gesto circunspecto y puritano en la boca. Por un instante siguió clavándome la mirada como si desease apuntarme con un fusil.

—¿Qué hace usted aquí, Herr Doctor Carlos Hausner?

—Lo mismo que usted, Ricardo. Huyo de todo aquello.

—Sí, pero ¿por qué? ¿Por qué? No tiene pinta de nazi.

—Soy un nazi de tipo bistec. Sólo tostado por fuera. Por dentro soy bastante rojo.

Eichmann miró por la ventanilla como si no soportase mirarme ni un segundo más.

—No me vendría mal un buen bistec —murmuró Kuhlmann.

—Entonces ha venido al sitio adecuado —dijo Fuldner—. En Alemania un bistec es un bistec, pero aquí es un deber patriótico.

Atravesamos los astilleros. La mayor parte de los nombres de los depósitos aduaneros y tanques de petróleo eran ingleses o americanos: Oakley & Watling, Glasgow Wire, Wainwright Brothers, Ingham Clark, English Electric, Crompton Parkinson y Western Telegraph. Delante de un gran depósito abierto, una docena de rollos de papel de prensa tan grandes como un almiar se hacían pasta bajo la lluvia matinal. Entre risas, Fuldner los señaló.

—Miren —dijo, casi en tono triunfante—. Ahí tienen el peronismo en acción. Perón no cierra los diarios de la oposición ni detiene a sus directores. Ni siquiera les impide que tengan papel de prensa. Sólo se asegura de que, cuando les llegue el papel, no sirva para imprimir. Ya ven, Perón tiene a todos los grandes sindicatos en el bolsillo. Así es el típico fascismo argentino.

Una llama misteriosa

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